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Las tribulaciones parecen llegar a su fin. Los incendios que devastaron durante una semana el sur de California se van apagando, no hay más casas amenazadas, no se perderán más vidas, pero están calcinados 2 100 kilómetros cuadrados de bosques y tierras de cultivo en ese estado del oeste norteamericano, y la racha de mala suerte abre ahora otras puertas...
Entre las personas que murieron por el siniestro, están cuatro inmigrantes, presumiblemente indocumentados, decían los cables, sorprendidos por las llamas cuando caminaban por la frontera entre México y Estados Unidos, en el sudeste de San Diego. Probablemente nunca se conocerán sus nombres, y es más, Notimex denunciaba que el gobernador Arnold Schwarzenegger no los había tomado en cuenta en su cifra de víctimas.
Entre las 2 100 edificaciones destruidas por el fuego, se encuentra el hogar de Nicole Booth. También está carbonizado el camión hidráulico de su esposo Robert —el negocio de la familia—, y la cama quirúrgica de su hija Alexis, que —decía Reuters— usa un ventilador para respirar porque está paralizada desde el cuello hacia abajo en su lado izquierdo.
La familia Booth, madre, padre, cuatro hijos y otro en camino, agradecen haber escapado con vida, pero ahora le empiezan los verdaderos problemas: su propiedad en el poblado de Ramona no estaba asegurada, tuvieron que cancelar su póliza cuando no pudieron cubrir las alzas del valor tras los incendios de 2003; tampoco califican para la ayuda federal de reconstrucción porque la propiedad no está a su nombre aunque hayan pagado la hipoteca por años; pero su necesidad más urgente es cómo pagar los 1 100 dólares mensuales del seguro médico de Alexis. Sus amigos solo vieron un camino, lanzar un sitio en internet para reunirles fondos.
Así son los dramas personales que las cifras globales no dejan mirar a fondo. Para ellos y muchos más, la racha de mala suerte recién acaba de empezar y parece demasiado largo el camino a la recuperación. Y todavía existe la posibilidad de nuevos «Santa Anas», los vientos secos que avivaron las llamas.
Sin embargo, otros no tendrán mayores problemas. Les sobra el dinero, como a Robert Buckenmeyer, cuya mansión de dos millones y medio de dólares en Rancho Bernardo también quedó reducida a hierros retorcidos y blanca ceniza. Para colmo, el bronceado millonario que andaba de vacaciones en Hawai está entre los privilegiados —decía un reportaje de DPA— que recibirán la ayuda inmediata de su seguro privado; por supuesto, la familia Buckenmeyer tiene otra residencia de emergencia.
Pero muchos sin nombre están ahora en las colas de los damnificados llenando solicitudes, formularios, haciendo consultas ante la agencia federal para las catástrofes, la famosa FEMA, puesta en crisis por su inoperancia cuando el terrible huracán Katrina que se engulló a Nueva Orleans, de donde dicen que sacó una lección: debe apurar los trámites.
Pero en esas colas no están las familias indocumentadas que perdieron sus viviendas en la reservación indígena Pala, en San Diego, y otros 50 inmigrantes que quedaron sin hogar en Fallbrook en el mismo condado. Muchas más ni siquiera han salido a buscar ayuda, so pena de ser deportados de inmediato a sus países de origen. Ya los raids comenzaron a actuar y hasta algunas familias, como la de Manuel Santiago, fueron acusadas de robo en el centro de refugiados del estadio Qualcomm, porque salieron de allí con unos lápices de colores y cuadernos de dibujo que le habían dado a los niños, y las mantas y otros enseres de que fueron dotados, evidentemente «sin tener derecho a la ayuda oficial» prometida por George W. Bush y el gobernador de California, porque son «ilegales». La familia Santiago ya ha sido también dividida.
Foto: Sylvia Hansen Coaliciones de defensa de la raza, organizaciones indígenas, grupos religiosos, comunidades, están recaudando donativos y dando refugio a campesinos que salieron de las malezas, de los campos de cultivo en los que no dejaron de trabajar ni siquiera cuando ya los bomberos luchaban contra las llamas, porque debían cumplir su trabajo y le temían más a los oficiales de aduanas y protección de fronteras que al propio fuego.
En el bello lomerío del condado de San Diego, enmascarados en los bosques, jardines y prados entre las lujosas mansiones y los campos de golf, dice una investigación del departamento de estudios sociales de la Universidad de San Diego, viven entre 14 000 y 15 000 indocumentados que trabajan en los campos y en los jardines. Ellos tampoco tienen nombre para la ayuda oficial.
Una amiga de JR nos envía desde allá fotos y testimonios de una lucha que apenas comienza y hace más candente los fuegos de California, a despecho de que en su discurso el gobernador dijera: «Les prometo que no descansaremos hasta que toda persona esté segura y la vida de toda persona regrese a la normalidad». ¿Acaso estos inmigrantes indocumentados que son columna vertebral de las labores menores, que recogen las frutas, limpian los cuartos de los hoteles, o cortan el césped, no son personas?