En la instantánea, Julio César Iglesias, como bailarín y coreógrafo de La lluvia... Foto: Pepe Murrieta La lluvia no cae por el viento. Su precipitación arrolladora se debe a otro factor físico más violento que la fuerza del aire: la gravedad. Luego de la evaporación, el agua se enfría y entonces se condensa; o sea, gana peso. Esa es la causa. El viento simplemente contribuye. El viento tan solo ayuda en su caída: la concentra o la diluye, e invariablemente la arrastra. De ahí que una obra que lleve por título La lluvia cae por el viento, lo menos que sugiere es una metáfora: es un alegato al infortunio. Su autor, el bailarín Julio César Iglesias, logró incluirla en la reciente temporada que Danza Contemporánea de Cuba presenta en el Gran Teatro de La Habana. Y qué bien. Porque volver sobre ella, con el beneficio del tiempo y de algunos oportunos arreglos introducidos, permiten precisar, ahora, lo que en su estreno escapó caprichosamente.
Más que caída, lo que apreciamos es arrastre. Seres en contradicción con el destino, con sus destinos. De ahí, probablemente, proceda la idea que confiere alto valor expresivo a la pieza de este joven coreógrafo. Pero mientras el espectador asiste a la función, poco o nada puede hacer para despejar conceptos tan complejos. El bombardeo visual y sonoro lo arrincona y solo más tarde, de camino a casa, es cuando afloran los juicios.
El escenario está al descubierto. Todas las cortinas alzadas, parrillas de luces en lo alto, una pared oscura y despintada al fondo... En resumen, un desorden de miedo. Son escasos los objetos que facilitan la tarea de entrever las intenciones: un sofá rojo y una mesa evocan el entorno familiar. Detrás, vemos una pantalla blanca donde se suceden imágenes de una carretera, de algunos individuos, de un rostro en constante mutación, todas tomadas por una cámara frenética que marcha al compás de trompetas apocalípticas.
Es justo señalar que si bien los audiovisuales ostentan un acabado bastante rústico, en lo que respecta a montaje y a dominio del collage, estos siguen yendo de lo ingenioso a lo fantástico. Coexisten en escena dos planos de exposición igualmente elocuentes: uno performático y otro previamente grabado. En el primero se aprecia a los mismos protagonistas del espectáculo en una suerte de representación paralela, gracias a la magia tecnológica que los registra con soberana inmediatez. En el segundo, hay una especie de alusión a la memoria, a su descomposición, y al reconocimiento de nuestras debilidades mediante una alerta en inglés que indica: «Watch your own risk». Dentro del contexto podría traducirse más o menos así: «Cuídate de ti mismo».
Esa advertencia no es gratuita. La lluvia cae por el viento pretende demoler el sinsentido de la mascarada. Está claro que dentro de uno mismo se esconde, rabioso y pertinaz, ese fantasma injusto de la autodestrucción; la mente es el recodo estratégico para esa batalla entre deseo y realidad, entre lo que se quiere ser y lo que realmente se es —o se puede llegar a ser. El hombre tiene esa extraña facultad de segar su propio destino, ya sea por miedo, ya sea por incapacidad de sobrevolar los obstáculos que la vida le impone. Uno mismo es su estorbo. Así de simple, así de terrible.
Por su parte, el plano performático no es menos locuaz. Mientras los intérpretes bailan, caminan o ejecutan cualquier otra acción, la cámara los inspecciona desde múltiples puntos de vista. Esa visión panóptica (que permite ver todo desde un solo lugar) de los acontecimientos posibilita recrear el concepto de lateralidad, de oblicuidad constante en que se hayan sumergidos esos personajes. Una exclusión que nace de ellos mismos, de la concientización del destino. Esa innegable fobia a desandar caminos con finales conocidos provoca la resistencia con sus múltiples variantes —histeria, mutismo, etc.—, y revela el conflicto base.
En esa línea se puede evaluar al personaje que asume Diana Cabrera cuando filma su rostro, luego de una catarsis interrumpida genialmente desde el punto de vista dramático. Segundos antes, un bailarín se había lanzado a cantar a la manera y con la voz de José José (otra catarsis, por cierto) y el personaje de Julio César, dotado de una retorcida propensión a la castración de los demás, lo acorrala y somete, creando inmediatamente una atmósfera de falsa tranquilidad por donde Diana se desliza como una demente. Ella lo hace porque necesita sosiego; el autor lo aprovecha para dar relieve a su trauma. Como también lo hace, aunque restando énfasis, cuando la muchacha que interpreta soberbiamente Alena León se lanza sucesivamente desde lo alto de una mesa y cae en brazos de alguien que la repone en su sitio.
Aunque la narración es abiertamente fragmentada, Julio César se encarga de hilvanar su fábula por medio de personajes que buscan inconscientemente ser escuchados, analizados —de modo análogo a su anterior propuesta, Restaurante El Paso, que hasta la fecha, y valga el paréntesis, constituye su creación más sólida—, a la vez que complementa con las mencionadas proyecciones audiovisuales. No es una obra que acuda mucho a lo bailable para entablar la comunicación. Su lenguaje es más de situaciones, aunque la danza mantenga su espacio.
Pero es precisamente en ese punto donde la obra se resiente. Hay demasiado margen para la improvisación individual de los bailarines, quienes aportan desde sus criterios —válidos, eso no lo niega nadie—, pero que no hallan aún en Julio César a un guía eficaz. Cuando sobrevienen las muy contadas danzas en conjunto, es evidente que el coreógrafo no explota más esa arista no por incapacidad; al contrario, tiene talento para montar cuadros dinámicos, explosivos. Pero volviendo a la cuestión: es preciso aunar esos registros tan dispares para que resulten menos desarticulados. Demasiada espontaneidad repartida reblandece el terreno sobre el que se erige la fábula y su fuerza emotiva. Además, tales improvisaciones no solo afectan por la disonancia que pueden llegar a suponer, sino, sobre todo, porque dilatan en exceso las intenciones del autor; terminan siendo rellenos dentro de una idea atractiva, arriesgada, pero definida ya.
Uno de los logros indiscutibles de esta reposición descansa en los recortes al original. Eliminar aquel monólogo del inicio en el cual se advertía una arrogante indiferencia hacia la probable incomprensión de la obra, fue un acierto. No obstante, también creo que debe reflexionarse sobre ese texto que leemos al final. Desde el comienzo es posible intuir de qué va el discurso, hacia dónde se dirige. Por un lado está la deliciosa intervención de El abuelo. Por otro, la de La abuela. Ambas, y especialmente esta última, sintetizan el enunciado primigenio: la fragilidad del destino soñado. Al principio, esa disertación sobre la monotonía de la vida se engarza formalmente con los pasos reiterativos de los bailarines. El ejemplo está cuando todos confluyen en un juego: saltar la suiza. Paulatinamente son derribados y prontamente se reincorporan a la redundancia gestual.
El momento de La abuela que cuenta sus memorias, o sus desmemorias —según se vea—, es uno de los más contundentes en tanto introduce un acento melancólico a una trama bastante sicodélica y, por instantes, sórdida. De sus palabras y de la interpretación de la bailarina, emerge un contrapunto mordaz sobre el sentido de la existencia, los sueños de juventud y las miserias de una vejez desvirtuada por monstruos invisibles. Porque ya lo dije: todos llevamos dentro a un demonio remolón, que en ocasiones despierta.
Más allá de la inevitable referencia a Milán Kundera que pueda esgrimir algún espectador —no creo que haya sido voluntad del autor—, quizá por aquello de que la levedad del ser es francamente insoportable, la obra de Julio César Iglesias pulsa una cuerda que está más próxima a la memoria y a sus efectos devastadores en el ocaso de la vida. Es cierto que esas vidas —o sensaciones, o emociones, o sencillamente voluntades extraviadas—, ilustradas por bailarines que se empeñan en buscar otros aires para la danza contemporánea de esta Isla, hubiesen conocido otros derroteros más amables de haber podido insuflar gravedad, contenido o suerte a su breve paso por este mundo. Pero nadie lo dude: la estrella que un día siguieron y fue nublada por nuestros constantes huracanes, cuya inclemencia arrastró y abandonó a no pocos en algún páramo reprochable, pervive en el recuerdo. Que no compensa. Pero es mejor que nada.