Poco conocida es la incursión de Céspedes en varios deportes. Autor: Archivo de JR Publicado: 16/04/2019 | 08:30 pm
En este abril que convida al recuento, a poco del cumpleaños 200 de Carlos Manuel de Céspedes, sería oportuno mirarle otra de las facetas que lo elevan: la de deportista. Bien sabemos que el Padre de la Patria, nacido el 18 de abril de 1819 en Bayamo, fue poeta, compositor, abogado, pensador, cronista, creador, «constituyentista» y patriota. Pero poco hablamos de su pasión por el ejercicio físico y mental.
«Se distinguía mucho en el baile y la equitación; era esgrimista y gimnasta», escribió sobre él, en excelente semblanza, su contemporáneo Manuel Anastasio Aguilera. Y el historiador Eusebio Leal Spengler explicaría: «Céspedes era un excelente equitador, buen esgrimista, un jugador de ajedrez que solía a veces terminar las partidas de espaldas, por su conocimiento del tablero».
Fue también un enamorado de la cacería de puercos cimarrones y venados en las haciendas de su familia, así como un amante de la natación, en la que se inició en los recodos del río Bayamo, aunque nadó, además, en los afluentes Buey y Yao, según el investigador Aldo Daniel Naranjo, autor de una voluminosa biografía del patricio, dividida en seis tomos y todavía inédita.
«Siempre me ha gustado tomar parte en los ejercicios que entiendo», sentenciaría Céspedes en su crónica La abadía de Battle, publicada en junio de 1852. En ese mismo texto confesaría: «Soy tan buen jinete como el mejor sportman del Jockey Club, pues me he educado sobre el caballo, a la manera de los tártaros, cabalgando por las inmensas sabanas de la isla de Cuba».
Ejercitó sus músculos en disímiles lugares, desde la lejana Inglaterra, donde ganó una lid de caza de la zorra (deporte emblemático de ese país), hasta su natal terruño, en el que sostuvo cotejos ajedrecísticos con Perucho Figueredo, autor del Himno Nacional cubano, y los célebres patriotas Fernando Figueredo, José Fornaris, Francisco Vicente Aguilera y Jorge Carlos Milanés.
Nunca debemos olvidar que Céspedes fue el primero en traducir del francés al español las 26 reglas primarias del ajedrez, aparecidas en el libro Leyes del juego de ajedrez, del maestro Louis Charles La Bourdonnais. El periódico El Redactor, de Santiago de Cuba, al publicar esta traducción, lo calificó como un «temible jugador».
Tampoco obviemos que hasta en los momentos más amargos de su existencia lo acompañaron los peones y las torres. El mismo día en que fue sustituido como Presidente de la República en Armas, el 27 de octubre de 1873, enfrentó tablero por medio a su «fuerte antagonista» Ramón Pérez Trujillo, uno de los que propuso la triste deposición.
Y el viernes 27 de febrero de 1874, pocas horas antes de morir en San Lorenzo, sostuvo en la mañana una partida con el capitán del Ejército Libertador José Lacret Morlot, prefecto de esa ranchería intrincada. Céspedes no solo era capaz de lidiar con los trebejos a la ciega, también ofrecía simultáneas. «Jugaba con los distintos opositores al ajedrez y rara vez se permitía perder», escribió en un libro su ayudante personal Fernando Figueredo.
Este mismo colaborador contó que el tablero y las piezas eran transportados a menudo, por los montes, por el burro, nombrado Masón, «que al sonar los disparos ponía las patas en polvorosa, aunque regresaba al campamento mambí, al renacer la calma».
En la esgrima, la que aprendió con los oficiales españoles en sus primeros años, también era temible. Ganó no pocos duelos en la Acera del Louvre, en la capital del país, cuando cursaba estudios de bachiller; empuñó el sable con vigor en los sucesos bélicos de Barcelona, en 1841, y salió, tiempo después, vencedor en varias lides contra espadachines de Bayamo. La más célebre fue la sostenida con Manuel Yero Abad, a quien le provocó «heridas contundentes». Por eso fue hecho prisionero e imposibilitado de revalidar entonces su título de abogado.
El Padre de la Patria, aprovechando esas virtudes de atleta, ayudó a preparar a los libertadores cubanos. Conspiró con el ajedrez como trasfondo, instruyó a muchos jinetes y enseñó a manejar la espada a varios de los cubanos que después cargaron el machete en los campos contra la metrópoli española.