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La noche más aciaga

Hace 37 años ocurrió el desastre de Chernóbil, calificado como el peor accidente nuclear en la historia. Liudmila Visikan, ciudadana ucraniana residente en Cuba, regresa a lo vivido por su pueblo

Autor:

Lisandra Gómez Guerra

La noticia rasgó la alegría de la fiesta del proletariado. Miradas atónitas, silencio, suspiros entrecortados… «Entramos en estupor», rompe los recuerdos Liudmila Visikan y regresa a sus 20 abriles cuando sus ojos solo conocían a Ucrania, su cuna.

A unos 200 kilómetros de su hogar, en la madrugada del 26 de abril de 1986, una explosión arrasó con uno de los reactores de la central electronuclear Vladimir Ilich Lenin de Chernóbil. Una lluvia radiactiva se expandió sobre cientos de miles de kilómetros cuadrados de Ucrania, Rusia y Belarús. Se habla de efectos 400 veces más potentes que la bomba lanzada sobre Hiroshima durante la 2da. Guerra Mundial. 

«Era la primera vez que ocurría algo así y aunque tenía algún conocimiento, pues estudiaba entonces en el Instituto Nacional de Equipos Agrícolas de mi país, creo que era imposible saber con exactitud las consecuencias reales. Todos teníamos muchas preguntas, demasiado temor…».

Las primeras horas

En el interior de la mole de acero con forma de arco ovalado que cubría la central nuclear de Chernóbil transcurren los últimos minutos del 25 de abril de 1986 como en el resto de las jornadas. Sin previo aviso, una fuerte explosión en su reactor No. 4 enciende las alarmas. Todos sus especialistas se vuelcan a minimizar las secuelas.

«Muchos perdieron la vida en esos primeros momentos tratando de frenar la radiación. El sacrificio del pueblo soviético fue inmenso. Se entregó todo. Incluso, ha sido mundialmente conocida la historia de los tres buzos que se sumergieron en aguas radiactivas en la piscina del interior de la central y así se evitó una mayor catástrofe».

Detrás de los perímetros de la planta de energía atómica, ubicada en la ciudad de Prípiat, a 17 kilómetros de la frontera entre Ucrania y Belarús, los colores y sonidos cambiaron. Pasados 37 años, la vida es otra.

Tras la tragedia

Sin tiempo que perder, se evacuó a una significativa población. Se creó una zona de exclusión. El mundo dirigió su mirada a Chernóbil.

«Los sucesos se dieron a conocer públicamente pasado el 1ro. de mayo. Estábamos de fiesta y todo se paralizó. De inmediato, muchos voluntarios se sumaron a las acciones de rescate. En mi familia tuvimos la experiencia de mi tío que era bombero.

«Nos contaba que trabajaba dos o tres horas seguidas, luego descansaba y volvía. Para eso se tomaron muchas medidas, debían estar con trajes protectores. Fueron jornadas difíciles, extenuantes…

«En nuestra casa se mezclaron sentimientos, pues en la Unión Soviética nos habían inculcado que ser protagonista de un hecho tan humanitario formaba parte de nuestras vidas y que debíamos estar listos siempre para asumir algo tan significativo».

Cada imagen captada entonces estremece: personas completamente deformadas a causa de la radiación, enfermedades de todo tipo, agua contaminada, bosques enteros perdidos…

«Conocíamos de la existencia de Chernóbil, donde había un trabajo riguroso, sacrificado. Fue un lamentable accidente que aún hoy obliga a asumir protocolos de manejo de la energía nuclear. Por eso, en esa zona los científicos aún deben llevar trajes especiales porque, como se conoce por documentales y otras publicaciones, todavía hay radiación.

«Recuerdo que en el país se prohibió comprar todo lo que provenía de ahí y actualmente su población cercana tiene que estar con un medidor para analizar el aire. Incluso, en mi ciudad de origen que está mucho más alejada. Se siguen buscando otras acciones para minimizar secuelas».

A más de 9 000 kilómetros de casa

Liudmila Visikan ha cambiado. Detrás de cada huella se estampan las siluetas de la joven rubia, blanca, de ojos alegres que un día descubrieron a un cienfueguero, estudiante en su nación.

«Fue amor a primera vista. Nos casamos y unos meses después de su regreso a Cuba, vine y aquí estoy».

Era el año 1988. Acomodó en la maleta su infancia y adolescencia, herencia de una familia humilde y trabajadora. Puso pie en el lomerío de Cumanayagua sin saber el idioma español, pero con demasiados anhelos.

«He vivido más años aquí que allá. Cuba es mi segunda patria y cuando muchas veces me preguntan por qué sigo aquí, digo que me siento realizada como profesional y ser humano. En Ucrania, ninguno de mis compañeros de estudio ejerce y yo sí. Logré hacer una Maestría en agricultura sostenible, varios cursos de superación, incluso fuera del país».

Y los recuerdos retornan otra vez a Chernóbil. Una prima, víctima del fatídico accidente, forma parte de la lista de niños y niñas, procedentes de Rusia, Belarús, Moldavia y Ucrania, atendidos por el programa médico cubano con cobija en el balneario de Tarará al este de La Habana.

«Por mi propia familia es que conozco de esa ayuda a nuestro pueblo. La trajeron a pocos meses de comenzar el programa y fue de las afortunadas que al tiempo pudo regresar. Hoy es felizmente mama de dos niñas y profesional.

Junto con ella vinieron otros conocidos, hijos de amistades.

«Por eso, estamos en deuda con Cuba. Por más de 20 años, de manera gratuita, funcionó esa asistencia y fue única de su tipo en el mundo, gracias a Fidel Castro. No importó el bloqueo, ni nada. Nos extendieron los brazos. De ahí que en mi persona tengo una gratitud infinita».

En cada mes de abril, inevitablemente se agolpan en la memoria de Liudmila Visikan tantos recuerdos. Unos llegan de forma súbita, otros piden permiso para florecer… Sabe que después de conocer la noticia del desastre de Chernóbil, calificado como el peor accidente nuclear en la historia, nada ha sido igual. Por suerte, en Cuba, asegura, encuentra el alivio a tantos sentimientos en constante galope.

«Me siento identificada con este pueblo tan espontáneo, contento, impredecible, para todo primero. Son personas muy naturales y por eso sigo aquí».

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