Veinte años cumplió el festival La Huella de España. Años en que ha permanecido intacto el interés y el compromiso. Y es que sin interés, sin ese aliento mínimo que remueva las tradiciones y empuje luego a la acción, las huellas del arte se borran una vez que se apaga el entusiasmo. Porque tampoco nada persiste sin la fidelidad y el desprendimiento de los que veneran el altar de la cultura.
Creado para rendir culto a una herencia de siglos, este evento también ha servido, a lo largo de las últimas décadas, para mostrar con orgullo la transformación del carácter hispano en una isla del Caribe. Sus fundadores comprendieron desde el inicio que las costumbres no son estáticas, que estas se transmiten de generación en generación gracias, sobre todo, a la mezcla, a la variedad y naturaleza de sus raíces; al alcance de estas en el tejido social y espiritual de sus cultivadores.
La semana pasada tuvo a España como protagonista en los principales escenarios de la capital. O mejor, a los seguidores de su arte más legítimo en este país. Por el Gran Teatro de La Habana pasaron los artistas que ahora mismo mejor validan la importancia de la herencia española en la expresividad del cubano. La danza y la música fueron manifestaciones privilegiadas. A través de sus formas el público habanero asistió a espectáculos cargados de gracia y buena energía. Fue una fiesta.
Por todo lo anterior, nada como una tarde de domingo en el propio coliseo de Prado para clausurar un acontecimiento de estas dimensiones. Los flamencos le cantan a Lorca, un breve pero intenso montaje de la Compañía Ecos, abrió el telón. Los cálidos versos del poeta español más apreciado en Cuba, fueron cantados por un artista que se ganó la platea: Curro Albayzín. Entre taconeos y palmas, se escucharon hermosos fragmentos de esas cartas suyas en donde propala las bondades de una tierra que lo recibió con exaltación. Y aunque los presentes esperaron más baile, menos contención en las danzas, la selección de Danny Villalonga inspiró al resto de los convidados.
Más tarde, en proscenio, los muchachos de Cantoría Vocal Sine Nomine, una rara avis en esta modalidad que va subiendo como la espuma, complacieron a todos con alegres tonadillas y canciones de la trova tradicional nuestra. Todo parecía estar listo para la explosión que vino después. El Ballet Español de Cuba, acompañado por la Orquesta del Gran Teatro, subió la parada con su especial suite de El sombrero de tres picos. Al ritmo vertiginoso de la música de Manuel de Falla, tres cuadros bailables se sucedieron con igual brío. La destreza técnica de su solista masculino arrancó merecidos aplausos. La cadencia y precisión de esa soberbia bailarina llamada Irene Rodríguez arrastraron al frenesí. Esa trepidante danza final montada por ella demostró que está preparada para empeños mayores.
Tras un breve intermedio, llegó el plato fuerte de la jornada: el nuevo estreno de Alicia Alonso con el Ballet Nacional de Cuba. Pocas veces este festival ha tenido tal privilegio. El hecho de que una artista de la talla de Alicia, promotora apasionada de cada una de sus ediciones, proponga cerrar con una coreografía suya, ya es más que un premio al esfuerzo de sus organizadores y un delicado presente a su público más fiel.
Serenata goyesca era el título. Un acto y tres escenas, su estructura. Partiendo de las sugerencias melódicas que le prestara el Concierto serenata para arpa y orquesta del célebre compositor Joaquín Rodrigo, Alonso hilvanó una pequeña fábula sobre el amor y sus escenarios urbanos más pintorescos. En su apoyo acudió Goya. La recreación plástica de una aldea española lograda por el diseñador Erick Grass, siguiendo el pulso del gran pintor en su etapa costumbrista, fue sencillamente magistral. El acabado de los telones y la exaltada policromía de los trajes —si bien parecen más hechos para lucir a la luz del día— denotan cuidado e imaginación. La atmósfera tierna del anochecer vino en forma de faroles. Al tiempo que se encendían, los colores pasaban a tonos suaves, vaporosos. Majas y majos aprovecharon el ambiente para sus citas furtivas. La mañana irrumpió desafiante y la plaza se contagió nuevamente de música y danza.
Es cierto que hay detalles que pueden revisarse para próximas entregas. En lo particular, no me pareció muy necesario que el farolero surcara frenético la escena poco antes del alba. Como también uno se queda con ganas de seguirles los pasos a ese mocerío que celebra sus pasiones al amparo del sol ardiente. El jolgorio se diluye demasiado pronto. Pero ello no hace mella significativa en una pieza que propone, por encima de remilgos vanguardistas, ilustrar con buen gusto una partitura sublime, llena de acordes majestuosos. Allí está la mano de una coreógrafa que sabe como pocas armar composiciones brillantes, armónicas y atractivas; allí está desplegado su ingenio a la hora de darle a cada intérprete un motivo, una historia que contar. Bailarines muy jóvenes asumieron el reto con holgura y encanto, y eso se agradece siempre.
La Huella de España volvió a conquistarnos.