En tiempos de la COVID-19, Sosabravo trabaja intensamente en la exposición con la cual pretende celebrar, el venidero octubre, su cumpleaños 90. Autor: Cortesía del entrevistado Publicado: 23/05/2020 | 06:19 pm
Pintando. Era imposible que la COVID-19 le hubiera sorprendido de otra manera al ilustre Alfredo Sosabravo, que no fuera inmerso en lo que ama, máxime si el Premio Nacional de Artes Plásticas 1997 no tiene intenciones de dejar de darle forma a la exposición con la cual pretende celebrar, el venidero octubre, su cumpleaños 90. Así que, como de costumbre, sale cada mañana al bellísimo jardín de la casa de Miramar donde parece que encontró esa naturaleza de las cercanías de Sagua la Grande, que pudo disfrutar a campo abierto, a todo pulmón, cuando era un niño de diez años.
Él, quien durante tanto tiempo vivió en reducidos cuartos y apartamentos de la capital, hace dos décadas que por fin dio con el patio de sus sueños que, junto al «rincón» de las flores, lo llenan de energía, de luz, de ese color que estalla en intensidades y que luego plasma con viveza en sus imaginativos lienzos. «Después de mi recorrido habitual de las mañanas por esos espacios mágicos de la casa, entro al estudio, pinto dos o tres horas, y luego vuelvo al jardín, antes de volver a la carga... Esa es mi felicidad mayor. He viajado a muchos países hermosos, pero nada es como mi jardín, como mi Cuba», dice el también Maestro de Juventudes, como decidieron titularlo los miembros de la Asociación Hermanos Saíz (AHS), al otorgarle su máxima distinción.
«Nací en Sagua la Grande, en el mismo centro de una ciudad que siempre recuerdo bella. Pero cuando cumplí diez años mis padres se divorciaron: y mientras mi papá vino para La Habana a intentar abrirse paso (colocó un puesto de frutas en Luyanó), mi mamá, con mis otros tres hermanos menores, se fue para Santa Clara. A mí me tocó ir para Diana, un sitio que quedaba yendo para Calabazar, a la casa de un tío, donde permanecí un año entero. Posiblemente esa haya sido la etapa más feliz de mi vida», confiesa Sosabravo cuando se propone contarle a Juventud Rebelde cómo comenzó su principal pasión.
«Mi tío trabajaba en la finca América adonde se llegaba por la línea del tren, pues no había carretera. Todo era mágico para un chico de ciudad que se encantaba con la naturaleza. Para mí siempre era una fiesta ir de vacaciones allí. Uno de mis momentos preferidos tenía lugar cuando pasaba el tren y tiraba la prensa. Lo hacía todos los días, pero yo esperaba con ansias los sábados y domingos para darme gusto con Tarzán, El príncipe valiente, Anita la huerfanita... Era fanático de las tiras cómicas que traían los periódicos. Ese resultó, sin duda, mi primer contacto con las artes plásticas...
«Mi inocencia era tal que creía que aquella finca le pertenecía a mi tío. Comprendí que estaba errado cuando una vez se apareció el verdadero propietario para hacer el balance de las cuentas. Él era el administrador, pero a mí me daba lo mismo: vivía en plena libertad, alegre, lo cual se terminó cuando mi padre me trajo para La Habana, porque necesitaba alguien que lo ayudara en el puesto...
«Con 11 años, ese niño se levantaba a las cuatro de la madrugada para hacer los mandados en el Mercado Único de Cuatro Caminos. Y a las siete debía estar listo para cuando aparecieran los primeros clientes.
«Mira, mi papá se casó de nuevo y mi mamá vino para La Habana con mis tres hermanos para instalarse en un cuarto por Neptuno y Galiano. Aunque en Luyanó había una casa entera, situada detrás del puesto, yo prefería irme con ellos. Cuando eso llevaba tiempo trabajando en una mueblería, porque nunca más estudié, me quedé con mi cuarto grado. He sido un autodidacta en todos los sentidos...
«El dueño de la mueblería era un gallego con un carácter muy fuerte, pero yo le resultaba tan útil (limpiaba, organizaba los muebles, hacía los mandados, cobraba los recibos...) que aquel hombre bueno y gruñón me tomó mucha consideración. Cuando quise marcharme para unirme con mi mamá y mis hermanos, hasta me propuso aumentarme el sueldo. Sin embargo, me monté en una ruta 2 con cuatro camisas en un perchero y me mudé».
La exposición de Lam en el Parque Central le causó tal impresión que el joven decidió poner a prueba su destino.
—¿Para esa fecha ya había ocurrido la exposición de Wifredo Lam en el Parque Central?
—Tenemos que dar marcha atrás, porque fue un momento trascendental. Lo que me comentas sucedió en 1950. Está claro que aquellas tiras cómicas de mi niñez habían prendido una chispita de arte que entonces era casi imperceptible. Recuerdo que con 18, 20 años, me entraron unos deseos enormes de vincularme con el arte. Matriculé piano en la escuela Amadeo Roldán y pasé el primer curso como el número uno en Teoría... y el último en Solfeo (sonríe), y decidí irme.
«Luego me dio por escribir. Entonces en la sección cultural del Diario de la Marina publicaban cuentos enviados por los lectores, y yo tuve esa suerte con El camino de hierro y Los primos bajo la lluvia, sin embargo, después me los leía y los encontraba tan “picúos” (sonríe)... Creo que el mejorcito apareció con un dibujito mío en el periódico Revolución, el 17 o 19 de enero de 1959, pero en verdad los relatos eran espantosos para alguien que anhelaba ser como Hemingway, Dostoievski...
«A pesar de que para esa etapa aún vivía en Luyanó, siempre andaba persiguiendo las actividades culturales. No olvido que para acercar el arte al pueblo, se ubicó en el Parque Central una caseta de madera donde presentaban exposiciones de artistas como Manuel Couceiro y Wifredo Lam. La de este último me causó una impresión tremenda. Admito que no entendía nada, pero los cuadros me fascinaron... Él estaba ahí, junto a Raúl Roa, mas no me atreví ni siquiera a acercarme...».
—¿Cuándo por fin se encontró con su coterráneo?
—Vine a conocer a Lam ingresado y enfermo en el Frank País, tendría 80 años. Un día su esposa, la sueca Lou Laurin, se acercó al taller de cerámica para hablar conmigo y con René Palenzuela, mi mano derecha e izquierda desde hace muchos años, para ver cómo hacíamos un mural frente al hospital a partir de un dibujo de ese genio. Fue entonces que le conté que también era de Sagua la Grande.
«Después, en una segunda visita, le llevé una revista Revolución y Cultura, cuya portada mostraba una placa de cerámica mía y en la cual se hallaba un artículo sobre mi obra. Cuando nos encontramos por tercera vez, me hizo saber, por medio de su asistente y secretaria, la chilena Adela Gallo, que se lo había leído y que le resultó estimulante descubrir que, de algún modo, había sido el impulsor de mi carrera. Me sentí muy halagado. El mural nunca se concretó, pero sirvió para que lo conociera personalmente».
El gran descubrimiento
—¿Cómo entonces halló su verdadero camino, el de las artes plásticas?
—Habría que volver a aquella caseta de madera donde quedé tan impresionado. Como quería encontrarme y no ganaba mal en la mueblería, me dirigí a El Arte, en Galiano, donde me compré óleo (nada de acrílico o acuarela), lienzo, un caballete de los que usaban los paisajistas, pinceles...
—Parece que decidió probar en grande...
—Sí, sí, compré materiales de muy buena calidad; si ese iba a ser el camino, no quería fallos (sonríe)... Sin embargo, el caballete no me sirvió de nada, porque ya mi hermano por parte de padre había crecido y para evitar que alcanzara mis cuadros, aseguraba los lienzos con unas chinches en la pared y pintaba encaramado en la cama. Allí nació mi primera obra, Homenaje a Lam, que destruí porque me pareció horrible... Debí haberla guardado, porque los tiempos y los estilos han cambiado tanto, que ahora sería conceptual (sonríe).
«Mi segundo cuadro tomó como inspiración a mi ventana, a la cual le inventé un florero. Este me lució más pasajero y se lo regalé a un amigo. Como solo había dudas, creí que lo más aconsejable era estudiar, una idea que deseché porque debía trabajar para ayudar a mi familia (las clases de San Alejandro ocupaban todo el día).
«En 1955 supe de una escuela anexa a San Alejandro en la calle Reina, donde impartían unos cursos nocturnos de modelado natural, modelado en barro y geometría, que daba Florencio Gelabert. Intentaba adquirir conocimientos técnicos y descubrir si existía para mí alguna oportunidad en ese mundo, y parece que sí. Debo decir, modestamente, que en esos dos cursos obtuve sobresaliente y hasta me otorgaron el derecho a estudiar directo en San Alejandro, con lo cual vencí mi primera meta: llenarme de confianza.
Cuando en el año 92 este grande retomó con más fuerza la pintura, volvió a la técnica del collage, pero persiguiendo un nuevo estilo.
«Igual resultó muy estimulante que tras graduarme en 1957, artistas de la talla de Antonia Eiriz, Raúl Martínez y Ángel Acosta León, quien acababa de egresar de San Alejandro, me miraran como un joven colega. Recuerdo que me llené de coraje y pinté ese mismo año cantidad de óleos medianos que mostré, en el 58, en la Sala Atelier, frente al cine América, motivado por un amigo, quien era el diseñador de escenografía de la obra que se iba a representar. Él me embulló y yo acepté. Así nació mi primera exposición.
«También en el 58 sucedió que Acosta León, de acuerdo con Couceiro, a quien habían puesto a dirigir la galería del cine La Rampa, me invitó a realizar otra exposición, conformada por diez cuadros suyos y diez míos. Graduado con honores de San Alejandro, Ángel poseía un estilo más definido, en tanto yo todavía andaba encontrándome. Mi propuesta fue más heterogénea; él solo hizo autorretratos que poco tenían de convencionales. La expo gustó muchísimo. Sinceramente, la prensa se ocupó de nosotros y ese realce, por supuesto, potenció nuestras carreras.
«Debo decir que Ángel Acosta León, tristemente fallecido en 1964, me ayudó mucho, me dio numerosos consejos. También, lo confieso, se disgustó conmigo. Te cuento: en el 60, el Ministerio de Cultura y el Museo Nacional de Bellas Artes anunciaron una convocatoria para el Primer Salón de Grabado con temas de la Revolución y él me llamó para que participáramos, pero le tuve que recordar que jamás había estudiado esa técnica. Entonces me explicó cómo se hacía una xilografía. Siguiendo sus recomendaciones, agarré un pedazo de plywood y otro de cedro y presenté dos obras, mientras él, que me había alentado, no envió al concurso.
«La de plywood no fue aceptada, pero a la otra hasta le otorgaron un premio de adquisición, es decir, fue comprada por el museo. De ese modo entré por la puerta ancha del grabado, porque mi obra apareció junto con las de Carmelo González, Lesbia Vent Dumois, Armando Posee: las figuras más prominentes de esa disciplina en Cuba. Y aunque yo tenía 30 años en las costillas, empezaron todos a mirarme como el niño prodigio, y a enseñarme...
«Te juro que no podía ver un trozo de madera delante de mí, porque enseguida le estaba metiendo mano... Empecé a ganarme premios, porque me especialicé. Y Acosta se disgustó, pues consideraba que estaba malgastando mi talento: “Ahora eres un comején, lo único que haces es sacarle lasca a la madera, ya ni pintas ni nada”, me regañaba, y, bueno, se ofendió conmigo al sentir que abandonaba la pintura para dedicarme a un “oficio”... Es que el grabado me traía fascinado...
«No obstante, me perdonó enseguida. Un buen día me dejó un papel por debajo de la puerta donde me escribía: “Ya están pagando los grabados”. Sabía que yo me “desconectaba” del mundo cultural, por lo cual no me enteraba de nada. Por esa razón me perdí pintar, por ejemplo, en el mural del Salón de Mayo. Nadie me llamó y yo no me autopropuse, no me atreví. Nada pido, no puedo ser de otra manera. Si desde hace 15 años hago vidrio de Murano es porque me convocaron...».
«He sido un autodidacta en todos los sentidos», asegura el hijo ilustre de Sagua la Grande.
Antes de ponerse a pintar, habitualmente este creador sale a su patio o jardín para llenarse de ese color que estalla en intensidades y que luego plasma con viveza en sus imaginativos lienzos.
Otras fascinaciones
—Hubo un tiempo en que prácticamente solo se dedicó al grabado y a la cerámica...
—Acosta León tenía razón: dejé casi a un lado la pintura, hasta que la volví a retomar en los 90.
—Dentro de las artes plásticas usted ha sido un artista muy versátil...
—Solo te puedo decir que todas esas disciplinas vinieron a mí sin que yo saliera a buscarlas. Así ocurrió con el taller de artesanía: sentado en el Parque Central pensando qué pasos debía seguir tras el cierre del hotel Telégrafo donde trabajaba, pasó por allí un amigo, Tomás Marais, pintor y grabador, y me comentó: «Estoy en un lugar que inauguró la Revolución llamado Cubartesanía: una casa en Cubanacán donde han abierto un taller». «Pero, ¿de artesanía? ¿Qué haces allí?», le pregunté. «He descubierto que por medio de la xilografía puedo elaborar postales, almanaques a color, que quedan de lo más elegantes». Y aquello me atrajo mucho, porque nunca antes había trabajado vinculado con las artes plásticas.
«Al día siguiente me aparecí con mis grabaditos y cuando se los mostré al director me dijo que no era necesario, que me conocía perfectamente. Comencé a percibir un salario que era casi una fortuna en comparación con mi sueldo en el Telégrafo, ¡y haciendo justo lo que me fascinaba: arte! Mi amigo me había sacado de un aprieto sin imaginarlo.
«Pasados dos años me encontré con Armando Posee, quien me comentó: “me acaban de nombrar director de Artes Plásticas de algo que llaman Escuela de Instructores de Arte, en el hotel Comodoro”. Me lo decía para proponerme que fuera como profesor de dibujo y grabado. ¿Te imaginas? Otro triunfo personal para alguien que apenas había estudiado. ¡Y di bien la talla! Después regresé al taller, solo que ahora se dedicaba a la cerámica comercial, mas no rechacé esa otra posibilidad de aprendizaje.
«Observé que esos hilos me daban una textura que aproveché: había encontrado una marca, un sello», reconoce Sosabravo.
«A mí se me ocurrió que si se le pedían las piezas en crudo al tornero y las grababa podían quedar más interesantes. ¿Qué pasó? Que a la exposición que había programado para noviembre de 1967 en Galería Habana, decidí llevar no solo las pinturas que forman parte de la colección de Bellas Artes, sino también cerca de 30 cerámicas artísticas que creé especialmente para la ocasión. Esa expo abrió un nuevo camino en Cuba, porque nunca antes se había hecho algo semejante. Tras esa exitosa experiencia, en la fábrica se inauguró, asimismo, esa nueva línea.
«Estos cuadros míos del año 67 son el resultado de haber descubierto que podía hacer collage. Al principio temía que la materia sobre la cual pintaba se cuarteara con los años. Jamás me ha gustado lo efímero, y primero se me ocurrió pegar unas telas para dar relieve. Luego pensé que si las cosía, además de pegarlas, no se desprenderían. Al mismo tiempo observé que esos hilos me daban una textura que aproveché: había encontrado una marca, un sello.
«Cuando en el año 92 retomé la pintura con más fuerza, volví a la técnica del collage, pero persiguiendo un nuevo estilo. Como entonces viajaba mucho por Europa, me vino la idea de comprar en los mercados y tiendas telas con diseños llamativos e incorporarlas al cuadro, para después pintar al óleo el resto del cuadro, cuidando que no se perdiera la armonía. Ello me obligó a usar colores muy radiantes con lo cual, de paso, trataba de resolver aquella anotación que una vez me hiciera un catalán en Barcelona, al preguntarme: “chico, ¿por qué ustedes, la gente del Caribe, donde hay tanta luz y tanto sol, pintan como los europeos?”. Es evidente que su lógico razonamiento me había dejado pensando».
En Italia este artista ha trabajo y organizado exposiciones de llamativas cerámicas.
—¿Cómo se dio lo del vidrio de Murano?
—Alrededor del año 92 comencé a viajar a Italia, primero a trabajar precisamente la cerámica, cerca de Savona. Más tarde preparé una exposición de esta misma disciplina en las proximidades de Venecia. Pasó que alguien de una de las famosas fábricas de vidrio de la isla de Murano (son 25) me comentó que mis diseños podrían funcionar muy bien en este otro material, y tenía razón: desde entonces yo los entrego, y un maestro vidriero y cinco ayudantes los materializan.
«Con los bronces, también en Italia, me ha sucedido idéntico. Un amigo me invitó a ir a un taller en Verona “que siempre le ha interesado a los artistas famosos”, y no solo quedé fascinado, sino que llevo más de una década colaborando... De un proyecto ha salido otro; de una exposición, otra: Nápoles, Génova... hasta llegar al Museo de Roma... Mi mayor satisfacción es, repito, que el destino se ha encargado de desarrollar mi carrera».
—Es que usted nació con estrella...
—Yo diría más bien que nací «estrallado» y me convertí en una estrella (sonríe).
—Si tuviera que autodefinirse como artista, tras una carrera definitivamente consolidada...
—En esa etapa de los diez a los 20 me encantaba leer el periódico Información, el cual publicaba una página inmensa con fotos, en blanco y negro, de todos los pintores famosos: Carlos Enríquez, Víctor Manuel, Amelia Peláez, el mismo Lam, Portocarrero, Cundo Bermúdez… Entonces ni siquiera sabía muy bien cuál podría ser mi destino, pero me imaginaba convertido en un pintor cubano famoso. En estos más de 60 años he trabajado sin descanso en busca de ese sueño. Lejos estoy todavía de alcanzarlo, pero en el intento he sido inmensamente feliz.