Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Con el alma en las manos

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Así se nombra el nuevo fonograma del destacado pianista cubano con el que acaba de ser nominado en las categorías de  Solista concertante y DVD Espectáculos para competir en la Feria Internacional Cubadisco 2008

Como un niño genio, ya Frank Fernández, «el poeta del teclado», tocaba el piano de oído, algo que pudiera sonar a exageración, pero es tan cierto como que acaba de ser nominado en dos categorías: Solista concertante y DVD Espectáculos, por su fonograma Con el alma en las manos, el cual competirá en la Feria Internacional Cubadisco 2008, que tendrá lugar del 17 al 25 de mayo venidero.

Y no obstante, aunque vale el asombro, quienes conocen el notable virtuosismo del importante instrumentista cubano confirmarán el increíble hecho, incluso sin haber sido testigos del suceso en el Mayarí donde nació esta figura cimera de la cultura cubana, que el próximo enero arribará a los 50 años de vida artística.

«Hace dos o tres años fui a Santo Domingo a ofrecer un concierto —comenta provocado por este redactor—, y en el programa de mano aparecía ese dato. Entonces, una señora que estaba en el público se llegó hasta el camerino para decirme: “Ahí hay una equivocación. Yo era muy cercana a su familia, por eso sé que usted empezó a tocar el piano a los tres”, a lo que le comenté: Mire, la verdad es que tengo poca información que atestigüe eso, y como fue Mozart quien se inició a esa edad, prefiero quedarme con mis cuatro, que ya es bastante».

Foto: Freddy —Frank, después de terminar el nivel medio de piano decide venir hasta La Habana. ¿Qué edad tenía entonces?

—Vine con 14 años, salí detrás de los barbudos que pasaron por Mayarí —eso significa que ya son 49 años de vida artística. Intenté entrar al Conservatorio de Música Amadeo Roldán, pero no me lo permitieron, porque no vieron suficiente preparación o talento en mí. Entonces, traté de encauzar mi vocación y me presenté en el programa de José Antonio Alonso. Luego me puse a trabajar, durante un año, en clubes o en espacios como el lobby bar del St. John’s y el Karachi; etapa que concluyó en el Monseñor, donde compartí el escenario con Bola de Nieve durante dos meses.

«Cuando vi tanta complacencia —ganaba 800 pesos mensuales—, sospeché que mi aspiración de ser concertista no estaba muy acorde, fundamentalmente, con ese horario nocturno de trabajo, y me dije: me parece que tanto dinero y tanta facilidad no van a proporcionarme el resultado artístico que anhelo, de modo que retorné a Mayarí. A mi regreso a La Habana ya me admitieron como profesor ayudante y alumno del Amadeo Roldán, donde estuve, por seis años, bajo la tutela de mi querida maestra Margot Rojas, quien me preparó para que ganara el premio del primer Concurso UNEAC, gracias al cual llegué al Conservatorio Tchaikovski, de Moscú, para realizar mis estudios superiores con el notable pianista y Profesor Emérito, Víctor Merzhánov».

—Cuando se refiere al Conservatorio Tchaikovski, donde se graduó con Summa cum laude, los ojos le brillan...

—Si no llego a encontrar a Margot Rojas, quien fue alumna de Alexander Lambert, discípulo a su vez de Franz Liszt, el más encumbrado pianista del XIX, no hubiera podido ser un atento y sediento receptor de toda la sabiduría del siglo de oro del piano, que ella me transmitió. Sin embargo, poder estudiar en la escuela de piano más fuerte que existe —un ruso puede ser más o menos artista, pero jamás un aficionado—, ponerme en contacto con ese poderío de técnica y virtuosismo imprescindible para abarcar cualquier obra por complicada que esta sea, solo es posible gracias al Conservatorio Tchaikovski de Moscú.

«Mira, yo soy producto de tres pilares fundamentales: la gran escuela de piano rusa, la influencia del siglo XIX recibida a través de mi maestra Margot, y el contacto con los grandes músicos de la música popular, primero en Mayarí y más tarde aquí con músicos de la talla de José Antonio Méndez, Elena Burke y otros tantos a quienes acompañaba al piano. Eso, más que un medio de vida, se convirtió en una gran escuela difícil de clasificar, pero escuela al fin».

—¿Piensa que de haberse quedado en Mayarí hubiera sido el pianista que es hoy?

—Es evidente que en Mayarí era prácticamente imposible que yo hubiera podido desarrollar una carrera: en primer lugar porque de ningún modo hubiera podido alcanzar una formación con la calidad de la que recibí en el Conservatorio Amadeo Roldán, con Margot Rojas y con otros importantes maestros. En Mayarí mi mamá era lo máximo —y nunca estaré suficiente agradecido de ella y del resto de la familia—, pero su preparación académica que descansaba más en su talento, en su notable sensibilidad, que en sus profundos conocimientos, no era de clase mundial. Y claro, todo es una cadena, pues por consiguiente no hubiera podido llegar a ganarme el premio, ni la beca, ni a encontrarme con Merzhánov, etc., etc.

«Quiero aprovechar esta oportunidad que me estás brindando para llamar la atención de los lectores y felicitar de corazón a esos artistas que quizá no sean tan famosos, pero sí extraordinariamente buenos, a pesar de vivir en el exterior de La Habana, y, sobre todo, a los que han podido ganarse un nombre internacional, lo cual es una heroicidad doble.

«¿Quién lo duda? Es maravillosa la actitud de los organizadores del Festival Internacional de Cine Pobre al decidir hacerlo en Gibara; de Adalberto Álvarez que tiene el Festival del Son en Santiago de Cuba y Eliades Ochoa el de la Trova; o que en mi pueblo se desarrolle el Festival de Son, el más antiguo de su tipo en Cuba, pero son hechos aislados. La rutina diaria no tiene ese nivel de altura. Esa no es la media que se mantiene. La realidad es que el mayor nivel de información está en la capital. Y eso para el desarrollo artístico es imprescindible. El fatalismo geográfico sí existe».

De lo culto a lo popular

—Según la crítica especializada, se encuentra entre los cinco pianistas clásicos de hoy más significativos del mundo. ¿Por qué entonces «atormentarse» con la composición?

—No es que me haya propuesto la composición como una meta, la composición surgió como una necesidad espiritual, como una búsqueda del placer estético. De hecho, no compongo diariamente, no lo tengo como un ejercicio. Eso solo lo hago con el estudio del piano: me levanto y después de asearme —a veces, incluso antes de desayunar—, me siento en el piano a trabajar para conservar los reflejos motores que suelen ser muy escurridizos.

«Afronto la composición cuando alguien me lo solicita y, algunas veces —muy raras veces—, si aparece como una necesidad propia. Entonces, vengo al estudio y grabo. Ahora mismo me han propuesto algo maravilloso que, desde hace 25 años, he tratado que se haga. Se trata de componer la música para 20 capítulos que se realizarán inspirados en Frank País, cuya vida me fascina y he conocido bastante, gracias a las muchas anécdotas que me contara alguna vez mi querida amiga Vilma Espín. Imagínate que me pusieron el mismo nombre que a él. Ambos somos orientales y él también fue músico, un hombre con una notable sensibilidad artística.

«Mientras converso contigo estoy oyendo el piano de Frank País, esa canción perdida que él compuso y recuerdan sus íntimos, pero de la que no se tiene ninguna información, y sin embargo, siento la sonoridad en mi cerebro y en mi oído. Aunque no soy un practicante religioso, intento hacer un acto de media unidad para ver si su espíritu me comunica algo, y eso es fascinante. Pero componer no es una meta, no es una ambición, es simplemente una búsqueda de placer estético».

—Ha compuesto más de 650 obras, resultado que atribuye más al oficio que a la inspiración. ¿Es que no confía en las musas?

—Sí creo en la inspiración, lo que no le concedo el enorme peso de otros compositores quienes dependen solamente de ella. Como Edgar Allan Poe pienso que el talento es sudoración, sudoración, sudoración. La vida ha demostrado que de nada sirve tener talento en demasía si falta disciplina, espíritu de sacrificio.

«Claro que acepto que existe la inspiración; en La Gran rebelión hay piezas, como el Tema del amor, que fueron compuestos en un momento de inspiración. Tema del amor salió en diez minutos. Ahí estaba la musa. Pero sucede que para esa misma película escribí cerca de una hora de música, y la inspiración no se apareció mucho más. Por eso digo: si llega la inspiración que me sorprenda trabajando».

—Algunos se empeñan en establecer los límites entre la música culta y la popular, pero usted constantemente los hace desaparecer, como cuando produjo ese disco memorable que es A Bayamo en coche...

—Esa ha sido unas de las cosas más hermosas que me han sucedido. Se grabó no sé si gracias a los espíritus que protegen a Adalberto, o a los ángeles, arcángeles y el pensamiento de mi madre que me cuida y me permite ayudar a que el mundo sea más bello, cuando apoyo a un gran músico para que su obra sirva para el disfrute de todos.

«Estábamos en un seminario en Santiago de Cuba, un encuentro interesantísimo donde participaban músicos, musicólogos, periodistas, expertos de una industria musical en ciernes —algún día cuando se desarrolle seriamente será una mina de oro para el país—, y se discutía con fuerza si el son se había ido de Cuba o no. A mí me pareció muy estimulante esa discusión que se tornara bizantina, pero pensaba que había que hacer algo para resolver el problema. Entonces, cometí una indisciplina: me fugué del seminario y me dirigí a Santa Úrsula, uno de los focos culturales de Santiago de Cuba donde, por casualidad, ofrecía un conciertazo el Conjunto Son 14, la agrupación que no hacía mucho había creado Adalberto Álvarez.

«Supe que Adalberto era el hombre que precisaba, apenas oí aquel sonido impresionante que salía de la tierra. Como si fuera poco estaba frente a un compositor de puntería, lo que se evidenciaba en temas tan rotundos como Calle Enramada, Se quema la trocha, El son de la madrugada, A Bayamo en coche...

«No tengo que decirte que sentí la imperiosa necesidad de ayudarlos, así que hablé con las once mil vírgenes, y A Bayamo... no solo se convirtió en el disco de la música cubana más reproducido en el mundo, sino que acabó con aquella discusión teórica. Antes de ese momento habían grandes aportes como los que había hecho Revé, como la creación de Van Van, Irakere con Chucho, pero ese disco marcó un antes y un después en la música popular cubana».

—Se dice que usted es el único miembro de la Nueva Trova que no canta...

—Llegué de Moscú, de aquella academia rigurosa de altísimo nivel donde tanto había profundizado en los clásicos universales: Tchaikovski, Chopin, Liszt, Beethoven, Rachmaninov..., con una gran necesidad espiritual: reencontrarme con mi niñez, con la trova tradicional, y me topé con Silvio, Pablo, Noel, Vicente, Sara..., quienes, al igual que yo, estaban en la búsqueda de una canción de mayores valores estéticos, que fuera crónica cotidiana pero no panfleto. Era lógico que hiciéramos tierra.

«Fue el entonces Ideológico del Buró Nacional de la UJC, a quien me vincularon porque en Moscú yo era el jefe de Cultura de los estudiantes cubanos, el que me contó que Silvio acaba de hacer una canción muy controvertida, Resumen de noticias, y le pedí que me lo presentara. Nos conocimos en la casa de mis tíos en Santos Suárez, donde yo vivía, y resultó un encuentro inolvidable. Recuerdo que toqué la Sonata Aurora, de Beethoven, y él me cantó unos cuantos temas maravillosos entre ellos Resumen..., y cuando terminó esa canción fuerte, airada, con cierta rabia, pero que a mí me parecía magnífica y casi prudente, se lo hice saber. Pienso que eso nos unió mucho, así como nuestro amor común por la música clásica que él respeta y quiere.

«Del mismo encuentro salió, no recuerdo cómo, que yo lo ayudara en la grabación de su primer disco, Días y flores, del cual soy el productor. Después vino Rabo de nube, Causas y azares... En Unicornio aparezco en algunos arreglos y en los Trípticos hay varias cosas mías...

«Es justo decir que Silvio fue al primero que conocí, pero después vino Pablo. Asimismo sucedió con Sara y Vicente un poco más tarde. A Pablo le hice un arreglo para voz y coro de Hombre que vas creciendo y lo acompañaba al piano cada vez que nos reuníamos. La Victoria fue una canción que le solicité a Sara cuando dirigía espectáculos; al igual que Girón Preludio, de Silvio; a Amaury Pérez le hice los primeros arreglos de su vida; el Te perdono clásico de Noel Nicola es con arreglo mío; a Vicente Feliú como a Nuestra América les produje discos; estuve en la formación del grupo Manguaré... Fueron años muy intensos. No obstante, mi vínculo con la Nueva Trova llega hasta hoy día. Santiago Feliú y Carlitos Varela son como sobrinos míos. Este último no hace mucho me emocionó cuando dijo que lo único que sentía era que su generación no tuviera un Frank Fernández».

Elegguá de la música

—Frank, ¿se requiere de un aprendizaje anterior para poder asistir a los conciertos de música clásica y disfrutar de ellos?

—Lo único imprescindible es tener sensibilidad. No voy a negar que si nunca antes has escuchado música clásica el encuentro en un primer momento pudiera ser un poco drástico, pero eso sucede con cualquier expresión del arte si no has sometido tu cerebro a un entrenamiento. Sin embargo, la música tiene la virtud, como lenguaje universal que es, de comunicarse muy fácilmente con la gente. De eso me convenzo cada día, pues asisten muchos jóvenes a mis conciertos, quienes me han confesado que no venían porque pensaban que era música de muertos, música aburrida, y que a ellos lo que les gusta es el rock, el son y el reguetón. Así y todo, yo garantizo que hasta quien es incondicional del reguetón puede disfrutar de Tchaikovski y de Beethoven, porque no en balde esa música ha trascendido y trascenderá. Cuando algo se convierte en clásico, en paradigma, es porque tiene los valores suficientes para ello, eso no es un cuento de camino, es una verdad histórica, un axioma. Cuando no vas al teatro no es Tchaikovski quien pierde, sino tú.

—Sus alumnos fueron los primeros en ganar premios internacionales sin haber estudiado en Estados Unidos o Europa. ¿Es por ello que se afirma que es el creador de la escuela cubana contemporánea de piano?

—Desde Ignacio Cervantes, que nos trajo los conocimientos que aprendió en París en el siglo XIX, empieza a conformarse un modo de tocar diferente. Desde Cervantes hasta nuestros días existieron montones de destacados maestros que fueron formadores definitivos de eso que ahora se llama escuela cubana de piano, pues aunque sea joven y no tenga la solidez y maestría de la escuela rusa ni la francesa, existe una acumulación de conocimientos, una metodología de la enseñanza y una forma de tocar que son perfectamente identificables, lo cual nos otorga ese derecho.

«Maestros como Cecilia Aristi, Ernesto Lecuona, Margot Rojas..., consolidaron una obra notable en este sentido, pero no lograron proyectarse más allá de lo local. Antes se decía que para ser laureado internacional había que salir a Europa o Estados Unidos, lo mismo que para alcanzar la maestría. Nadie tenía fe en que nosotros pudiésemos, sin cursos de especialización, de posgrado o superiores.

«Ese es el papel que yo cumplo, pues primero conozco, reconozco, respeto y luego enseño esa sapiencia acumulada. Soy también quien, utilizando esa información mundial que poseo, me afinco en la tradición, y obviamente eso me ha ido calificando y engrandeciendo mis ya bastante buenos conocimientos adquiridos en la escuela de piano rusa. Por eso me propuse, no fue casuístico, que los nuestros triunfaran a escala mundial.

«Así fui conformando una manera de enseñar y logré mi objetivo. Ahí están Víctor Rodríguez, Jorge Luis Prats, Leonel Morales, Elisa Pedroso, Eliazar Herrera, Rodolfo Argudín y muchos más —mis alumnos han recibido 27 premios internacionales. Ante ese resultado vuelve la autoestima, renace la ilusión.

«Actualmente no enseño directamente, solo imparto clases magistrales, pero hay otros grandes maestros como Teresita Junco. Alguien me dijo en broma que yo era una especie de elegguá en la música, pero la única verdad es que amo tanto la música que se han desarrollado mis sentidos, y olfateo rápidamente el talento, además de tener la vocación de querer ayudar a que ese talento se potencie».

—¿Cuáles son los principales problemas que enfrenta hoy la enseñanza de la música clásica?

—Lo principal por lo que debemos velar es porque cuando formemos un músico excelente este encuentre trabajo, ya que a veces terminamos dándoselo al extranjero. Me parece magnífico que la gente vaya adonde quiera, pero si seguimos sin estimular el trabajo de los buenos músicos clásicos jóvenes —y de algunos que ya no lo son tanto—, cada día habrá menos con los que contar. Y alguien tiene que estar en las aulas del ISA, lo cual depende mucho de la prioridad que se le dé a este asunto, porque ha producido un bache, indudablemente.

«Efectivamente, deben enseñar los mejores artistas, pero para ello hay que crearles condiciones y no estar pensando que si tienen que llenar 45 planillas y que si es bajo el techo docente. Hay que comprender que la enseñanza del arte es lo único que seguirá siendo transmisión persona a persona, no se le puede enseñar la técnica y el rigor interpretativo a cinco personas al mismo tiempo, no se trata de repartir diez naranjas, dos por cada uno. En el arte eso no funciona».

Interioridades

—Frank, ¿recuerda todo lo que dice?

—No exactamente, ustedes los periodistas, que son personas muy inteligentes, tienen la incómoda costumbre —sobre todo los buenos— de chequear lo que uno dijo hace 15 o 20 años...

—Pero es algo reciente...

—No sé si es que lo hacen para demostrar que el entrevistado ya tiene Alzheimer o para saber si uno es mentiroso (ríe). El hecho real es que hay cosas fundamentales que no olvido, y si me vas a preguntar sobre esas, no voy a fallar.

—En un programa de televisión hizo una reflexión sobre los críticos que no sentó muy bien...

—La frase que utilicé ante una pregunta que me hicieron sobre el tema pertenece a José Martí: quien a crítico se dedica es porque artista no puede ser, o algo parecido. Confieso que es injusto ser absolutos. Cualquier forma de absolutizar es torpe, porque se corre el riesgo de la injusticia. Sin embargo, también es cierto que, históricamente, una buena parte de las personas que se dedican al ejercicio de la crítica caen con frecuencia —sobre todo cuando empiezan a sentirse importantes—, en el error de pensar que son más trascendentales que lo que critican. Yo recuerdo las críticas de Mirta Aguirre. El análisis que hizo de Sor Juana Inés de la Cruz en Del encausto a la sangre, es una genialidad. Siento un gran respeto por los escritores y periodistas, pero los que se dedican exclusivamente a la crítica incurren a veces en dos extremos: hablar para escucharse a sí mismos y así sentir el secreto goce de que saben mucho; o hablar mal, ser cáusticos o irónicos, para hacerse muy polémicos y, de paso, ser famosos. Lo triste es que cuando no se hace una crítica con generosidad de corazón, se descubre. Respeto muchísimo a quienes se dedican a la crítica, son honestos y tienen nobleza de corazón, así como el valor de decir las cosas negativas que ven, pero también de reconocer las positivas. Ante ellos, me quito el sombrero.

—En sus cerca de 50 años de vida artística, no todo ha sido color de rosa, pues usted ha sido intervenido quirúrgicamente en ocho ocasiones. ¿Cuál es la razón?

—Esas ocho operaciones de los huesos están entre dos aguas: una patología, una artrosis juvenil que apareció después de los 20 años, al tiempo que también hay mucho de enfermedad profesional. Por esa razón he tenido que enfrentar mi carrera aguantando el dolor; dolor con el cual he tenido que aprender a estudiar. ¿Te imaginas tener que reflejar con la música un campo, una noche de luna, un estado de placer y de felicidad..., y que te esté doliendo la cervical, que es uno de los dolores típicos de los pianistas? Padecí una epicondilitis bilateral que cuando se opera conlleva a que, generalmente, el intervenido no pueda tocar después el piano, pero mi doctor, Pablo Pérez, hizo posible no solo que pudiera seguir, sino que a partir de entonces tocara mejor. Sin embargo, nadie sabe cuánto dolor he tenido que aguantar para poderle brindar un poco de felicidad a la gente. No obstante, ha valido la pena, me hace muy feliz cuando alguien me dice: me emocionó su música, me gustó, me hizo sentir diferente, lloré esa tarde en el teatro... Cualquiera de esas expresiones me hacen sentir que mi vida ha sido útil.

—Me fijo en sus manos y son pequeñas; sin embargo existe el mito de que no son así las que debe tener un buen pianista...

—Hay muchas fantasías sobre las manos de los pianistas, las mías son de dedos cortos, pero con una región del carpo muy ancha. Cuando lees un libro titulado Las manos de los pianistas, de un maestro húngaro, y vas por la mitad, te echas a reír, porque los grandes pianistas han tenido manos de todo tipo y tamaño: dedos largos, dedos cortos, dedos torpes incluso, porque yo creo que el desarrollo de la técnica no está en las manos, sino en las neuronas. Hay mucho del cerebro y mucho del corazón, cuando uno pone el corazón en las cosas y se posee un poco de talento, la mano no es más que un pedazo del cuerpo.

—En el pasado mes de marzo tocó en el Amadeo Roldán acompañado por la Orquesta Sinfónica Juvenil. ¿No es eso demasiado arriesgado para usted?

—Sí tiene sus riesgos, sí que es difícil, pero el mayor riesgo está en que los jóvenes te pueden sacar un susto tremendo. La grabación evidencia que tocaron con una vitalidad, con una energía y con una escuela que muchas orquestas sinfónicas de Cuba y de Latinoamérica quisieran, y es una orquesta de estudiantes. Ellos halagaron y agradecieron mi presencia, pero quien más ganó fui yo, porque después de los 60 años, compartir una idea artística, emociones, con jóvenes cuya edad promedio es de 20 años, fue una transfusión de sangre, de amor, extraordinaria.

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