La bandera nacional se alzó llena de orgullo ante miles de personas, que en toda la Isla cerraron el paso a las últimas maniobras para la anexión de Cuba. Autor: Archivo de JR Publicado: 19/05/2022 | 09:45 pm
CIEGO DE ÁVILA.— El 20 de mayo de 1902 amaneció soleado, sin nubes y con un mar resplandeciente por su color azul. En La Habana, miles de personas se aglomeraron en los principales espacios públicos. Cuentan que apenas se podía caminar y todos permanecían a la expectativa.
Las jornadas anteriores habían sido de celebraciones, salvo el 19 de mayo, designado como fecha de recogimiento para conmemorar la muerte de José Martí en el séptimo aniversario. Durante todo el día las viviendas, calles y edificios mostraron crespones de luto, pero al llegar la medianoche, las prohibiciones sobre las fiestas se levantaron y las primeras luces del alba encontraron a una población en medio de los jolgorios.
El cronista Federico Villoch escribió: «No quedó ventana, puerta, tejado, azotea, balcón o poste de la vía pública de donde no colgase una bandera cubana, más o menos grande».
Al mediodía, exactamente a las 12:10 p.m., hace 120 años, la muchedumbre en la Plaza de Armas observó con júbilo que el estandarte de las barras y las estrellas descendía del mástil del antiguo Palacio de los Capitanes Generales, y en su lugar, lentamente y orgullosa, se izaba la bandera cubana en medio de las descargas de artillería.
La apoteosis mayor, sin embargo, aparecería en unos instantes. Desde la farola del Morro, al ver el pendón cubano sobre el recinto de Gobierno, un teniente norteamericano hizo una señal y la bandera estadounidense bajó a los muros de la fortaleza.
Pocos minutos después, una inmensa bandera cubana aparecía allí en medio de las salvas de los cañones. Al verla, la multitud que se apretaba en los incipientes muros del malecón comenzó a gritar. Los sombreros se lanzaban al aire, la gente empezó a abrazarse sin conocerse y muchos se hincaban de rodillas ante la vista de la enseña nacional que ondeaba con fuerza sobre el Castillo del Morro.
En medio de los gritos, el repique de campanas y el estruendo de los disparos, Máximo Gómez se abrazó al general José Miguel Gómez y dijo: «Creo que hemos llegado».
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Algunos lo dudaban. A pesar de la alegría, en el aire se mantenía la inquietud de si Cuba realmente había llegado a la verdadera independencia. Unos días antes, casi a punto de iniciarse las celebraciones, el patriota Manuel Sanguily lanzaba una pregunta sin respuesta: «¿Qué pronósticos podían hacerse sobre la viabilidad y el porvenir de la República, conociendo las circunstancias de las que surgió?».
No obstante, la duda que llevaba implícita la interrogante no lograba apartar la emoción sentida por los testigos del hecho. Treinta años más tarde, el historiador Ramiro Guerra confesaba: «Los que tuvieron el privilegio de contemplar aquella apoteosis no podrán olvidarla jamás».
Con todo, en aquellos días Sanguily no era el único que se movía entre el júbilo y la incertidumbre. Mucho más directo, Juan Gualberto Gómez daba a conocer sus preocupaciones en un ensayo sobre la Revolución del 95. En sus líneas, el amigo del Apóstol señalaba que la República nacía torcida y alejada de sus principios fundacionales.
«La era de las revoluciones sangrientas debe darse por terminada en Cuba —advertía—. Pero más que nunca, hay que persistir en la reclamación de nuestra soberanía mutilada; y para alcanzarla, es fuerza adoptar de nuevo en las evoluciones de nuestra vida pública las ideas directrices y los métodos que preconizara Martí».
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Al final, ¿qué significa el 20 de mayo para Cuba? ¿Es un momento de gloria o de luto? Como una especie de frontera del tiempo, desde 1902 la fecha ha dividido las miradas sobre el pasado, e incluso el presente o lo que pudiera ser el futuro de la Isla.
Para un bando, la efeméride debería recordarse desde un espacio de gloria y agradecimiento permanente hacia Estados Unidos por haber ayudado, u otorgado, según la visión de algunos, la independencia nacional.
Otros, en cambio, se movieron al inicio en una fuerte suspicacia que en pocos años desembocó en una postura crítica sobre la fecha. Para esas personas —intelectuales, estudiantes, luchadores populares y miembros de los sectores más humildes— el júbilo por el 20 de mayo escondía algo más siniestro: la confabulación traidora de nacionales y supuestos aliados extranjeros, cuyos propósitos verdaderos se dirigían siempre hacia la anexión plena o, al menos, al vasallaje por el país norteño.
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El 20 de mayo, en verdad, tiene un lado oscuro que enseguida aparece cuando se mira de cerca. La festividad era, en sí misma, un símbolo de las contradicciones del momento y de los duros forcejeos políticos que existían detrás de ella.
Los motivos para la angustia se apreciaban en los más mínimos detalles de la organización del evento, donde la última decisión la tuvieron las autoridades del Gobierno de Estados Unidos. Dentro de tantas fechas de relevancia que el pueblo cubano se había ganado por derecho propio, se eligió un día sin mayores connotaciones para que simbólicamente no estuviera asociado a ningún episodio independentista.
Otro hecho, pasado por alto en medio de los gritos de júbilo, ocurrió ante los ojos de los presentes en la Plaza de Armas. La bandera nacional que se izó a las 12:10 p.m. sería arriada a los 15 minutos por decisión del gobernador militar, Leonardo Wood, quien se la llevaría en calidad de trofeo personal a bordo del acorazado Brooklyn. Otro estandarte ocuparía el lugar del anterior sobre el viejo Palacio de los Capitanes Generales.
Lo peor, no obstante, estaba por venir, en una suerte de confirmación trágica a los temores de Manuel Sanguily. Por obra maléfica de la Enmienda Platt, Cuba no podía suscribir acuerdos con otro país sin contar antes con la aprobación de Estados Unidos.
Para mayor ira y desconcierto, la misma legislación autorizaba el ingreso de tropas norteamericanas al territorio nacional cada vez que se considerara conveniente y sin realizar mayores consultas al Gobierno cubano.
No fue solo la intervención grande, cuando Tomás Estrada Palma intentó relegirse y desató una guerra civil. Hubo otras más pequeñas y persistentes, hoy casi olvidas, que se realizaron en diversos poblados y ciudades de la Isla ante el simple llamado de algún empresario yanqui.
Sin embargo, cuando ocurrió la segunda intromisión, el 12 de septiembre de 1906, Estrada Palma cargó para siempre, aun después de muerto, con el pecado de haber solicitado el ultraje del suelo patrio. El bochorno llegó tan hondo y el repudio se mostró tan grande, que ningún otro presidente de la República, por muy ladrón y sanguinario que fuera, osó solicitar nunca más la intervención.
Bajo ese manto oscuro sobre la conciencia de generaciones de cubanas y cubanos, el 20 de mayo desapareció como feriado y día de conmemoración nacional mediante la Ley 1120, promulgada por el Gobierno Revolucionario el 19 de julio de 1963.
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Junto a su aire trágico, las últimas investigaciones históricas demuestran que la fecha también tiene su lado de gloria. «El 20 de mayo de 1902 se produjo porque no hubo anexión», enfatizó la Doctora Francisca López Civeira a la periodista Lisandra Gómez Guerra durante el 23er. coloquio Voces de la República, celebrado por la Unión Nacional de Historiadores de Cuba, en Sancti Spíritus.
El plan real del Gobierno de Estados Unidos, formulado desde 1899 por el presidente William McKinley, era que Cuba pasara a formar parte de la unión norteamericana. Solo la firmeza de un pueblo los obligó a maniobrar. Leonardo Wood intentó hasta el último momento dilatar el acto oficial de traspaso de mando a un Gobierno nacional para luego decretar la anexión; pero fracasó.
Desde las escuelas, los clubes, los periódicos y asociaciones de todo tipo se lanzaban proclamas y escritos en los que se exigía la declaración definitiva de Cuba como Estado nacional. En las calles se realizaban marchas y las presiones llegaban hasta la prensa internacional, en la que se condenaba una dilación con intenciones traicioneras, como lo demostró la profesora Ana Cairo Ballester en uno de sus últimos trabajos.
La presión de la opinión pública fue tan grande, incluso dentro del pueblo norteamericano, que a los anexionistas, nacionales y extranjeros, no les quedó más remedio que ceder. La fecha final quedó fijada porque de lo contrario la manigua volvería a acoger la rebeldía del pueblo cubano.
Queda mucho por investigar, como ha reiterado la Doctora López Civeira. Y bajo lo que todavía se debe esclarecer entre tantas luces y sombras habría que preguntarse hasta qué punto aquellas multitudes que se hincaban de rodillas ante la vista de la bandera celebraban no solo el surgimiento del nuevo país, sino también el haber logrado el primer gran triunfo político del naciente Estado cubano ante la rapiña del Gobierno de Estados Unidos.
Desde esas imágenes y recuerdos, ocultados por la neblina del tiempo, el 20 de mayo tiene mucho que decir todavía. La Historia dará su veredicto.