Momento de la obra Muerte en el bosque, a cargo de Mefisto Teatro. Autor: Ismael Almeida Publicado: 21/09/2017 | 05:39 pm
Edward Albee (1928) es un dramaturgo que aportó un flujo de energía y renovación al teatro norteamericano de posguerra; aunque comenzó su carrera bajo el influjo del absurdo, que adaptó a su contexto, el celebrado autor de El sueño americano (1959) y ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (1962) fue perfilando una voz nueva que lo erigió en uno de los paladines de la modernidad.
Su texto The Zoo Story (Un cuento de zoológico, 1958) se halla entre los preferidos por los teatristas cubanos, desde que el inolvidable Vicente Revuelta lo mostrara al público habanero en 1964 con Teatro Estudio. Nelson Dorr y Antonia Valdés presentaron versiones recientes y ahora Julio César Ramírez y su Teatro D’Dos lo lleva a las tablas, los fines de semana, en la sala Raquel Revuelta.
Muestra al canto del «teatro de la crueldad», el encuentro en un parque cercano al zoológico neoyorquino de dos hombres radicalmente opuestos..., al menos en apariencia, ensaya un sólido retrato sobre la (in)comunicación humana, las trastiendas que ocultan vidas supuestamente armónicas y la poca diferencia que en ciertas zonas sociales y existenciales hay realmente entre clase media y marginalidad. A la vez, exhibe el espíritu crítico de Albee en torno a la sociedad norteamericana, erigida sobre la inequidad y no pocos seudo valores.
Casi siempre con la «voz cantante» del personaje de Jerry, hoy se sienten un tanto cargantes algunos momentos —como la dilatada descripción del perro y la hamburguesa—, algo que nuestros directores (incluso uno tan agudo como Ramírez) debieran tener en cuenta, pero es un texto que descansa sobre todo en la energía y la vitalidad de los actores, comenzando, claro está, por el protagónico (Edgar Medina, discretamente secundado por Dago Luaces).
En este sentido, la nueva puesta de Teatro D’Dos se agradece, con su bien resuelta escenografía y su esmerada ambientación: esta vez hay una joven vecina que entra y sale, hace ejercicios, etc. (solo habría que atenuar los ruidos de la suiza que durante unos minutos practica y que puede distraer de la acción central).
Siendo tan verbalista, este Cuento… sobre animales «racionales», sobre vidas frustradas y vacías que coinciden y colisionan una tarde cualquiera de parque y soledades, se disfruta a plenitud.
A propósito de nuevos montajes (algo aplaudible por la oportunidad que brinda en especial a los más jóvenes de descubrir piezas importantes del teatro cubano y universal) la sala Tito Junco del Complejo Cultural Bertolt Brecht presenta uno de ellos.
Se trata de Muerte en el bosque, por Mefisto Teatro, que su director Tony Díaz había estrenado en 1999.
Basado en la novela Máscaras, de Leonardo Padura, como el título indica, parte de un crimen que remueve otros, no precisamente homicidios pero sí que atentaron en cierto momento contra la dignidad y la integridad de muchos.
El destacado novelista y su ya célebre criatura (Mario Conde, detective y escritor), imbuidos dentro del policiaco, nunca se limitan —como saben sus muchos y entusiastas lectores— a la mera intriga habitual en el género, sino que la trascienden mediante provocadoras reflexiones socio-sicológicas e históricas, algo que, en su abordaje del referente, Tony Díaz ha respetado a plenitud, de modo que el texto escénico conserva la agudeza, sentido del humor y bondades del literario.
En tanto montaje, el director sigue apostando por algo que constituye cuño autoral: la máscara, nunca más afín a este relato que, como ya se ha dicho, insiste tanto en dobleces y reversos: el padre oportunista hasta el asesinato, la madre que comparte su homofobia vergonzante, la esencia dual que implica el travestismo desde su propia naturaleza aquí además con cierta implicación místico-cristiana, o la inicial permanencia en el clóset de su atribuido amante.
Sin embargo, como ya viene perfilándose en anteriores montajes, el empleo de la máscara es matizado, no absoluto, lo cual redunda a favor no solo de la visualidad sino de todo el sentido dramático.
Para quienes recordamos la anterior puesta, no hay cambios esenciales, como no sea un mejor aprovechamiento espacial (dadas las bondades de la sala en que ahora se presenta la obra) y, por supuesto, nuevos actores.
Sin embargo, no olvido que —a tono con las características de Alberto Marqués— entonces lucía el histrión trajes mucho más coloridos y variados, lo cual se reduce esta vez a uno negro con capa, lo cual implica cierto empobrecimiento.
Aunque no al punto de eclipsar la fuerza de una obra audaz y reveladora, que embiste contra la posible desmemoria —algo tan defendido por Marqués-Sarduy y el propio Padura—, que aboga por la condición humana más allá de tendencias y filiaciones, y porque lamentables errores del ayer no sean cometidos de nuevo.
Las virtudes escenográficas, de vestuario y luces (responsabilidad también del director), el poder sugestivo de la música (Amaury Malberti) y, en general, la banda sonora (Adrián Torres) se complementan con un buen nivel general de actuación, donde merecen relieve César M. García, Carlos Pérez Peña y Jorge Luis de Cabo (que asumió a Marqués desde el montaje inicial), Alejandro Milián, Armando Gades y Hedy Villegas, sin olvidar los certeros homenajes que a algunas de nuestras divas tributa el transformista Roberto Silva.
Dos obras, dos autores, dos épocas enlazadas por sendos grupos y directores, pero a la vez un solo teatro que en Cuba procura el mejoramiento humano mediante notables exponentes del arte de Dionisos.