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Una semana sin saber dónde está mi hijo

Los padres se culpan por los rumbos torcidos que las vidas de sus hijos puedan tomar algún día. Cuando la adicción a cualquier sustancia sicoactiva los domina, a ellos también se les tuerce la existencia

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

«¿Qué hice mal? ¿Dónde me equivoqué?». Repitió ambas preguntas más de cinco veces, cuando ya las lágrimas no pudieron contenerse en un diálogo que llegó a las fibras más profundas de su dolor.

Agarraba el clavo extraído de aquel mueble desvencijado y lo pasaba de una mano a la otra. El óxido le manchaba los dedos y ese color rojizo se le pegó en el rostro cuando se secaba las lágrimas y el sudor. «Nunca pensé que me sincerara tanto al hablarle de este tema, pero la verdad es que me duele mucho, mucho, y todos los días me levanto pensando qué debo hacer para que todo cambie».

Gerardo* tiene 52 años. Es carpintero y en el patio de su casa tiene trabajo para varios meses. No solo es encolar o barnizar, a veces le piden que haga algo nuevo. Necesita concentrarse, llevar sus ideas creativas a la madera, pero para eso necesita tener la cabeza limpia. «Las preocupaciones de la vida diaria las resuelvo con la paz que me da la carpintería, pero las que se acumulan por mi hijo mayor no me dejan ni serruchar bien».

Conversar con él en total tranquilidad en medio de su taller fue toda una hazaña. Es jefe de núcleo, único sustento en un hogar monoparental. Tiene dos hijos. El menor le dice que quiere ser carpintero como él y algo ha aprendido con sus 13 años. El mayor, Diego*, no viene a la casa hace una semana. Es un adicto.

El rumbo nuevo

Gerardo quisiera, a veces, volar como un cóndor: alto, muy alto. Separarse de la tierra y encontrar en las nubes la calma que no tiene desde que Diego empezó a darle los primeros dolores de cabeza. Pero piensa en Darío* que no tiene a quién más aferrarse, e irremediablemente tiene al hermano como referente.

«Cuando mi esposa quedó embarazada por segunda vez, ya Diego tenía diez años. Le comentamos la buena noticia y fue feliz. Todos lo fuimos porque en nuestra casa reinaba la armonía.

«La familia Pirulí, como Diego decía, duró poco. Cinco años después el cáncer de mi esposa fue diagnosticado en un estadio que poco tiempo tuvimos para mejorarle su condición. Entonces tuve que ser más fuerte de lo que pensaba que era y llorar de impotencia por la noche, cuando ninguno de los dos me viera.

«Diego cambió mucho. Era notable. Ella siempre fue dulce, amable, buena, complaciente. Me tocaba a mí ser el regañón, pero ni tanto así porque la verdad es que los dos fueron obedientes y estudiosos desde el principio. Pero con 15 años, Diego se convirtió en un ser ermitaño, de pocas palabras, como encerrado en una concha, y su hermano lo padeció cada segundo».

Quizá la obligación de garantizar zapatos y comida, como dicen los más viejos, llevó a Gerardo a concentrarse en el trabajo. «Preparé las condiciones en la casa para no alejarme mucho de ellos, para estar aquí siempre que me necesitaran, para no ausentarme de sus vidas. Hablé con las maestras y ellas, como todos en el barrio, me apoyaron mucho. Pero algo tuvo que haber fallado en lo que creí que hacía bien».

Darío, me dice, recuerda pocas cosas de la madre. Mira las fotos y le hace muchas preguntas, a veces. En realidad ha tenido en Gerardo su referente más cercano de afectos y tal vez con eso le haya sido suficiente, desde que la distancia con su hermano mayor empezó a crecer.

«Jamás en esta casa se ha tomado ron o cualquier otra bebida. Ni un cigarro me pongo yo en la boca. Diego empezó a fallar en el pre, y a tomar con sus amigos por cualquier motivo. El día que lo descubrí machacando pastillas de no sé qué y metiéndolas en una botella, me puse mal. Le dije que no lo hiciera, que eso le traería problemas, que después de eso vendrían cosas peores y solo recuerdo que me dijo que con eso se sentía en el aire, y podía hasta conversar con su mamá».

Busqué ayuda. Hablé con una sicóloga y le pedí que nos visitara. Sorprendentemente, Diego aceptó a conversar con ella, a solas, hasta un día que me dijo que no quería verla más, que eso no resolvía nada.

«Con el tiempo todo se nos fue de las manos. Me sentía desesperado y no puedo negar que en algún momento fui violento, le grité, le prohibí salir o algo así, para evitar que se acercara a personas o a lugares que le torcieran el camino. Y Diego se me escapaba, y poco a poco, algunas cosas empezaron a desaparecer de la casa».

La culpa

El día que Gerardo vio a Diego en un parque, semiacostado en un banco y con evidentes señales de andar por otros lares, quiso echarse a correr sin parar. Pero llevaba a Darío de la mano.

«Empecé a preguntar en los alrededores y muchos me afirmaron lo que ya me temía. Los que le rodeaban, los lugares por los que andaba, lo que hacía… Mi hijo era un adicto. Bueno, lo sigue siendo.

«Llegar a la casa y discutir era lo mismo. Siempre nos enfrentábamos. El pequeño se entrometía para separarnos y cada grito ofensivo que nos lanzábamos nos hería más. Cada vez que Diego cerraba la puerta de un tirón para irse a la calle, yo me desplomaba sin saber qué hacer.

«Temí por la salud mental de Darío y le pedí a una hermana mía que se lo llevara a su casa para que no presenciara estas cosas. Crecía y podía entender lo que sucedía. Pero estuvo poco tiempo por allá porque decía que tenía que estar a mi lado. Tiene una madurez increíble y me promete todos los días que él va a ser un buen hombre.

«Alguna que otra vez, Diego me pidió perdón. Reconoció que se había dejado llevar por un cigarro, luego una jeringa, luego un polvo blanco. Que quería olvidar, me decía, y ni él mismo sabía qué. Me aseguró que haría lo que fuera por curarse, y más de una vez hemos ido a consultas y ha empezado tratamientos. Pero Diego no se recupera, y no sé si algún día podrá».

Gerardo cree que tiene la culpa. Se juzga de manera implacable. Le retiró mesadas a Diego, pero con ellas también fallaron los abrazos y los juegos de ajedrez los domingos en la tarde.

«Al final creo que lo llevé a ese laberinto y por eso se lleva cosas de la casa para venderlas y comprar lo que quiere consumir. Después pienso que no es mi culpa, que si le doy dinero sería peor, pero vuelvo al pensamiento anterior… No quiero que mi hijo sea un delincuente».

Darío no censura su actuar. Los sábados le pide que le enseñe algo nuevo en la carpintería y los domingos le dice que es mejor caminar por ahí, a cualquier lugar. Cuando ve llegar a su hermano, se sienta en el sillón en medio de la sala, mirando a todos lados, en estado de alerta. «Es como si estuviera a la caza de cualquier gesto o palabra que pueda desencadenar un enfrentamiento entre Diego y yo. Él solo tiene 13 años y necesita paz».

Cierra los ojos y se balancea con fuerza. Sus pies tocan el suelo y lo impulsan más. Gerardo traga en seco y se recupera del llanto. Respira hondo.

«¿Sabe qué pasa, periodista? Que yo nunca voy a abandonar a ninguno de mis hijos. Aunque hagan algo incorrecto yo voy a estar de su lado, y haré lo que tenga que hacer para que estén bien. Diego es adulto ya, y debería pensar en su futuro y pensar en su hermano menor, porque cuando yo no esté, solo se tendrán el uno al otro.

«Entonces, no sé si deba cerrarle todas las puertas para que aprenda a valorar a la familia y dedicarme a que Darío avance en el mejor rumbo. O estar aquí, aguantar los palos que vengan y seguir intentando que Diego comprenda y se sane… Que nos sane a todos.

«Los familiares de los adictos sufrimos mucho. No sé cuánto más pueda soportar yo. No sé a ciencia cierta hasta dónde más lejos pueda llegar esta situación… Sé cómo arreglar un mueble totalmente destruido, ¡pero no sé cómo arreglar mi familia! Hace una semana que no sé dónde está mi hijo…».

*Los nombres publicados en este trabajo no son los reales.

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