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Era nada menos que el número 3 de la CIA y estaba involucrado en asuntos de dinero muy poco claros. Kyle Dustin Foggo tuvo que renunciar y, dos días después, el 10 de mayo de 2006, la fiscal federal de San Diego, Carol Lam, notificó que comenzaría una investigación judicial del asunto.
Hubo escozor al más alto nivel. A las 24 horas, Kyle Sampson, entonces jefe de despacho de Alberto Gonzales, fiscal general de los Estados Unidos, envió un correo electrónico al subconsejero de la Casa Blanca, William Kelley, advirtiéndole: «El problema real que tenemos ahora es Carol Lam». Debe ser sustituida tan pronto expire su término, aconsejaba.
La funcionaria en cuestión también había pesquisado a otro republicano, el representante por California Randy «Duke» Cunningham, convicto finalmente por aceptar 2,4 millones de dólares de soborno. Evidentemente, Carol Lam molestó a los corruptos de la CIA, del Congreso y de la Casa Blanca.
Ahora, su nombre y el de otros siete fiscales federales —de los 93 que controlan, investigan y procesan en EE.UU.— aparece como fantasma en una inquisitoria que legisladores demócratas han echado a andar luego que aquellos fueran despedidos en diciembre por el Departamento de Justicia.
Los pormenores van emergiendo y un nuevo escándalo toma cuerpo, rodeando tanto a Alberto Gonzales como a Karl Rove, principal asesor y «cerebro» de Bush, y otros ayudantes presidenciales —en activo o de retirada— que también conocían el asunto de los fiscales.
Hubo intercambios de correos electrónicos entre Harriet Miers, Gonzales y Rove desde que hace dos años la entonces asesora legal de Bush sugirió el despido de los 93 fiscales para situar a fiscales fieles del bushismo. Se quiere que los tres testifiquen y diluciden el asunto, que ya es una confrontación entre el Congreso y una Casa Blanca en guardia, celosa, y protectora en extremo con los poderes y privilegios de su presidente.
Los demócratas están ansiosos por conocer quién promovió el plan de despido y si es coincidencia que todos estuvieran pesquisando escándalos éticos, como hacía David Iglesias, de Nuevo México, tras la pista del senador republicano Pete V. Domenisi por fraude electoral. Dicen estar «enfermos y cansados de las medias verdades». Quieren saberlo todo...
Las cesantías se parecen demasiado a una vendetta.
Se alzan voces pidiendo la dimisión de Gonzales, quien alega: «Yo hago lo que mi presidente ordene». Por supuesto, George W. Bush le ha ordenado permanecer en su puesto; lo necesita a mano, cuando otras renuncias obligadas lo van dejando sin la muralla de su equipo original, donde solo le quedan dos: Dick Cheney y Condoleeza Rice.
Hasta en el campo republicano se alzan voces disonantes, quieren la cabeza de Gonzales y buscan a alguien con un enfoque más profesional de la justicia y con menos «lealtad personal» a Bush. La semana promete ser tumultuosa. A Bush no se le puede acusar de una presidencia aburrida.