Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Héroe con alma de pueblo

A 15 años de su partida física, la huella del Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque palpita en los hombres y mujeres entre los que supo sembrar su corazón

Autor:

Odalis Riquenes Cutiño

Antes que el héroe de la Patria que nos enseñó a no rendirnos nunca; el músico Comandante, el guerrillero, el dirigente, el ícono de la Revolución cubana, fue albañil desde los 11 años, mozo de limpieza, limpiador de playas, tractorista, listero en obras públicas, chequeador de camiones, reportador de roturas de calles y aceras, y aunque llegó a la cumbre de la historia, nunca olvidó sus orígenes.

Por esa sencillez, que le sembró en el corazón del pueblo, se le vio declinar con cariño lo mismo la poesía que le hiciera un soldado en la montaña, que la condición de Hijo ilustre, que intentó entregarle la Asamblea Municipal del Poder Popular en Santiago de Cuba, alegando «Yo soy hijo de Santiago».

Ese fue, es, el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, el héroe leal y franco, corajudo y sensible, cuyo carisma trasciende en el tiempo y retrata su huella. El hombre que nunca vaciló y así conquistó el cariño de un pueblo, que a 15 años de su deceso preserva su carisma y sencillez, como valioso talismán camino al futuro.

A la vanguardia

Doña Charo, la madre, contaría muchas veces cómo el hombre alto que intentaba contratar a su hijo para un nuevo trabajo, hizo de todo para persuadirlo de desistir, a causa de aquella lesión en su mano derecha, pero el muchacho no cedió.

Tras atrapar con la izquierda una pelota lanzada al aire en plena sala del hogar y rebatir cada argumento del visitante, el joven albañil convocó a su progenitora: Vieja, este es Fidel Castro, el ingeniero con el que voy a hacer unas obras en Varadero… «Si Macho dice que puede, póngale el cuño, que es cumplidor», y la respuesta lapidaria de la madre, sellaría para la historia toda diferencia.

El querido guerrillero fue un dirigente siempre leal a Fidel desde la lucha revolucionaria. Fotos: Archivo de Juventud Rebelde

Vencedor de aquella singular prueba, con una muda de ropa en una jaba y toda la disposición de sus 26 años, partiría horas después no a Varadero, sino hacia Santiago de Cuba, para participar en el asalto al cuartel Moncada.

Así, empujado por los desplantes de una sociedad que medía a las personas por sus posesiones o color de la piel, golpeado por las privaciones de su cuna humilde en el reparto habanero Poey, entraría Juan Almeida Bosque a la vanguardia de los fieles defensores de la patria.

La precaria economía familiar solo le permitió al segundo hijo y primer varón de la numerosa prole del matrimonio de Rosario Bosque y Juan Almeida, alcanzar el octavo grado. Para apoyar a su padre, único sustento de la casa y de sus once hermanos, debió trabajar temprano, pero aquel contexto adverso no impidió que la lectura y el conocimiento estuvieran siempre entre sus pasiones.

Mientras trabajaba como taquillero en el balneario universitario, aquel muchacho que copiaba en una libreta versos de amor y se extasiaba con los boleros y canciones de la época, conoció a Fidel Castro y las inquietudes revolucionarias del líder avivaron en él los deseos de vestir de poesía y música nuevas el destino de su país.

«¿Tan lejos para una práctica de tiro? Vamos a tirar con calibre 50 o con cañón (…)», ripostaría con su humor característico al vecino y compañero de luchas y oficio, Armando Mestre, cuando le comunicó que saldrían para Oriente.

Dicen que en aquella madrugada de ardores y definiciones del 26 de julio, pidió a Melba Hernández un uniforme de sargento, y al coger las armas solicitó un M-1, un Springfield o una pistola. «Me dijeron: No, nada de eso hay aquí. A ti lo que te toca es un fusil calibre 22», contaría luego entre risas.

Su respuesta fue en cambio muy seria, cuando en el juicio por aquellos sucesos el fiscal intentó conminarlo a arrepentirse. «… si tuviera que volver a hacerlo, lo haría, que no le quepa la menor duda a este tribunal», afirmaría vehementemente.

Cuando un hombre da el paso al frente, solo queda atrás herido o muerto, ratificaría al periodista santiaguero Orlando Guevara Núñez, al evocar el hecho 40 años después.

Cuando sancionado a diez años de cárcel el preso 3833 del Presidio Modelo, convirtió los duros días de encierro en escuela para su formación como ser humano, que llenó con lectura, ejercicios y la voluntad de convertir detalles cotidianos como el matinal baño de sol, el canto de las aves, la alegría de una carta o una visita familiar, en alimento para su espíritu.

Salvado por una cuchara

«Todo el mundo avanzaba; Almeida lo hacía hacia la posta que defendía la entrada del cuartelito por su sector, y a mi izquierda, se veía la gorra de Camilo con un paño en la nuca…«,  escribiría Ernesto Che Guevara en su Pasajes de la Guerra Revolucionaria, al describir el ataque  al cuartel de El Uvero, el 28 de mayo.

«Fueron pasando los minutos y la resistencia seguía enconada sin que se pudiera amagar sobre los objetivos. La tarea más importante en el centro, era la de Almeida, encargado de liquidar de todas maneras la posta para permitir el paso de sus tropas y las de Raúl que venía marchando de frente contra el cuartel.

«La posta, atrincherada tras una fuerte protección de bolos de madera, hacía fuego de fusil ametralladora y fusiles semiautomáticos, devastando nues-
tra pequeña tropa. Almeida ordenó un ataque final para tratar de reducir de todas maneras los enemigos que tenía enfrente; fueron heridos Cilleros, Maceo, Hermes Leyva, Pena y el propio Almeida en el hombro y la pierna izquierda, y el compañero Moll fue muerto. Sin embargo, este empujón dominó la posta y se abrió el camino del cuartel. (…) Fue la acción de los dos capitanes, Guillermo García y Almeida, la que decidió el combate; cada uno liquidó a la posta asignada y permitió el asalto final».

Fue así que el expedicionario que en verso y melodía se despidió de la mujer que le había impresionado porque su tierra le llamaba «a vencer o morir…»; el mítico guerrillero cuyo grito inmortalizó la resistencia cubana en Alegría de Pío: «Aquí no se rinde nadie…», fue salvado por una cuchara y una lata de leche condensada en el bolsillo contra las que se estrellaron las balas en la importante acción que marcó la mayoría
de edad del Ejército Rebelde, y en la cual, al decir de Raúl, fue «el alma del combate».

Responsabilidad entre montañas

«Con un cielo estrellado aún, cuando empieza a aclarar, ambas columnas estamos en marcha. Oímos cantos de gallos y golpes de pilón que vienen de los bohíos cercanos, imaginamos el aroma del café. Pasamos por Los Negritos, subimos por el alto del Jobo hasta coronar el alto de La Meseta por el firme de la Maestra. Continuamos por un sendero hasta Puerto Arturo. (…) Concluida esta sexta jornada de marcha, nos establecemos en este lugar desde comenzaremos a operar a partir de hoy, 6 de marzo de 1958».

Así retrataría para la historia el momento en el que las columnas tres y seis, esta última bajo el mando del entonces Comandante Raúl Castro, avanzaban juntas para la creación de dos nuevos frentes guerrilleros, y en su caso marca la fundación del Tercer Frente Doctor Mario Muñoz Monroy.

Raúl y Almeida compartieron muchos momentos juntos desde el día en que ambos fueron ascendidos al grado de Comandante en plena Sierra Maestra. Fotos: Archivo de Juventud Rebelde

Al frente de una pequeña tropa de 55 hombres y dos mujeres, el jefe guerillero asumía una nueva etapa y su primera preocupación, como el mismo definiría, era la responsabilidad de cuidar de sus soldados: «Vuelvo a dirigir hombres, primero fue un pelotón. Llevo sobre los hombros esa responsabilidad y siento con más fuerza lo que esto significa: cuidarlos, ocuparme de que coman, vistan y calcen; dar respuesta a los problemas grandes o pequeños, dirigir todo tipo de acciones combativas en mi territorio y velar por el cuidado de los heridos (…)

Esa misma sensibilidad le seguía acompañando un mes antes de fallecer, cuando su hijo, Juan Guillermo Almeida, le comentó que había decidido armar su propia orquesta, y él —relataría el joven músico en estas propias páginas—, únicamente le preguntó: «¿Cuántas personas crees que pueda tener tu orquesta más o menos?». «Bueno, yo pienso que serán entre 14 o 15 músicos y como cinco o seis de personal de apoyo», respondió el joven. «Ah, entonces debes tener siempre claro que 20, 21 familias van a depender de ti». La alta lección acompañará siempre al hijo, orgulloso de su padre.

Con la pasión de la libertad

Tras la victoria de enero del 59 fue el miembro del Buró Político del Partido Comunista de Cuba, el diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular y el dirigente partidista al que Santiago de Cuba adoptó como uno de sus hijos más entrañables, pues le legó un estilo de dirección basado en el ejemplo, el rigor, el humanismo y el contacto directo con la gente.

A este Héroe en mayúsculas siempre se le vio en diálogo muy familiar con los diferentes sectores de nuestra sociedad. Fotos: Archivo de Juventud Rebelde

La radio veía las luces del Primero de Enero de 1959 con la agradable noticia de la huida del tirano. La emoción no dejaba lugar a la reflexión entre los jóvenes rebeldes, que sin meditar en que el ejército batistiano aún no se rendía en Santiago y Bayamo, comenzaron a disparar al aire y originaron una balacera que parecía no terminar nunca.

Fidel, muy molesto, le envió a detener al culpable. Le trajeron a un joven combatiente, a quien acusaban de iniciar la indisciplina, mas en cuanto lo vio decidió interceder por él. Celia y el capitán Felipe Guerra, le apoyaron. Ante los razonamientos, Fidel condonó la pena:

«Que lo pelen al rape y le afeiten la barba», dispuso el líder. Con firmeza, pero con respeto el joven combatiente inmediatamente ripostó: «Prefiero, Comandante, que me fusilen, porque este pelo y estas barbas son lo más digno que traigo desde la Sierra», relataría Almeida. Conmovido, Fidel le dejó marcharse.

Quienes tuvieron el privilegio de acompañarle en aquellos días intensos de misiones altas en Santiago evocan que viajaba en su carro con la ventanilla baja, se desvelaba con los problemas de la ciudad y fundó un Senado en el parque Céspedes para intercambiar con el pueblo.

Como el funcionario del Partido que era entonces, Orlando Guevara participaba en aquella reunión en la que cuando los compañeros hablaban, otro tomaba la palabra para decir que «eso no era lo más importante». Luego de repetirse esa escena, el Comandante Almeida le cedió la palabra con la exhortación a que «dijera las cosas importantes», aguda crítica que los presentes comprendieron.

En días de fragor y entrega a los principios de la Revolución, Ventura Manguela, amigo de juventud, le preguntaría cómo él, sin ser una «gente de escuela», ocupaba tan alta responsabilidad en el ejército victorioso; su respuesta lo impactó: «Ventura, es que yo nunca llegué segundo a un combate y jamás me fui primero».

Fotos: Archivo de Juventud Rebelde

Justo en aquellas jornadas de transformaciones se le vio llegar serio y molesto a la loma del Yarey, donde se efectuaban las principales reuniones de la dirección administrativa y partidista de la provincia de Oriente. «No veo avances en nuestra gestión de dirección», dijo a sus acompañantes.

Quizá por eso al entrar a la reunión pidió que todos se quedaran sentados, y de pie preguntó a uno de los presentes si sabía por qué él era Comandante. El compañero respondió que se debía a sus valores históricos, a su participación en el ataque al Moncada, en el desembarco del Granma, la Sierra Maestra y en las tareas asumidas luego del triunfo revolucionario de 1959.

Un aplauso selló la respuesta, pero él, con seriedad absoluta, repitió la pregunta a otros compañeros. Finalmente, su decir sintético fue la mejor lección: «Soy Comandante no solo por lo dicho aquí, sino porque nunca he dejado de cumplir una tarea que me haya confiado Fidel y esta de dirigir la provincia de Oriente corro el riesgo de incumplirla por la actitud de ustedes… No se engañen, voy a cumplir con Fidel, sentenció.

Con los tintes de tales vivencias desanda la huella apasionada del Comandante Juan Almeida entre los cubanos, se empina el recuerdo del presidente de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana que cumplió hasta el final con el compromiso de cuidar de sus compañeros de luchas; del dirigente siempre leal a Fidel y con un papelito a mano para esperar la inspiración a pesar de sus múltiples responsabilidades, que retrató el latir de su tiempo con unas 300 canciones, y una decena de libros que hablan de hazañas y acunan la memoria.

Almeida tuvo una especial relación con las nuevas generaciones, con las que compartió en numerosos espacios. Foto: Archivo de JR

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