Entre la intolerancia y la prepotencia, entre el fanatismo y el rencor, entre el descenso a la bestialidad y el obstáculo a la comprensión y el humanismo, aparece la violencia, una enfermedad dispuesta a acabar con el mundo, con la civilización, con la especie, pues cuando se apoya en la filosofía «de ojo por ojo y diente por diente», puede conllevar a que el universo entero quede ciego y desdentado o, dicho con otras palabras, puede destruir todo lo hermoso que el hombre y la mujer hemos creado. Pero antes de que arribe esa violencia colosal que es la guerra, o el apocalipsis y el holocausto, habita entre nosotros —no vale de nada negarlo— esa hermana menor, sórdida y maligna, que surge en los actos cotidianos de agresión, esos que hacen girar el timón de las existencias individuales hacia la catástrofe y los naufragios. En la 8va. edición de la Muestra de Nuevos Realizadores (febrero 24 al 1ro. de marzo) asoman varios trabajos relacionados con ella.
Para hablar de la violencia en el cine cubano, habría que perfilar primero a qué violencia nos referimos, porque momentos impetuosos, de agresividad y delirio, se registran en breves y culminantes escenas de Lucía, La primera carga al machete, El hombre de Maisinicú, El brigadista, Retrato de Teresa, Clandestinos, La inútil suerte de mi socio Manolo... hasta la reciente Los dioses rotos, pero estamos hablando de otra cosa. Los jóvenes cineastas, que suelen participar en estas Muestras, crecieron en tiempos de período especial, cuando se acrecentaron en Cuba ciertas diferencias económicas y de estatus, y también aumentaron las manifestaciones delincuenciales y de marginalidad, así como la presencia de estos fenómenos en los medios (quedaron atrás, creo yo y por suerte, los tiempos en que podía vetarse la exhibición de una película como Bonnie and Clyde u otras similares, con el pretexto de que resultaban demasiado sangrientas e inquietantes).
De modo que algunos jóvenes habitan contextos donde a veces la violencia doméstica, psicológica o delincuencial, es una experiencia frecuente. Así se percibió en obras recientes dirigidas por jóvenes cineastas como Trovador, de Sebastián Miló (un relato amable, medio farsesco, de tipo romántico-musical, deviene cruenta agresión a la silenciosa muchacha protagonista, se supone que con el fin de allanar la incapacidad de ella para reaccionar a la adoración del prójimo) o El pez de la torre nada en el asfalto, de Adriana Castellanos, que describe, fuera de campo, el hecho de sangre cometido por un poeta cuando no encuentra otro recurso que le permita eludir las continuas quejas de su mujer a propósito del evidente calor; o Cacería, de Felipe Espinet, una especie de falso documental, o ficción que juega a ser documental, sobre el fenómeno de la violencia en Brasil, más específicamente en Río. Falta haría emprender en Cuba similares investigaciones o acercamientos que permitan registrar opiniones y hechos por lo regular ignorados en los medios de prensa. También recuerdo La bestia, de Hilda Elena Vega, quien trataba con sensibilidad y adecuado equilibrio un tema tan traumático y delicado como el maltrato infantil.
En esta 8va. Muestra hay por los menos tres obras que colindan con el tema y sus naufragios adyacentes. Primero, el acto violento, infrahumano, no solo por lesivo sino también por premeditado y exhibicionista, está anunciado y luego se frustra, pero constituye la clave del suspense, en el relato con final «feliz» y fuertes visos de autocrítica generacional, que presenta Por amor al arte, de Serguei Svoboda. Irónica, casi cínica recreación del oportunismo, visto ya no solo entre funcionarios acomodados y bien adultos, sino entre profesionales del audiovisual muy jóvenes y de escaso currículo. Por amor al arte es examen riguroso de reflexión en torno a disyuntivas éticas y artísticas que merecía mayor esmero en las actuaciones y calado psicológico en los personajes implicados.
A la hora de la sopa, de Gretel Medina, presenta otra pareja en crisis, dos viejos pánicos que parecen encontrar la única razón de supervivencia en agredirse verbalmente. Sobre todo ella a él, porque entonces el hombre se rebela, o parece que se rebela, y se desata una violencia demencial y calamitosa, único acto posible de ruptura con una inercia de goteante e inacabable rutina. Mario Guerra ofrece aquí una de las dos formidables actuaciones con que está presente en la Muestra. Es casi imposible presenciar su intensidad en A la hora de la sopa o en Oda a la piña, y no percatarse que estamos ante uno de los histriones cubanos más cumplidos, versátiles y comprometidos del panorama audiovisual contemporáneo.
Oda a la piña le aplica metafóricos fórceps a dos conceptos: la Cuba mulata, patrimonial, y la historia medio artificiosa y sórdida de una hermosa bailarina de cabaret que pierde el ritmo. Sugerente, bien fotografiada y actuada, pero demasiado obvia en su propósito de atrapar, con un tratamiento muy superficial de comedia musical, conceptos inabarcables y pretenciosos sobre la tragicidad de la inadaptación y el abatimiento, Oda... quiso ser graciosa y es amarga, y tal metamorfosis no sería un problema mayor si consiguiera justificar mínimamente, por ejemplo, su homenaje transtextual al momento de violencia, de rumba delirante, en Memorias del subdesarrollo.
Uno de los mejores documentales de la Muestra, un testimonio estremecedor y revelador sobre cuánto nos falta para comenzar a librarnos como nación de la violencia que generan la homofobia y el desprecio al diferente, es Tacones cercanos, donde Jessica Rodríguez maneja con holgura los recursos de la entrevista, la voz en off, la dramatización, y la estructura de la ficción clásica (con introducción, nudo y desenlace; historia que se cuenta con altas dosis de suspenso). Y no me refiero al acto de violencia que contiene la historia real, dramáticamente recreada —desde códigos medio almodovarianos que la realizadora asume con honestidad en el mismo título— porque le arruinaría al espectador la intriga que el filme contiene, y que está convenientemente utilizada en función de conferirle mayor eficacia a su denuncia.
Mucho más elíptica, insinuada y sutil, la violencia queda por detrás, por fuera de las entrevistas y del iluminador testimonio que ofrecen Tebas, de Maysel Bello y Luis Alejandro Méndez; Rara avis «El caso Mañach», de Rolando Rosabal; ¿Grandes ligas?, de Ernesto Pérez; y Los que faltaron, de Eric Mendilahaxon, cuatro documentales dedicados a recorrer el pasado más o menos reciente de la cultura y el deporte cubanos, a partir de la conversación «con la cámara» y el material de archivo.
El contrapunto y la reflexión de un funcionario de la cultura y un creador; la investigación sobre el controvertido ensayista Jorge Mañach y su época; la crítica directa al machismo imperante en el béisbol, y el examen de los puntos dudosos en la biografía deportiva de Pedro José Rodríguez, cuarto bate del equipo Cuba, son el núcleo que imanta la atención de cualquier espectador en estos cuatro testimonios conspicuos, demostrativos y poderosos.
Otro falso documental, ficción construida con fotos y escuetos fragmentos de realidad muy manipulada, es Alina, 6 años, en la cual Milena Almira ha decidido burlarse abiertamente de la retórica tremendista que rodea al tema del abuso sexual, desde el letrero inicial que anuncia la inspiración del filme en hechos reales. Con unas cuantas fotos de la propia realizadora cuando era niña, y la manipulación dramática de las mismas mediante efectos de cámara y el apoyo narrativo, dramático, de la voz en off, Almira desarma en unos cuantos minutos toda la mitología concerniente al poder de verismo y reflejo exacto de la realidad que acompaña al llamado séptimo arte, y termina concluyendo su brevísima obra con un dejo pesimista, medio impúdico, pero profundamente axiomático: el cine no es más que la mentira, 24 veces por segundo. Y no deja de violentar al espectador semejante revelación, como cuando alguien nos golpea con un pantallazo de certezas que asesinan a mansalva nuestros más cómodos, antiguos y dorados mitos.