Volumen Cuentos del Arañero. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:31 pm
«Permítanme siempre estas confidencias muy del alma, porque yo hablo con el pueblo, aunque no lo estoy viendo; yo sé que ustedes están ahí, sentados por allí, por allá, oyendo a Hugo, a Hugo el amigo. No al Presidente, al amigo, al soldado».
Así comienza Cuentos del Arañero, cual anticipo de este libro que muestra a Chávez contado por sí mismo, y que es presentado por estos días en la Feria del Libro.
Más de 300 ediciones del programa Aló Presidente alimentaron esta compilación con la impronta de quien, desaparecido hoy físicamente, vive y vivirá por siempre en nosotros.
Son muchas las pasiones que se desbordan en el discurso del líder bolivariano: la familia, el béisbol, las Fuerzas Armadas, el culto a los próceres, a los héroes, el amor infinito a Venezuela y, sobre todo, a las amplias masas excluídas.
Es un viaje que inicia en sus raíces en Sabaneta de Barinas, en aquella casita de palma y piso de tierra, con el topochal a mano. «Pobre, pero feliz». Y la abuela Rosa Inés, la «mamavieja», la familia, los amigos de la niñez; la vívida estampa de cientos de miles de hogares humildes de los pueblitos del llano.
El líder bolivariano cuenta como nadie la historia nacional; la interpreta, la explica, hurga en sus protagonistas, batallas, contradicciones, con una visión de interconexión entre el pasado, el presente y el porvenir, con una perspectiva transformadora.
Chávez dialoga, tutea, narra al detalle, se adelanta a veces, va atrás, superpone historias; rompe la lógica gramatical sujeto-verbo-predicado. Es parte de su estilo, su técnica narrativa, con la cual mantiene en vilo, enseña, polemiza, pone a pensar y convence. Se trata, sin lugar a dudas, de un fenómeno de la comunicación directa, cercana, permanente con su pueblo.
Llanero de pura cepa, y orgulloso de serlo, Chávez es también un fabulador. Él asegura que no exagera, pero Fidel Castro, quien lo conoce bien, acuña que su amigo venezolano «rellena», al menos sobre las historias que cuenta.
Como aquel caimán del Arauca, que fue creciendo de cuento en cuento, en medio de la credulidad-incredulidad del auditorio. «Cuarenta y cinco metros de largo conté yo a pepa de ojo», aseveró con un brillo en los ojos.
Y, ¡claro!, el lenguaje. El del Presidente, del líder político, forjador de conciencias, educador, del declamador, del poeta. Pero también el del ciudadano de a pie y más, del veguero de campo adentro. De ahí el uso diáfano de vocablos que forman parte del habla popular, aunque algún diccionario no los reconozca: «jamaqueo», «choreto», «jalamecate», «firifirito».
¿Es cómico?, preguntaba un amigo al conocer de la idea del libro. Chávez es dicharachero, se ríe de sí mismo, celebra el chiste sobre su persona, pero también arranca carcajadas del auditorio cuando pone al adversario en el centro de su colimador. Ya lo dijo en alguna de sus alocuciones: «Revolución es amor y humor».
Pero Cuentos del Arañero es también algo muy serio. Chávez sufre en sus páginas, le duele el dolor del pueblo. «¡Es el infierno aquí!», se lamenta el Presidente, que en los primeros años de su Gobierno se consigue la tragedia por doquier, la nefasta herencia de la IV República.
«Como siempre, está la masa del pueblo y yo me echo encima de la masa, me abrazo con ella, sudo con ella, lloro con ella y me consigo. Porque allí está el drama, allí está el dolor, y yo quiero sentir ese dolor, porque solo ese dolor, unido con el amor que uno siente, nos dará fuerzas para luchar mil años si hubiera que luchar», exclama por aquellos días.
Desde esos tiempos la amistad con Fidel, relación entrañable de una sensibilidad superior. Sobre ello, y más, habría mucho que decir. Pero mejor que lo cuente Chávez, el arañero de Sabaneta, algunas de cuyas anécdotas ponemos a su consideración.
Las propias raíces
La abuela Rosa Inés decía: «Muchacho, no te encarames en esos árboles». Yo me subía arriba, chico. Había un matapalo en el patio donde me crié, era un patio hermoso y uno se subía en todos esos árboles. El matapalo era el más alto y uno buscaba las ramas más altas porque había unos bejucos y allá abajo un topochal. Y como las matas de topocho tienen el tronco blando y esponjoso, es como un colchón.
¿Tú sabes lo que yo hacía? Me lanzaba con mis hermanos y Laurencio Pérez, el otro que le decíamos «El Chino». El único que no se subía era el «Gordo Capón». El «Gordo Capón» no podía subirse, era el dueño del único bate y la única pelota Wilson, así que ese era cuarto bate aunque se ponchara. Uno se lanzaba barúuu, barúuu. El hombre de la selva. Yo prefería ser Barú que Tarzán. Barú era africano. Uno caía, se «espatillaba» contra los topochales y mi abuelita, pobrecita, que en paz descanse, salía con las manos en la cabeza: «¡Muchacho, te vas a matar, bájate de ahí, mira que el Diablo anda suelto!»
A veces a mí me daba miedo porque uno pensaba que el Diablo andaba suelto de verdad. Claro, Cristo anda suelto también y Cristo siempre le gana al Diablo como Florentino le ganó al Diablo. Ella nos regañaba mucho, nos bajaba de los árboles, pero en la noche nos sentaba en el pretil de la casa de palma, cuando se iba la luz de la planta eléctrica de Sabaneta, que quedaba cerquita de la casa. Cuando pasaba don Mauricio Herrera en una bicicleta, uno sabía que ya iban a apagar la planta. «Ahí pasó don Mauricio», y era como un reloj. Él pasaba todas las noches a las ocho en punto. Recuerdo que apagaba una primera vez, ese era el aviso. Era como la retirada, como cuando uno está por allá y le tocan la corneta. Después venían dos apagones, rur, rur, y ya la tercera era que se iba la luz en el pueblo.
Claro, ya estaban las velas prendidas o las lámparas aquellas de kerosene, y la abuela lista con sus cuentos. Y uno la buscaba: «Abuela, échanos los cuentos». Y ella hablaba de un cabo Zamora y de un Chávez, abuelo de ella, que se fue con el cabo Zamora y no regresó más nunca. Recuerdo que desde niño oía comentarios entre las abuelas: «Cónchale, que aquel si fue maluco, dejó la mujer sola y le dejó los hijos».
El abuelo por los Chávez, el abuelo de mi abuela se fue con un tal Zamora y no vino más nunca. Dejó los muchachos chiquitos y la mujer se quedó sola con los muchachos vendiendo topocho y pescando en el río. También oía los comentarios de mis abuelas, las Frías, de que hubo un maluco, un tal Pedro Pérez Delgado, quien también tuvo dos muchachos con Claudina Infante y se fue. Estaban los muchachos chiquiticos y más nunca volvió. Entonces yo tenía la idea de que eran malucos, pero cuando voy a buscar la historia en los libros resulta que no eran ningunos malucos, eran unos soldados. Esas son las leyendas, esos son los cuentos pero que vienen de las propias raíces.
Génesis
«A Génesis la mandé para Cuba. La pasearon, la hicieron pionera. Fue feliz hasta el último día de su vida».
Es como aquella niña. ¡Ay!, aquí la llevo. Se llamaba Génesis. Un día, en un acto, me llegó corriendo entre el público. Creo que fue en el Poliedro. Fue y me abrazó. Ella tenía un cáncer en el cerebro. Y me dicen que no le queda sino un año de vida. ¿Qué hago yo por esta niña, Dios? Ella me regaló una bandera, allá la tengo y la tendré conmigo hasta el último día de mi vida, porque esa bandera es ella que está conmigo. Ella me dijo: «Chávez, toma mi bandera». ¡Ah! ¡Qué dolor cuando supe la realidad! Hablé con Fidel y le hicimos un plan. La mandé pa’ Cuba con la mamá. La pasearon, la hicieron pionera. «Seremos como el Che», dijo. Yo tengo hasta el video. Fue feliz hasta el último día de su vida. ¿Ve?, ¿qué más uno puede hacer? Es un angelito que anda por ahí cuidándonos. Allá está hecha bandera y aquí está hecha vida, Génesis.
Les metimos duro a los gringos
En una ocasión recuerdo que me salí de un aula militar, me iban a sancionar, bueno, me salgo de aquí. Estábamos haciendo el curso de Estado Mayor y trajeron como 60 gringos. Era parte del plan del Gobierno de aquel entonces para tratar de influir en nosotros y frenar la rebelión que ya venía, palpitaba. Era casi que abierto el enfrentamiento en las aulas, en los cuarteles, con los bolivarianos. Ya nos llamaban los bolivarianos, y nos dábamos el lujo incluso de enfrentar a superiores en discusiones sobre Bolívar y la política nacional. Recuerdo en ese curso que me paré a defender a las empresas de Guayana, porque llevaron a un expositor, economista y tal. ¿A qué?, a vendernos a nosotros los militares la tesis de la privatización. Recuerdo que defendí esto que ahora con orgullo estamos ayudando a rescatar. Uno luchaba en silencio ahí dentro, ¿no? A mí me da mucho sentimiento decir esto y recordar, porque, ¡oye!, cuántas cosas pasaron, cuántas batallas chiquitas, silenciosas que nos fueron llevando a lo que nos llevó aquello.
Entonces una vez vienen esos gringos, y nos pusieron a jugar a la guerra. A mí me ponen de oficial de operaciones de una parte, y los gringos de la otra. ¡Les metimos duro en el juego de la guerra! A mí me andaban vigilando, yo era un objetivo psicológico y de investigación allí en el curso. Esos gringos eran casi todos sociólogos, psicólogos. Militares, pero casi todos asimilados, analistas políticos, disfrazados ahí. Era una labor de inteligencia descarada, delante de nosotros. Yo lo sabía y llegué a decirlo en alguna reunión. Bueno, así que hicimos un juego de guerra ahí y le metimos medio pa’ los frescos en el juego de la guerra. Les tomamos hasta la retaguardia a los gringuitos esos. Entonces se me acerca uno, un coronel: «Comandante, ¿usted cómo es que se llama?». «Yo soy el comandante Chávez». Me dijo: «Usted es bien agresivo pa’ jugar a la guerra». Porque yo era el que tomaba decisiones operacionales, y les clavé cuatro batallones de tanques por un flanco, compadre, «¡ra, ra, ra!», y les metimos los tanques hasta el fondo, hasta que se rindieron pues. Un juego, pero que tiene su ciencia y su arte, como jugar un ajedrez: la audacia y la estrategia. Y no era yo, sino un equipo. Estaba Ortiz Contreras ahí en ese equipo, que en paz descanse, mi compadre Ortiz.
Jugamos softbol y los matamos, les ganamos por nocaut. Tenían a un gringo ahí, así grandote, que pulseaba y le ganaba a todo el mundo. Le dije yo: «A mí me vas a ganar, pero a que no le ganas a mi compadre Urdaneta». Lamento mucho lo que ha pasado, pero fue un gran amigo, un hermano fue Jesús Urdaneta. Él a lo mejor hasta se pone bravo porque yo lo nombro, pero no importa, hace poco murió su papá, me dolió mucho, el viejo Urdaneta. Bueno, pero yo tengo los recuerdos, pues. ¿Quién me los va a quitar? Nadie me va a quitar mis recuerdos. Es como cuando uno amó a una mujer. Me podrás quitar todo, pero mis recuerdos no me los quita nadie. Los amigos de verdad que pasaron, uno los tiene aquí como recuerdo.
Entonces le dije al gringo: «Mira, ¡ah!, tú andas ahí fanfarroneando». Estaba tomando cerveza en el casino, allá en Fuerte Tiuna. Le digo: «A que tú no le ganas a mi compadre Urdaneta». «¿Apostamos?». «Epa, Jesús Urdaneta. Ven acá, compadre. Mira, este gringo dice que te va a ganar pulseando». «¿A mí?», «¿quién me gana pulseando a mí?». ¡Ajá! Y todo el mundo rodeó a los dos. Urdaneta que se le reventaban… Yo dije: «Voy a ser culpable de que se muera Urdaneta». Porque aquel gringo era un gigante, chico, y Urdaneta es un hombre fuerte pero no es un gigante, pero con una voluntad, sin duda. Ojalá se mantenga siempre así para cosas buenas. Entonces Urdaneta, y todos nosotros aplaudiendo. A Urdaneta las arterias parecía que se le iban a explotar, vale, pero aquel hombre nada. Hasta que el gringo empezó, miren, a «culipandear». ¡Pum! ¡Le volteó Urdaneta la mano al gringo! Les ganamos en todito a los gringos esos. Están muy equivocados los que andan diciendo por ahí: «Una invasión gringa, una invasión de Estados Unidos y no duraría cuatro horas la guerra». O «los Estados Unidos controlarían este país sin necesidad de poner una bota aquí». No lo controlarían ni con un millón de botas. ¡A este país no lo controla nadie! ¡Solo los venezolanos podemos echar este país adelante!, ¡solo nosotros podemos hacerlo!
Nos hizo libertadores
Bolívar era de pelo ensortijado, más negro que blanco; ese era el verdadero Bolívar a quien también desfiguraron. Es mentira que hablaba duro. No, la voz de Bolívar era chillona, inaguantable. Se subía en las mesas, le rompía los papeles al Estado Mayor. «¡Esto no sirve!». Así lo dice Andrés Eloy Blanco en un poema que se llama Los desdentados. Cuenta Andrés Eloy que muchos años después de muerto el Libertador, había un acto en la plaza Bolívar de Caracas y la estatua, las coronas, las flores y los discursos oficiales. El presidente, todos de «paltó» y de levita, rindiéndole honores a Bolívar. Y detrás de las matas estaban unos viejitos, no tenían dientes, agachados, viendo el acto, y se reían. Entonces, viene la lectura de la última proclama y un señor, con voz de locutor: «Colombianos, habéis presenciado…», rememorándolo. Y los viejitos se reían y hablaban de Bolívar. ¿Por qué se reían? El poeta termina descifrando la incógnita. Al final dijo uno de los viejitos: «Mira, lo que dicen estos, dicen que era alto, dicen que era fuerte, dicen que hablaba grueso. No. Era chiquitico, era flaquito, tenía la voz chillona y fastidiosa». Y dice uno al final: «¡Carajo!, pero se nos metió en el alma y nos hizo libertadores».
Dos tipos que andamos por ahí
Lo que me dijo Fidel un día por teléfono: «Chávez, ¿dónde estás tú ahora?». «No, salí a caminar por aquí». «Ah, bueno, andas por ahí». Y me dijo para despedirse: «Bueno, yo también ando por aquí, y es que tú y yo, Chávez, no somos presidentes, sino somos dos tipos que andamos por ahí».