Rufo Caballero Mora. Autor: Archivo de JR Publicado: 05/10/2021 | 08:45 pm
Juventud Rebelde ha tenido colaboradores ilustres desde su creación hasta hoy, tanto del patio como de ese «traspatio» que llamamos mundo. Desde Gabriel García Márquez hasta la Doctora Pogolotti, no han sido pocas las plumas célebres que han engalanado sus planas.
Una de estas fue la de Rufo Caballero Mora (1966-2011), quien estaría cumpliendo años este octubre, y que una vez salido a la palestra crítica eligió la voz de los jóvenes cubanos —entre otros medios—para que se escuchara la suya.
Ya cuando nos conocimos, a inicios de los años 90 del siglo pasado en que él comenzó a moverse por los medios intelectuales (para instalarse definitiva e inamoviblemente en ellos) yo gastaba esa manía de rebautizar a las figuras públicas, algo que a él, lingüista y jugador con las palabras, amante como yo de neologismos y paronomasias, le fascinó desde el principio.
Nos reíamos con frecuencia porque él me proponía muchos de esos «rebautizos», pero yo le contestaba: «muy bueno, querido (y en realidad lo eran) pero ya esa persona está inscrita con el siguiente mote», y allá iba eso; entonces él decía que era el secretario ejecutivo de esa particular y tan nuestra «Academia» y yo el presidente, mas, como a pesar de todo (fundamentalmente de gente nueva, artistas e intelectuales que debutaban en la arena pública) no fueron pocos los nombres que logró (im)poner, yo le decía que estaba a punto de destronarme del «puesto».
Así eran nuestras bromas, nuestros frecuentes juegos, que no excluían para nada la seriedad y el rigor cuando del trabajo y la obra se trataba; en esa misma línea de apócrifos y heterónimos que también signa una parte de mi poesía (afirmaba que, con todo y mis condiciones de crítico y ensayista, soy sobre todo un poeta) él no pudo menos que prologar un libro de este corte: Pura semejanza (2003, Editorial Loynaz) que si bien considero que no me quedó del todo mal, tiene dos lujos indiscutibles: las ilustraciones de portada de mi coterráneo Pedro Pablo Oliva, y las palabras introductorias de Rufo: su bellísimo texto De los frágiles abismos, que cada vez que leía (ahora más) me emocionaba hasta las lágrimas. Comparto un fragmento:
«Aquí están, con los versos otros, los momentos de desasosiego, las dudas ante el espejo, Flaubert llamando furioso a sus amigos para leerle la misma cuartilla, Rufo Caballero disparándole un ensayo completo a Frank Padrón por teléfono, que es decir, la rabia y la grandeza de la creación, la energía violenta, sangrienta y noblísima de la gente que experimenta muy adentro el ansia de compartir sus emociones».
Emociones, pasiones, confrontaciones que sí, compartimos muchas, incluyendo la polémica. Él consideraba que esta era no solo legítima y necesaria, sino que podía ser valiosa, enriquecedora. De modo que, aunque coincidíamos generalmente en un credo estético y ético, lógicamente había como en todo exégeta (o simplemente humano pensante y opinante) divergencias puntuales ante determinadas obras, que dirimimos respetuosa y provechosamente en estas páginas, y las de El Caimán Barbudo, el Diario del festival, nuestros libros o el espacio televisivo De Nuestra América, adonde lo invité más de una vez, pero donde quedó muy complacido (como la propia dirección del ICRT y muchísimos telespectadores) con la fraterna discusión pública en torno al filme Tony Manero (Chile).
Así era de respetuoso con el criterio ajeno, con el juicio del otro; por mucho que argumentara sus posiciones (y bien saben sus lectores y receptores audiovisuales en su tan seguido El caballete de Lucas de qué modo lo hacía) para él eran simplemente intocables, sagradas, las de sus compañeros, alumnos y público, sobre todo cuando estaban debidamente fundamentadas, aun cuando se alejaran a millas de las suyas.
Por eso, con su tan especial sentido del humor, se reía literalmente cuando algunos hablaban de rivalidad entre nosotros. Siempre respondía que no solo éramos colegas, sino buenos amigos, lo cual no quita que, justamente como ocurre en todo tipo de relación estrecha, alguna que otra vez nos «fajáramos» y disgustáramos, algo que, por supuesto, no duraba nunca más de una semana.
Respecto a mí, mucho menos sentí jamás esa absurda rivalidad; primero, pues siempre he sabido que todos tenemos un (aunque sea pequeño) lugar bajo el sol, que somos útiles si sabemos encauzar nuestros dones y talentos adecuada y certeramente, pero sobre todo, pues no caben tales porfías con seres que, como Rufo, pertenecían y pertenecen al Olimpo, al reino de los elegidos.
Fue un placer coincidir también en esta página de Cultura; yo , un poco mayor, lo hacía desde principios de los años 80, —aunque a veces me tomara mis vacaciones—, pero con otro colega, Joel del Río, también activo aquí, formábamos una triada en la que nuestro « jefe», el inolvidable José Luis Estrada Betancourt, confiaba ciegamente. José se las arreglaba para que no hubiera riñas ni encontronazos y distribuía contenidos con justicia, pero si alguna que otra vez coincidíamos en estos, buscaba tiempo y espacio para sacarlos de todos modos.
Le llamaba Cábala no solo como rejuego morfológico con su apellido, sino aludiendo a la corriente sacra de la mística y la sapiencia judías; aunque le llevaba unos años y había comenzado más de diez antes que él en los medios, yo sabía que en más de una materia teórica y cultural, me aventajaba, como a la mayoría de nuestros colegas, de modo que, lejos de molestarme, me retaba, me impulsaba a nuevos desafíos, y, por supuesto, sobre todo, aprendía con ello, con él, que así todo, y pese al título de sus e-mails, era justamente la antiacademia; con el hedonismo de los griegos disfrutaba de cada pequeña o inmensa cosa: una conferencia, una clase, una conversación, un libro, un filme, una obra pictórica o un baño en las playas aledañas a su tan querida Villa Coral (de la Uneac), donde a veces coincidimos.
Así lo recuerdo, riendo siempre, profundo y analítico mas siempre sencillo y grato pese a sus complejidades y contradicciones, que a más de uno molestaban. Por eso, cuando ya habiendo partido, llamé una vez a su casa y salió desde el contestador recordándonos que habíamos llamado al cielo, pero que ante un mensaje inteligente él podía aparecer, yo sentí unas inmensas ganas de juntar toda la inteligencia del mundo para que al menos, una vez más, él interrumpiera el contestador al escuchar mi voz y volviera a colmarme con una de sus largas y provechosas charlas que yo guardo, junto con sus libros, sus comparecencias televisuales, sus artículos, pero sobre todo su franca y sincera amistad, entre mis más valiosos tesoros.