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Es muy simple, se confirmó lo sabido: un informe bipartidista del Comité de Servicios Armados del Senado de Estados Unidos acaba de culpar al ex secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, de tomar decisiones que han sido la «causa directa» de las torturas a los prisioneros de guerra —«abusos a los detenidos», les llaman con «pudor»—. Por supuesto, no es el único responsable, otros altos funcionarios comparten la falta por crear un clima (i)legal y (a)moral que «contribuyó al trato inhumano».
Sin embargo, todavía a estas alturas de ocho años de infame desgobierno, George W. Bush no es señalado como el culpable en jefe, cuando la tortura comenzó con Bush, como bien decía un artículo de Salon.com. Pero al menos reconocen que «el abuso de los detenidos en Abu Ghraib a finales de 2003 no fue simplemente la actuación por su cuenta de unos pocos soldados», sino que decisiones de alto nivel en la administración «llevaron el mensaje de que presiones físicas y degradaciones eran tratamiento adecuado para los detenidos en custodia militar de EE.UU.».
Una fecha es apreciada por el documento senatorial, diciembre de 2002, cuando Rumsfeld autorizó el uso de técnicas agresivas de interrogatorios en el centro de detención que instalaron en la Base Naval de Guantánamo, territorio cubano usurpado desde hace más de una centuria.
Dicen que aquella orden de Rumsfeld —que antecedió en más de un año a la invasión y ocupación de Iraq, porque tenía que ver con la guerra precedente contra el terrorismo selectivo, la que utilizó primariamente el escenario afgano y como enemigo a los talibanes y al grupo Al-Qaeda—, fue rescindida seis semanas después, pero al parecer a nadie le llegó la contraorden.
Tanto en Afganistán, como en Iraq, y en las cárceles secretas de la CIA, trabajaron los verdugos, los feroces perros y sus bestiales amaestradores; pusieron nuevamente en práctica el waterboarding o «submarino» (que bien conocieron y sufrieron en América Latina los perseguidos, torturados y desaparecidos en la Operación Cóndor —en Uruguay los instruyó el agente CIA Dan Mitrione—); obligaron a los prisioneros a mantener posturas estresantes; y se humilló con la desnudez y las posiciones aberrantes.
Apenas unos días después de que el pedazo de culpa de Rumsfeld saliera a la palestra, uno de gran importancia en la pandilla, el vicepresidente Dick Cheney ocupó también los titulares del diario Los Angeles Times como elemento clave en las tácticas de interrogación de la CIA y del Pentágono. La sombra detrás del trono Bush dijo que el uso del waterboarding era apropiado y subrayó con obstinación que la prisión de la Base Naval de Guantánamo estaría abierta hasta «el fin de la guerra contra el terrorismo».
Utilizando como confesionario una entrevista a la ABC News, aunque sin arrepentimientos ni mea culpa, Cheney reconoció: «Ciertamente, yo estaba al tanto del programa...». Como le preguntaran entonces si todavía consideraba apropiado el uso del waterboarding en sospechosos de terrorismo, dio un Sí rotundo.
La CIA fue a Cheney poco después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 y así lo describió ahora: «en efecto vinieron y querían saber qué podían y qué no podían hacer. Y ellos me hablaron, al igual que a otros, para explicar lo que querían hacer. Y yo los apoyé».
La desfachatez de los jefazos de esta administración, que ahora descargan su poca conciencia en entrevistas televisivas de última hora para lograr una comprensión pública a diario se les escabulle más, no tiene parangón en la historia estadounidense; sin embargo, por ningún lado parece venir la justicia.
De todas formas, para que consten en acta sus crímenes de guerra, la decisión génesis del uso de la tortura está recogida en un memorando firmado por George W. Bush el 7 de febrero de 2002, donde declaró que la Convención de Ginebra sobre el trato humano a los prisioneros de guerra no se aplicaba para quienes llamaron a partir de entonces «combatientes enemigos». De ellos ocultaron por años sus nombres, número, nacionalidades y hasta los supuestos delitos. Todavía en el infernal Camp Delta de Guantánamo quedan más de 200 de ellos. Los zapatazos de todo el mundo, acompañados de severas condenas de un tribunal internacional, se requieren para lavar tal afrenta a los derechos humanos.