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Con Santiago Álvarez Fernández-Magriñat, el compinche del terrorista Luis Posada Carriles —o su «benefactor», como le llaman las benévolas agencias noticiosas del poder mediático—, la justicia estadounidense actúa con la ligereza de la complicidad. Sin embargo, para salvar las apariencias, apenas acaba de condenarlo a diez meses de prisión «por obstrucción a la justicia», pues el fiel socio de correrías criminales se negó a declarar sobre la entrada ilegal a Estados Unidos que él mismo le organizó.
La puesta en escena del sainete incluyó en la sanción dos años de libertad supervisada y una multa de 2 000 dólares, irrisoria cifra si se le compara con las habituales en aquel sistema jurídico que, por igual delito, impone a otros diez años de cárcel.
El juez David Briones, de la corte de El Paso, en Texas, también condenó a Osvaldo Mitat a ocho meses de prisión y dos años de libertad supervisada, y a Ernesto Abreu, otro encartado del grupo, a dos meses de cárcel, dos años de libertad condicional y cinco meses de arresto domiciliario. Como ninguno de este par estaba bajo custodia, el magistrado ordenó a los buenos muchachitos presentarse a una cárcel de Miami para iniciar su sentencia el próximo 4 de abril.
Dos secuaces más de la pandilla, Rubén López Castro y José Pujol, están pendientes de ser sentenciados, y si alguna diferencia puede haber en sus casos, sería probablemente una mayor comprensión y benevolencia para sus actividades patrióticas como ciudadanos de EE.UU.
¿Qué otra cosa podía esperarse en este remedo de juicio para estos cinco vecinos de Miami u otros barrios adyacentes de la Florida, si su protegido Posada Carriles anda y desanda la ciudad que anida las serpientes y acuna impunemente a sus terroristas?
Ese pétalo que apenas roza al organizador de la expedición del Santrina, si recuerda los motivos que llevaron a su detención en mayo pasado: posesión de un enorme alijo de armas, documentos y pasaportes falsos; lo que en su caso no parece ser delito, porque el arsenal de municiones, ametralladoras, granadas y explosivos, tenía el bendecido propósito de atentar contra Cuba, la «enemiga» de la Casa Blanca ahora bushiana.
Mientras así se comporta la señora justicia, Posada Carriles y Pedro Remón, uno de sus cómplices en la preparación del frustrado intento de hacer volar a Fidel junto a centenares de estudiantes y ciudadanos panameños en el Paraninfo de la Universidad de Panamá, durante la Cumbre Iberoamericana, participan en reuniones de la organización terrorista Alpha 66, que tienen como otro invitado a Reinol Rodríguez, quien fuera el asesino de Carlos Muñiz Varela en Puerto Rico y cabecilla de la CORU, el engendro creado por la CIA que dirigía George Bush, el padre, y que fue un brazo ejecutor, no debe haber dudas, de la macabra Operación Cóndor.
Recientemente, los reporteros Tristram Korten y Kira Nielsen, de la publicación estadounidense Salon, describían el encuentro conspirativo de ese grupo de asesinos en el restaurante Miami Havana.
Precisamente, Pedro Remón —sicario ejecutor de Eulalio José Negrín, el 25 de noviembre de 1979 en New Jersey, y del joven diplomático cubano Félix García Rodríguez, el 11 de septiembre de 1980 en Nueva York—, se lamentaba en declaraciones a Salon que no podía estar junto a ellos Santiago Álvarez Fernández Magriñat.
Quizá, de haber sabido del convite mafioso, en El Paso le hubieran dado un pase especial al «hombre de negocios en el campo de bienes raíces» —descripción preferida por la prensa para el jefe de la operación Santrina.
Sepan que el juez que lo condenó a esos diez ridículos meses le pidió a la fiscalía que explicara la razón por la que el Gobierno de Estados Unidos lo perseguía «con tal agresividad». Como vemos, todo puede ocurrir en la viña del señor Bush, el hijo.