Los hombres y mujeres de la Cruz Roja han sido también imprescindibles. Autor: Abel Rojas Barallobre Publicado: 07/05/2022 | 10:44 pm
—«¡La parte lateral del Saratoga completo, se fue completo la parte lateral del Saratoga!»—, informa el jefe del Comando 1 de Bomberos, entre la conmoción y el dolor.
—«¡La técnica del Sium (Sistema Integrado de Urgencias Médicas) avanza hacia el lugar...!»— le responden al instante del Puesto de Mando.
—«Tenemos una escuela aquí y vamos a evacuar la escuela, vamos a evacuar la escuela completamente. Hay mucho pánico aquí (se le quiebra la voz y me quiebro también al escuchar el audio) ¿Recibió?».
***
Pienso en los que creyeron que el 6 de mayo sería un viernes simplón y de un momento a otro se les trastocó la vida. Pienso en los que quizá esperaban un transporte, o en los que daban una vuelta por la ciudad, en los que cruzaban desde el Parque de la Fraternidad para entrarle a La Habana Vieja.
Pienso en los que por probabilidades salieron a comprarle un regalo a la madre, o a terminar una prueba, o a dar clases, o a trabajar. Pienso en los que caminan diariamente por esa intersección populosa. Pienso en las tantas veces que he contemplado aquel hotel que se enseñoreaba en la esquina. Y ahora solo exhibe pedazos.
Casi siempre que me hablan de explosión recuerdo cuando me contaron por primera vez de Hiroshima y Nagasaki, o de Fabio Di Celmo; casi siempre que me hablan de explosión imagino una onda expansiva que no cree en sueños ni tiempos, que te arrasa. Y no sabes por qué a ti. Por qué hoy.
Entonces la realidad te golpea en lo que parecía ser un día normal, tedioso. Te llaman al teléfono. —«¡Santi, explotó el Saratoga… ve para allá!»—. Corres con el miedo a galope, con el pecho tembloroso porque no sabes qué te encontrarás. Porque crees que no estás preparado. Y tienes razón. No lo estás.
Las nubes de humo sucio y nauseabundo, el polvo que te quiere comer los ojos; el hotel herido, abierto ante ti como la casa de muñecas de un videojuego de guerra; los carros tapizados por los escombros. Los cuerpos inertes. Los uniformados que están luchando por salvar. El pueblo que se conduele y auxilia. El bombero (y héroe) que reta al peligro y sube al último piso de lo que fue el inmueble. Los dirigentes que llegan rápido y en buen cubano: «guapeen duro», llaman a proteger a nuestra gente. La solidaridad y el amor que llenan una bolsa de sangre.
Dice en unos versos mi amiga Adriana Fajardo: «Es la sangre de millones / En la sangre de unos cuantos / Porque entre el rezo a los santos / Y la religión de hacer / Cuba le sabe poner / Luz de amor a sus quebrantos».
Los relatos comienzan a salir: el hijo que hunde las manos para hallar a su padre entre las ruinas y lo encuentra sin vida; la nieta que espera volver a abrazarse a su abuela; la crónica de la niña Camila; la muchacha que está atrapada y sacó fuerzas para llamar a los suyos; los perros de la brigada canina cuyo olfato guía hasta los latidos que quedan; la mujer que llora al cielo y se deja abrazar.
Los rescatistas que no se detienen, pero se comen un pan porque no han tenido tiempo de llevarse bocado al estómago; los que se «tiran un rato» para paliar el agotamiento y volver; los que les preguntas si hay algo más y no quieren hablar para no dar falsas expectativas; los que no durmieron en aquella noche extendida.
Posteaba el colega Roberto Morejón en su muro de Facebook, una foto de un bombero arrodillado y encorvado en el suelo, y escribía que «los hombres también se desarman, también lloran, también tienen que tomar un respiro cuando las piernas flaquean en medio de tanto horror…».
La Patria chica de uno es el otro, he leído por ahí. Sufrimos la desesperación de las familias necesitadas de esperanza, nos invaden el desasosiego y la impotencia. Somos un país con rostro solidario, y en medio del luto transparente solo nos consuela esa fuerza de amor que ha brotado en el más hondo abrazo.
Los rescatistas, como el resto de las fuerzas especializadas, no se detienen por encontrar personas tras la explosión. Foto: Abel Rojas Barallobre.