Con legítima modestia se sonroja cuando aseguran que la vieron en la portada de la prestigiosa revista Danse Light Magazine. Merecedora de innumerables distinciones, premios y reconocimientos
Al parecer, Anette Delgado nació para ser la primera en muchas cosas, como si no bastara con tener que lidiar día y noche con su genuina timidez. Por eso no puede evitar sonrojarse cuando alguien le asegura que vio su hermosa imagen de bailarina clásica en la portada de la prestigiosa revista Danse Light Magazine, después que los expectantes parisinos abarrotaran el Grand Palais para ver el Giselle, coreografiado por Alicia Alonso, y que se estrenara justamente en la Ópera de París. Tiempos después su fotografía volvería a ser centro de la publicación gala, solo que esta vez la Delgado aparecía como la Kitri de Don Quijote.
Pero es que también Anette fue la bailarina escogida por el gran Julio Bocca para que lo acompañara en su despedida de El lago de los cines; la misma muchacha que tuvo la responsabilidad de representar a la Isla en el XVII Concurso Internacional de Ballet de Varna, tras 11 años de ausencia de los cubanos, que antes habían hecho historia en Bulgaria. Esta joven artista, merecedora de la Distinción por la Cultura Nacional, sería, además, la primera Medalla de Oro del I Concurso Internacional de Academias de Ballet de La Habana. Y este motivo, junto a su impresionante quehacer como primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba, ha conllevado que hoy, al lado de figuras como los maestros Fernando Alonso y Ramona de Saá, integre la selecta nómina del jurado del afamado certamen, en su décima edición.
Y no obstante, aunque a muy temprana edad el ballet se convirtió en el centro de su vida, no fue un arte que se le diera así de fácil. Ella estudiaba gimnasia rítmica en la Isla de la Juventud, pero un buen día sus padres la llevaron a ver una función del BNC que la hipnotizó.
«Tenía ocho años, pero no he podido olvidar que, además de un fragmento de Las Sílfides y de Don Quijote, subió a la escena Muñecos, de Alberto Méndez, interpretado por Ana Leyte. Cuando concluyó la presentación, ella me regaló un par de zapatillas con el que llegué como poseída a mi casa. Ver ese pas de deux me hizo saber que quería ser bailarina».
«Claro, no era tan sencillo. Se lo dije a mis padres, pero mi papá estaba de servicio como médico en la Isla, donde no existe escuela de ballet. Y no obstante, decidieron cambiar sus planes para que hiciera las pruebas en La Habana. Así y todo, mi mamá al principio no quería. Ella había estudiado algo de ballet y lo había abandonado, trabajaba en el BNC, y sabía que era una carrera de mucho sacrificio, que sería una vida entregada esencialmente a eso y no lo quería para mí. Pero insistí tanto que no le quedó más remedio que darse por vencida», hace memoria ahora Anette.
«Entré casi de última a la Escuela Elemental de Ballet Alejo Carpentier, donde empecé dando clases en la “noctura”, como se le llamaba a la sección que iniciaba alrededor de las cinco de la tarde y terminaba a las diez y media de la noche. Esos cinco años de L y 19 fueron muy difíciles en mi carrera, sin embargo me alegra que haya sido así, porque eso me obligó a trabajar muy duro, sin tener tiempo para pensar en las cosas que por lo general les interesan a los niños de mi edad. Por la mañana tenía escolaridad en otro centro y después, inmediatamente, ballet. Y no obstante, era tan feliz...».
—¿Por qué esta etapa fue tan complicada en tu preparación?
—Es que después de tantos sacrificios hubo un momento en que pensé que se me acababa la vida. Todavía en tercer año yo era muy chiquita, la más pequeña de mi grupo, y algunos profesores conversaron con mis padres, porque pensaban que lo mejor era que me sacaran de la escuela, pues no veían en mí a una futura bailarina. A lo mejor no reunía todos los requisitos que se exigían. Tú sabes que en ese instante se valoran muchas cosas: extensiones, empeine, salto, demiplie... Mis padres me sentaron y hablaron conmigo con inteligencia y mucho tacto —estamos hablando de una niña de 11, 12 años—, para tratar de convencerme de que podía elegir otro camino. Mas yo les aseguré que quería seguir, que quería ver por mí misma si podía o no podía.
—¿Cómo lograste superar ese escollo?
—Con mucho trabajo, yo misma me asombro, porque que una niña de esa edad tomara esas decisiones... Pero en aquella época solo existía el ballet para mí, no había espacio para otra cosa en mi cabeza. Y me esforcé el triple en comparación con el resto de mis compañeras. Me pasaba todo el tiempo estudiando videos, viendo cómo podía arreglar este paso o el otro, y recibí no poco apoyo. Además de otras maestras de L y 19 que sí confiaron en mí, me ayudó mucho Ana Lobé, que formó parte del BNC, y quien en las tardes me daba clases para que pudiera superar poco a poco mis deficiencias. Había decidido llegar hasta el final, si suspendía el pase de nivel no habría nada que hacer, pero no podía quedarme con la duda de qué hubiera pasado de haber continuado. Y bueno, mira, aquí estoy.
—No es la primera vez que sucede algo así...
—Porque no solo lo he demostrado, creo que hay muchachos «limitados» que al final llegan más lejos que aquellos que lo tienen todo, porque para qué esforzarse si siempre les salen las cosas, y no van más allá, mientras que a los que les cuesta se ejercitan día a día. Estos últimos son quienes se convierten en verdaderos bailarines, porque el éxito en esta carrera no solo depende de las cualidades físicas y técnicas, sino también de gustarte mucho y de entregarte con tesón, sin desfallecer.
—Pero después de ese período, Anette apareció en la ENA y en festivales...
—Sí, y se lo agradezco con el alma a mi maestra Ramona de Saá. Ella fue un día a L y 19, mientras cursaba el quinto año para ver a las muchachas, antes del pase de nivel. No olvido que estaba en el aula con su hija, Margarita, a quien le dijo: «esta joven tiene posibilidades, vamos a trabajar». Y ella le contestó, sí, pero es muy chiquita —ellos querían que repitiera un año más. Pero Ramona (Cheri) se mantuvo en su propuesta: «No, vamos a probarla. Que vaya al pase de nivel y veremos qué sucede».
«En verdad no tenía planeado ir, pero me presenté y fui el primer expediente. En lo adelante, Cheri depositó una confianza inmensa en mí. Me trabajó mucho y, de repente, estaba haciendo roles de solista, mis primeros pas de deux, y participando en concursos y festivales, hasta que llegué al afamado concurso de Varna: un gran reto.
«Cuando nos dieron la noticia fue un poco estresante, porque pensábamos que sería imposible igualar el nivel de quienes nos antecedieron. Es más, estábamos convencidos de que no cogeríamos medalla. Algo sí estaba muy claro en nosotros: había que bailar y bailar bien, porque formábamos parte de la Escuela Cubana. Sin embargo, aunque Yosvani Ramos y yo arribamos tarde, pues estábamos en un encuentro de academias en Italia, nos llevamos la medalla de plata y el premio a la mejor pareja.
«Éramos puro nervio. Recuerdo que estábamos maquillados, listos en la pata del teatro para salir a bailar, cuando la maestra nos dijo que nos habían dejado para la jornada siguiente. Fue como un cubo de agua fría, pero al otro día bailamos con muchos deseos y el resto ya lo sabes.
«De Varna retornamos a Italia para cumplimentar las funciones que nos quedaban pendientes y a nuestro regreso me incorporé al Ballet Nacional de Cuba, justo en un año de Festival Internacional de Ballet de La Habana. La gente de mi grupo ya llevaba un tiempo en la compañía, pero yo no sabía qué hacer, hasta que poquito a poquito fui adaptándome a mi nueva casa».
—¿Cuándo aparecieron los papeles importantes?
—No puedo situar la fecha con exactitud, lo que sí te puedo decir es que desde que llegué tenía a los profesores atentos a mí. Josefina Méndez, por ejemplo, me veía por los pasillos y me preguntaba: ¿por qué no estás practicando? Siempre me obligaban a entrar a los salones, porque, con mi pena, tendía a apartarme. Aunque siento que desde un principio se habían fijado en mi labor, me alegra haber empezado por abajo, primero por cuerpo de baile y luego como corifeo, porque cuando asumí el papel principal de un ballet conocía perfectamente la trayectoria. Lo primero grande que interpreté fue justamente La fille mal gardée, la misma obra con la cual había competido en Varna. La compañía estaba de gira por España y compartí el escenario con Svetlana Ballester. Ella lo hacía un día y yo otro con Rolando Sarabia (padre). Después vino Cascanueces.
—¿Te sorprendió el ascenso a primera bailarina?
—Bueno, después de haber sido ascendida a corifeo me contrataron dos años en el Joven Ballet de Francia, lo que representó una experiencia significativa, pues me permitió descubrir otra escuela. Esa etapa me enfrentó a los contemporáneos, que me ayudaron a saber dominar mi cuerpo, a moverlo con control. Cuando volví al BNC lo hice nuevamente como cuerpo de baile. No obstante, me estrené en El lago de los cisnes, lo que no me lo podía creer. Luego pasé a bailarina principal. Fue un salto muy alto. A partir de ese momento, asumí los diferentes roles. Ya sabía que, en cualquier momento, llegaría el nombramiento de primera bailarina. Pero igual, cuando en abril de 2005 me dieron la noticia, el alegrón fue inmenso.
—¿Algún rol que si pudieras rechazarías?
—Una vez me dieron a hacer la mujer de Bodas de sangre, es un ballet que a mí me encanta y disfruto cuando lo veo, pero no estaba en mí. Los primeros ensayos fueron traumáticos, porque ese baile español, ese taconeo, no estaba incorporado, y no lograba cogerlo. Quizá era un problema más de la mente que del cuerpo y el tiempo de preparación había sido escaso. Siempre he rezado para que no me lo den y así ha sucedido. Otro que me dio un poco de temor fue Diana y Acteón, porque es un pas de deux muy fuerte técnicamente, que hay que bailar con fuerza, y mi baile es más lento, más suave, yo soy incapaz de hacer brazos bruscos, me cuesta... Sin embargo, lo saqué, pues lo que me hace salir adelante es sentirme retada.
—Hablabas del taconeo, pero ¿cuánto se sufre en puntas?
—Uno empieza a trabajar en eso sobre todo en la ENA. Es complicado, pero es una técnica que se aprende, aunque se sufre mucho porque vamos en contra de la naturaleza al estar el cuerpo apoyado encima de los dedos, y las uñas se lastiman, salen los callos... Por suerte no soy de ampollas, pero sé de muchachas que sí, y bailar con ellas es un dolor que nadie imagina. Pero uno se adapta, y a la hora en que estás en el escenario se te olvida. Yo misma he perdido un pedazo de una uña y he bailado. Es increíble, porque termino los ensayos con las lágrimas afuera, sin embargo, cuanto sube el telón es como si tuvieses amnesia. A lo mejor cuando cierran las cortinas estoy tirada en el piso, pero antes lo disfruté desmedidamente.
—Cierra el telón. ¿Algún momento en que hayas sentido una tristeza muy grande?
—Sí, como no. En un El lago de los cines. Justo cuando iba a empezar los fouettés me fui para el lado y salí disparada como una muñeca de trapo. Lo que sentí en aquel momento no se lo deseo a nadie, quería que me tragara la tierra, porque soy muy exigente conmigo misma y no me podía permitir algo así. Tuve que sobreponerme y seguir bailando, quizá por ello ha sido una de mis funciones más aplaudidas. Luego vino Josefina Méndez y me dijo: recuerda que un paso técnico no es una función, es el conjunto, solo tuviste un fallo y eso le sucede a cualquiera. Se valora más que te recuperes a que te quedes ahí pasmada. Todas nosotras hemos pasado por eso.
—Muchas bailarinas alejan la maternidad para no acortar su carrera. ¿Ese es tu caso?
—Desde que tenía 15 años pensaba que mi primer bebé lo tendría a los 28. Mira, en el ballet quizá eso sí sea algo que nos distinga de las otras muchachas, pues por la carrera tenemos que postergar la maternidad o adelantarla (hay casos en que han tenido sus hijos y han continuado sin problemas). Todo depende de cómo salga ese embarazo. En lo personal, estoy loca por convertirme en mamá, pero siento que ahora no puedo parar, porque estoy en uno de mis mejores momentos, y lo quiero aprovechar. Cuando llegue el momento llegará.