El instante de la mirada, 2008, mixta sobre lienzo Por estos días se exhibe en la galería Servando —23 y 10, Vedado— una exposición de pinturas del joven artista cubano Niels Jenry Reyes Cadalso (Santa Clara, 1977), titulada Recarga, y abierta al público desde el 23 de enero. Uno de los rasgos más interesantes de la muestra radica en las estrategias de apropiación cultural desarrolladas por el artista, con una gran dosis de cinismo. Niels ha comprendido muy bien que a la pintura hoy día no parece quedarle más opción que el reciclaje, el «canibalismo» de un pasado que resulta imprescindible para la construcción del presente. De ahí que sus trabajos comporten un amasijo de guiños intertextuales a múltiples creadores y obras de la tradición pictórica universal, especialmente de la pintura rusa y alemana contemporáneas.
Claro, el artista escamotea dichos indicios, simula su no existencia; prefiere el camuflaje, el ocultamiento sígnico, en una suerte de juego o provocación que desafía la mirada del público avezado. Pero ahí están: íconos, estilos puntuales de otros, maneras, motivos... Solo que no me corresponde revelarlos. Queda pues como ejercicio para ese espectador que gusta de los retos. Sin embargo, el resultado final no está carente de un sello propio, todo lo contrario: se evidencia una manera muy «niels» de pintar.
A pesar de su corta edad, ya el artista está sentando escuela entre los más jóvenes. Muchos estudiantes de arte declaran que quieren ser como él, lo sitúan como modelo, lo cual es bien sintomático. Recientemente un crítico amigo me comentó que tuvo la oportunidad de presenciar una acalorada discusión entre varios alumnos de la facultad de artes plásticas del ISA, los que, divididos en dos «bandos», polemizaban en torno a la determinación de quién resulta mejor pintor: Niels o Alejandro Campíns (otro joven de un talento descomunal, quien próximamente realizará su tesis de graduación, también en la Servando). Que sean ellos dos, de entre la pintura más joven, los paradigmas de una buena parte del estudiantado inmerso en nuestro sistema de enseñanza artística, es un dato además de revelador, reconfortante.
Las propuestas de Niels participan abiertamente de la sensibilidad o condición epocal posmoderna. No solo por la presencia de las operatorias intertextuales, sino —y sobre todo— por la renuncia a la vocación utópico-emancipatoria, de redención social, que fuera tan distintiva del arte moderno. A Niels le interesa más la dimensión estética de la creación que su repercusión ética, sociológica o contextual (aunque no cabe duda de que el hecho de virarse de espaldas a un fenómeno implica igualmente una postura ética de las más recias). Sus pinturas prefieren pensarse a sí mismas, dialogar con su propia historia, con su tradición más íntima. Son una demostración robusta de la llamada «autonomía del arte».
Los verdaderos protagonistas de sus telas son el grosor de la pasta matérica (donde el trabajo con la espátula juega un papel decisivo), la vibración de los contrastes cromáticos, el dinamismo de la composición, la audacia en el tratamiento del espacio pictórico... Son ellos los que le confieren un look de contemporaneidad a sus obras, y no los temas, estrategias discursivas o motivos de representación. En este sentido, el artista lo que hace es más bien volver sobre géneros tradicionales, en especial el retrato, para revitalizarlos y demostrar su legitimidad en nuestro presente histórico. Dicho en otros términos, está haciendo una pintura de una visualidad muy contemporánea, valiéndose de géneros que en apariencia no lo son. He ahí una de las provocaciones mayores de su arte.
Con Recarga el artista se presenta maduro, en una fase de consolidación y esplendor dentro de su trayectoria creadora. El universo infantil —una de las aristas más recurrentes en su obra— aflora nuevamente en este conjunto de lienzos, en su mayoría de grandes formatos. Una vez más rasgos faciales ajenos a los nuestros. Una vez más rostros taciturnos, abatidos. Ojos entristecidos, apagados, que anhelan un más allá ignoto, una lejanía insondable. Nunca una sonrisa, ni siquiera leve. La amargura de los labios es definitiva. Los seres de Niels padecen una nostalgia irreversible, una añoranza sin límites. No sabemos qué añoran, pero sus miradas exhalan un hastío que los convierte en enemigos de sí mismos, de sus circunstancias inmediatas. Algunos habitan el encierro y ansían un afuera más afable (Después de la lluvia); otros se acercan a un final menos doloroso, luego de los avatares y sinsabores que se presume han dejado atrás (Happy end); o bien apagan asustadizos la luz de una vela, en ese cumpleaños que se antoja enigmático, turbio, dudoso (El instante de la mirada).
Esta última pieza es probablemente la más consistente de la muestra, veamos por qué. La iluminación de la vela sobre el cake ha expirado, pero persiste su reflejo en las pupilas sobresaltadas del pequeño, mientras el título nos indica que cuanto se observa es justo ese instante efímero en que la mirada apresa (y eterniza) la finitud del acontecimiento real. Se trata por tanto de una sagaz reflexión metafísica en relación con el devenir del tiempo y su fugacidad, así como sobre la validez o no de los reflejos en tanto suplentes de la experiencia concreta. Un intento de detener e inmortalizar, desde los tropos de la creación, momentos que resultan inadvertidos (huidizos) para la percepción cotidiana del ser humano.
En suma, una exposición de una valía extraordinaria, con disímiles sutilezas, ironías, desafíos. Una pintura inteligente, con una factura que impacta la retina, y se sale de todo cliché, de todo lugar común. Un talento in crescendo, con un futuro que se augura certero, pletórico de bondades. Y de triunfos.