El adiós final de todo gran artista nos resitúa frente a su herencia: en el caso del llamado Rey del pop, no es poco lo que nos deja, aun cuando algunos se ocupen de empañar la imagen con los eternos lunares, e incluso manchas, a las que ninguna vida humana escapa.
Michael Jackson renegó del color de su piel, gastó miles en cirugías blanqueadoras que lo convirtieron en un ente alejado de lo humano. Por otra parte, una evidente pedofilia le causó graves problemas judiciales y le hizo perder popularidad entre sus millones de fans; al parecer eran trastornos de una infancia infeliz lo que lo llevaba a acercarse (más afectiva que sexualmente) a niños, mas de cualquier manera eso nubló considerablemente una presencia que en la escena, o en ese otro espacio que es el disco, donó aportes importantes no ya dentro de la tendencia estética donde se insertó —el pop— sino en la música, el espectáculo todo.
A mediados de los 90, cuando arreciaban las críticas por los «problemas» del ex Jackson Five, escribí desde estas mismas páginas un artículo que a la larga resultó muy polémico y se titulaba Los claroscuros de la mirada.
Intentaba con ello que en vez de mirar tanto la viga del blanqueamiento en el ojo del ídolo, apreciáramos un poco más sus dádivas, porque si bien las transiciones cromáticas en la piel, cuanto menos excesivas, eran blanco de ataques, no debíamos olvidar otras: por ejemplo, las que logró entre la música concretamente negra (blues, soul, funk, rithym and blues...) y la tenida por blanca (folk, country and western, rock and roll, rock en sus diversas variantes...), que el genio consiguió fundir sin que nos percatemos de los tabiques presuntamente divisorios.
El álbum Thriller (1982), se sabe, es el más vendido en la historia de la música, y ello significa un récord que no se encuentra todos los días (109 millones de copias), pero si ello, sus ocho Grammy o sus nueve singles no fueran suficientes, el registro sonoro detenta valores mucho más sólidos. Partiendo de su primer acetato como solista (Off the wall, 1979) tras desprenderse del también muy exitoso quinteto con los hermanos, pero afinando sus herramientas, Michael endurece el funk (Billy Jean o el propio número emblemático), se introduce en un hard rock consciente (Beat it), pasa por aguas más modernas el soul (Babe me Mine) y en general nos entrega un proyecto equilibrado, preciso, polirrítmico, sensual y al que no sobraba ni faltaba un acorde: de sus arreglos exquisitos a su atmósfera misteriosa, de su interpretación (tanto vocal como instrumental) perfecta a su aura sideral, el fonograma nació clásico, y aún hoy no pocos jóvenes valores de las más diversas tendencias reconocen su decisiva influencia en sus vidas y carreras (digamos, el exitoso rapero Soulja Boy).
No casualmente el productor del disco era otro genio: el multimusical Quince Jones, uno de los pilares de la expresión negra norteamericana.
Si esa hubiera sido la única herencia que nos aporta el que recientemente nos dejó definitivamente, ya sería suficiente, pero a más de otros discos importantísimos en la historia de la música contemporánea (la inocente espontaneidad de Off the wall, la energía rítmica de Bad, el saludable acento posmoderno de Dangerous con sucesos como Black or white...), Michael sembró imperecedero hito en el mundo de la danza, específicamente en el ámbito coreográfico. Cuando en un programa televisual sobre la Motown, y al compás del superhit Billy Jean, el bailarín fingía caminar hacia delante cuando realmente se desplazaba hacia atrás, inauguraba un estilo que sentaba cátedra.
Resumía con ello las escuelas de los grandes danzantes de la escena estadounidense (Fred Astaire, Ginger Rogers, Gene Kelly, los bailadores de tap...) a las que agregaba el desenfado, la gracia y la fuerza de un sello propio, que a partir de entonces sería imitado y adorado en todos los puntos cardinales.
Luego, su sentido del show, concebido como superproducciones fílmicas, integraba los elementos lumínicos, sonoros y espaciales de modo que no quedaba elemento desgajado, sino un todo que servía de maravillosa plataforma a la solfa.
Claro que en los últimos tiempos había cierta fatiga, reiteraciones que ya lo obligaban a reinventarse, de modo que la muerte lo sorprendió ideando un megaespectáculo de 50 presentaciones en Londres y un disco nuevo que perseguía reconquistar el un tanto perdido reinado musical, pero, lo hubiera alcanzado o no (algo que entra de lleno en el terreno especulativo) lo verdaderamente importante es todo eso, nada escaso, que «el rey» nos entregó: un trono encantado, una leyenda, un espectáculo perenne donde el ídolo no se detiene nunca, donde sus pasos sublimes retan la imaginación, el ritmo y la pupila, y un montón de preciosas canciones que, sin lugar a dudas, forman parte indiscutible de esa banda sonora que diseña nuestras vidas.