Pablo Alonso rebosó una caja con la última cherna, que brincó dos o tres veces en el aire, antes de ser aquietada por un toletazo en la cabeza. A continuación, dos hombres tomaron la caja por las agarraderas de soga, y, después de haberla pesado, la colocaron en el camión. Se abrió un paréntesis cargado de expectación y susto. Las miradas unánimes volaron sobre la costa, luego sobre el mar, para volver nuevamente a tierra. Y, al ponerse en movimiento el transporte, floreció un suspiro de alivio en cada pecho. Habíamos adelantado la descarga del pescado, pese a las ordenanzas, que nos exigían realizarla de noche, y la idea de haber burlado a las autoridades nos colmaba de satisfacción.
La tarde, serena como una rada, bogaba lentamente hacia el horizonte. El sol, muy bajo, mentía la boya ensangrentada de un palangre —un gran palangre de pescar miradas—; el otro flotador era la luna, que asomaba, al fondo de la bahía, entre un bosque de mástiles. El poniente era rojo y sedeño como las agallas de los serruchos y en algunos lugares copiaba el vientre de una concha de nácar.
Un trasatlántico de bandera alemana enfiló el canal. Llevaba a un costado la ballenera oscura del práctico del puerto cual un pez pega a un tiburón. Tras la popa dejaba un ancho embudo de lana impoluta y recién trasquilada. En la cubierta hormigueaban centenares de personas, igual que en el puente de proa, destinado a los pasajeros de tercera. De sus chimeneas, pintadas a rayas rojas, blancas y negras, brotaban espesas columnas grises. Y las portillas, obstruidas por cabezas curiosas, parecían medallones antiguos. La hélice espesó bruscamente el agua muerta de la bahía, haciendo que bailasen rítmicamente los viveros, los botes amarrados cerca del malecón y los guadaños. Los postreros rayos solares arrancaban del agua estremecida, como de las escamas de un sábalo, reflejos áureos y argénteos. Transpuso el buque la línea del Morro y, abriendo en un cayado inmenso su estela, navegó hacia el horizonte sin límites. Pocos minutos después, el falso oleaje del canal había cesado.
—Ya quisiera yo ir en ese —suspiró Manuel Fileiro, un gallego corpulento, bonachón y melancólico, que solía agravar su morriña perpetua interpretando en un acordeón aires de su tierra natal, húmedos de saudade.
—¡Aunque fuera en el cuarto de máquina; eh, Manuel! —ironizó Onofre.
Manuel levantó su mirada ingenua y clara de buey resignado:
—¡Aunque fuese o bodega, cassom’em Deus!
El grumete, con las manos y las rodillas sobre el piso de la cubierta, irguió la cabeza y aventuró una burla:
—Tarás acostumbrao, Manuel. ¿No te trajeron de España en una caja de bacalao?
Ásperas risotadas —risotadas de hombres habitualmente sombríos a quienes la pobreza no había dejado aprender a reír— acogieron la broma:
En su jerga habitual, híbrida de castellano y gallego, Fileiro ripostó:
—Verdade que diz, filo. Apareaus e dispostos pra o deleite chegamos eu e tua madre.
Nuevas risotadas pusieron en el ambiente fugaces rizos de alegría. Luego volvió a gravitar sobre el vivero un silencio hondo y patético, bajo el cual se ocultaba, terrible y viva como un tumor canceroso, la angustia de la miseria.
La atmósfera trascendía un olor de albañal, manso y repugnante. Sobre el agua flotaban espesas manchas de petróleo, irisadas en los bordes y ondulantes como cosas vivas. Semejaban moluscos gelatinosos, que avanzaban lentamente, a fuerza de contracciones. Alrededor de La Buena Ventura, docenas de chernas podridas infestaban el aire. Apuntó, a escasos metros de nosotros, la triangular aleta de un tiburón; emergió después su lomo oscuro. Finalmente, el escualo cayó vertiginosamente sobre una cherna muerta, inflada cual un globo, y se la tragó de un bocado. Un sábalo saltó en el aire como una barra de plata viva. El ferry que pone a La Habana en comunicación con Casa Blanca atravesó, a lo lejos, la bahía. La sirena de un buque que apuñaló el crepúsculo con su mugido sordo y melancólico. Y, como si le respondiera, desenvolvió un chillido agrio la del muelle de la Havana Coal, donde un barco se abastecía de carbón.
—Si esto sigue así, voy a dejar el negocio.
Cornúa, que había empezado a recortarse con una cuchilla las uñas de los pies, no se molestó en responderme, limitándose a mover evasivamente los hombros. Un marinero, espaldado en el trinquete, arrastraba por el malecón una mirada neutral, tan abstraída, que parecía la mirada de un ciego. Con las manos en los bolsillos, su rostro pasivo y su aire de sumisión, concretaba la imagen de la indiferencia. Sobre su cabeza brillaba, a manera de un halo, el resplandor cobrizo de la tarde marchita. Otro, secundado por el grumete, limpiaba la baba de las chernas, que llenaba de jabón la cubierta. Apoyando los muslos contra la amura y doblado por la cintura, arrojaba un balde al mar, lo izaba después, lleno hasta los bordes y, al verterlo, parecía desahogar un resentimiento. Con un movimiento semicircular de los brazos y el busto, abría el agua como un abanico, para que abarcase la mayor extensión posible. Después se volvía, para llenar nuevamente el cubo mientras el grumete, de rodillas, frotaba la cubierta con un cepillo y barría el agua hacia los tragantes.
—Y de to’s maneras, me voy a mudar —le explicaba Manolo Puig a Onofre.
—A mí tampoco me gustó nunca ese solar.
—No, si no es por eso. Es que me han demandao. Ahora, con lo que me toque, me voy a mudar, porque estoy a pique de que me pongan los trastes en la calle. Pero no podré pagarle a nadie. Que se aguanten, ¿no? Después de to, yo no tengo la culpa.
Al fondo del malecón se veían las paredes amarillas de la antigua cárcel, acribillada de ventanas con gruesos barrotes; la trasera verdioscura de algunos edificios coloniales, hechos de cantería; la carpa de un circo y un carousel, instalados en un solar yermo. A la derecha se recortaba el templete conmemorativo del fusilamiento de los estudiantes. A la izquierda, una caseta de Obras Públicas, pintada en gris y con una ancha franja roja en el centro. Un poco más allá una grúa y una aplanadora. Por encima de los edificios espigaban el campanario de la iglesia del Ángel; dos torrecillas de la Catedral y El Mercurio que eterniza una actitud de corredor sobre el palacio de la Lonja de Comercio. A lo lejos, una columna de humo se levantaba recta, cual una varilla de prestidigitador que sostuviera la copa invertida del cielo. Varios chicuelos se bañaban desnudos junto al muelle de la Compañía de Pesca.
*Enrique Serpa (La Habana, 1899-1968). Narrador y poeta que alternó desde muy joven los trabajos para la subsistencia con la creación literaria. Fue tipógrafo, mensajero, zapatero, director de revistas y secretario de Fernando Ortiz. Otra de sus novelas más conocidas es La Trampa, publicada hace unos años por la Editorial Letras Cubanas.