26 de julio, Día de la Rebeldía Nacional Autor: Abel Rojas Barallobre Publicado: 26/07/2019 | 06:00 am
Juventud Rebelde te propone rescatar un grupo de trabajos publicados en nuestras páginas, sobre los sucesos ocurridos el 26 de Julio de 1953, con motivo del aniversario 70 del asalto a los Cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo.
Se trata en esta ocasión de veinte artículos de opinión que nos muestran la visión personal de cada autor, sobre el día que marcó el reinicio de la lucha insurreccional del pueblo cubano por su definitiva independencia.
Te invitamos a disfrutar estas líneas sobre los detalles de una de las fechas más importantes en la historia de Cuba.
No dudes en pinchar el enlace. No te conformes solo con este resumen. Mejor lee la historia completa.
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Acá va la lista.
El Moncada es programa y camino, chispa de un pueblo unido que comenzó a andar en pos de su libertad y, sobre todo, como sintetizara luego el eterno líder de la acción, cuyas dotes como dirigente y estratega fueron a partir de aquel despertar faro de Cuba, el Moncada nos enseñó a convertir los reveses en victorias.
Porque su vista llega más lejos que sus fusiles, Fidel sabía que ganaríamos. Lo supo siempre, desde que entendió los códigos más profundos del centenario martiano y tejió —en silencio tuvo que ser— un cordón de patriotas que unió los trozos del archipiélago en el clamor de levantar el sol de todos desde el Oriente.
Las madrugadas de julio —cuando no hay huracán— suelen ser así: húmedas, quietas, violentadas cuanto mucho por el vuelo abrupto de alguna mariposa bruja o por la luz lejana de las centellas que, mudas como estas noches de verano, se suceden unas a las otras, pero nada más.
Al mes de julio le salen canas y arrugas y, nosotros, de tanto inventar calendarios, meses y semanas, terminamos viviendo al pendiente de las fechas. Llega el 26, el Moncada, y pasas horas frente al teclado y sufres, porque sientes que ya todo está escrito y no quieres que lo tuyo sea como la bandera roja y negra de los Comité de Defensa de la Revolución, que de tanto sacarla
todos los años acaba por perder hasta el color.
Quizá por eso haya que recordar cada año, para que, en medio de los dolores de cabeza cotidianos, no se nos olvide tan pronto que las noches de julio no siempre fueron apacibles. Tal vez, también por eso, haya que cuidar nuestras banderas.
Algo habremos de inventar para que no se descoloren, porque el rojo tiene que ser rojo como la sangre y no naranja… porque el negro tiene que ser bien prieto como el luto y no desteñido como la ausencia del recuerdo.
El espíritu del Moncada nos debe acompañar en cada momento, como factor indispensable para seguir en el camino de la dignidad, incluso cuando el triunfo parezca difícil.
A 66 años de que la voz de los humildes se escuchara en la salita de enfermeras del Lora, La Historia me absolverá es guía y principio de conducta de un gobierno revolucionario que desde de enero de 1959 llevó al poder al pueblo. Desde entonces, ese pueblo, ha sido el protagonista principal de esa obra transformadora, que con aquel abogado al frente, hasta hoy forja, engrandece, defiende, su libertad y felicidad.
Otra vez celebramos una fecha que cambió para bien nuestra historia, convertida en el transitar del tiempo en una de las citas con la Patria más genuinas y festejadas. Se nutrió de la audacia y la valentía del Diez de Octubre, de Carlos Manuel de Céspedes, del Partido Revolucionario Cubano, de José Martí, de las enseñanzas de Gómez y Maceo, de la bravura de la gesta del 68 y el 95… El arraigo popular por el 26 de Julio aflora genuino, precisamente porque resulta en sí un enlace de acontecimientos históricos de épocas diferentes, pero que en esencia tenían el idéntico fin de lograr un país libre y soberano.
Que el primer discurso en un 26 de julio de un dirigente no histórico de la Revolución haya sido pronunciado en la misma plaza donde Fidel hablara por última vez en un acto masivo por la singular efeméride resulta una coincidencia doblemente hermosa, cargada de significados. Tal vez la primera lectura simbólica del suceso sea la reafirmación de que el traspaso de la antorcha a una nueva generación echó por tierra la tesis de «ruptura», tantas veces esgrimida y alimentada por sombríos profetas. Más interesante podría resultar aún el hecho de que esa primera intervención un Día de la Rebeldía Nacional se produce en un momento de exacerbada hostilidad imperial, pero también de lo que parece ser una refrescante ofensiva revolucionaria en el plano interno que encaja con el principio fidelista de «cambiar todo lo que deba ser cambiado».
Ser consecuentemente martianos tantos años después de aquel centenario en que se reubicó a José Martí en el altar patriótico y moral de Cuba requiere ser radical, que no es otra virtud que la de ir a la raíz, en el ataque constante a nuestros males, como ocurre por estos días.
Por razones tácticas, los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes se programaron en los días del carnaval santiaguero. El movimiento en las calles y la presencia de visitantes venidos de todas partes disimulaban la actividad de los conspiradores que preparaban la acción. Con el triunfo de la Revolución, la fecha cayó en pleno período vacacional. El ambiente festivo es congruente con una conmemoración que, a pesar de las vacilaciones de los escépticos de entonces, condujo a la afirmación de la soberanía nacional, a la reivindicación de los más desamparados, a la transformación de la sociedad cubana y al desempeño por parte de Cuba de un papel protagónico a escala internacional en Nuestra América y en la lucha por la descolonización en el contexto de los países no alineados, a la vez que impulsaba el desarrollo de la educación, la investigación científica y la cultura. Los años duros impuestos por el asedio del imperialismo no pueden ocultar verdades co-mo puños bajo el manto de la desmemoria.
A estas alturas no resulta desatinado asegurar que uno de los desafíos inmensos de la nación sigue siendo encontrar las fórmulas de la constancia, esa que de una vez por todas impida que el brillo de la excelencia se volatilice.Esta afirmación renace ahora, a días del 26 de Julio, porque si hay una época en que multiplicamos motores y refulgencias, es precisamente esta. Claro, el sueño está en lograr esa primavera creativa eternamente. En la vida real aquel «Siempre es 26», acuñado con tino hace mucho, debería convertirse en todo tiempo en filosofía y mensaje de convocatoria perenne, no un eslogan circunstancial.
El sueño de los moncadistas de edificar una patria mejor, por la dignidad y el decoro de los cubanos, cual sempiterna adarga, alienta a la Cuba de hoy, con la misma decisión de aquel 26. El Moncada es luz, brújula, acicate.
El 26 deviene una fecha ¡qué maravilla! en que se estampan momentos engrandecedores de nuestra historia, trances difíciles que hemos sabido sacudirnos y tirarlos para la tonga.En esa fecha, pero de julio de 1953, fue el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, gesta que abrió la senda hacia la definitiva independencia.Nadie anda con venda en los ojos y todos deseamos una mejoría. Menos, obvio, los enemigos de nuestro proyecto social. Pero esos son los menos. La inmensa mayoría le sigue dando el voto a la Revolución porque nuestra nación es culta. Y agradecida. Y hay muchas más de 26 razones para hacerlo.
Ni el 26 de Julio fue el asalto definitivo de la historia cubana ni los muros de las fortalezas militares Moncada y Carlos Manuel de Céspedes son los únicos a sobrepasar. Merece reiterarse que la lección mayor de dichos acontecimientos es que serían los primeros de muchos asaltos pendientes en la historia nacional.No por casualidad, la rebelión de la Generación del Centenario del Apóstol liderada por Fidel, que fracasó en sus aspiraciones tácticas, alcanzó enormes dimensiones simbólicas hacia todas las épocas.Pero los sucesos del 26 de Julio nos demuestran que cuando se imponen la grandeza, la dignidad, la nobleza y la honorabilidad de los cubanos es posible hasta el milagro que el líder de aquel movimiento, Fidel Castro Ruz, llamó convertir los reveses en victorias. Derrotar hasta la derrota.
Los hombres de mi generación hemos tenido la suerte de coincidir, en el tiempo, con la Revolución Cubana.
¿Cómo te sientes?, fue lo que atiné a preguntarle por el chat de WhatsApp. «Aquí estoy… porque este es mi Moncada, esta es mi Sierra, esto fue lo que nos tocó. La generación del centenario habría hecho lo mismo que nosotros y viceversa», me respondió. Por fortuna existieron y existen jóvenes como Raúl y Daniela, cada uno en su tiempo, que no dejan malograr las semillas del compromiso, la valentía, la justicia, el altruismo y la solidaridad. Hoy como ayer, hay una vanguardia joven dispuesta a imantar en las venas de un país, la estirpe de aquellos predecesores que asaltaron el cielo empíreo.
Nadie se engañe: pese a sus fusiles en desventaja, pese a la sorpresa de la no sorpresa y el revés en la acción, ellos portaban el poderoso arsenal de la edad. Promediaban 26 años. Juntos eran destruibles… pero inderrotables.
La historia es una línea viva que conecta todo tiempo y suceso. Sería imperdonable olvidar que ahora mismo la estamos haciendo y que es tan humana, apasionante y entendible como la que nos ha precedido y estamos en el deber urgente de conocer y enseñar. Sobre el tema, he recordado en estas horas el impacto que hace algunos años tuvo en mí y en otros colegas ver juntos, en el recinto de nuestro diario, el serial titulado La senda de la felicidad; y haberlo hecho en compañía de uno de sus realizadores, quien se dio a la hermosa tarea de reconstruir la terrenal vida de su tío abuelo, Raúl Gómez García, integrante de la Generación del Centenario y uno de los asaltantes al cuartel Moncada, torturado y asesinado por los esbirros con solo 24 años. La tarea inmensa está en contar sobre nuestra virtud como se cuentan las mejores sagas (que muchas son asombrosas, y hasta trepidantes), porque en tal virtud habitan la autoestima, la espiritualidad, la capacidad para lo heroico y, en definitiva, la razón de ser como cubanos.
Como he escrito en otras ocasiones, para mí, todo comenzó como una cuestión de carácter moral. He afirmado, en varias oportunidades: “en esa historia se internó mi vida en los años cincuenta, a ella llegué por una línea de pensamiento y sentimiento que identifico con los recuerdos más remotos de la infancia: las ideas de justicia y redención social se encuentran, por tanto, en sus raíces más íntimas”. Esos valores y convicciones, llegaron a mí por un sentido ético, transmitido por la familia, la escuela y la tradición cultural cubana cuyo punto más alto y elaborado se halla en José Martí.
Los aspirantes fueron muchos, los escogidos, unos pocos. Eran una representación de las capas menos favorecidas de lo que Fidel describió, en las circunstancias de la época, como pueblo cubano. Venían de zonas campesinas, obreras, algunos trabajaban en oficinas, otros tenían empleos precarios e inestables. Muchos habían sido privados de una enseñanza formal sistemática. Los profesionales se contaban con los dedos de una mano.
Convocados por el tema «¿Y después del Moncada qué? Las voces del silencio heroico», combatientes de la clandestinidad en La Habana y jóvenes de hoy mantuvieron un diálogo de generaciones.