El doctor José Luis López González al momento de recibir la Orden Lázaro Peña de Primer Grado. Autor: Luis Raúl Vázquez Muñoz Publicado: 03/12/2021 | 10:21 am
CIEGO DE ÁVILA.— Nunca supo la razón. Todavía hoy le preguntan: «¿Por qué usted sabía que lo iban a llamar?», y el doctor José Luis López González encoge los hombros. «No sé —responde—, era una intuición y se cumplió».
Aquel viernes, cuando el ébola era noticia en la portada de los noticieros, el especialista oyó en el televisor el pedido de las Naciones Unidas a Cuba para apoyar a los países víctimas de ese virus.
«Van a activar una brigada —comentó a su esposa—. Me van a llamar, y si me piden ir, voy a dar la disposición». Su única inquietud, cuenta, era su mamá, Leonor de la Caridad González Aliste. Debía decírselo, por lo que a la noche fue a su casa y le contó. Recuerda que se puso nerviosa y dijo: «A ti no te van a llevar».
A la mañana siguiente, mientras revisaba unos papeles en su oficina de la Unidad Municipal de Higiene y Epidemiología, sonó el teléfono. «Oigo… Sí, soy yo… ¿Que pregunte qué epidemiólogo está dispuesto a ir a África para lo del ébola? Está bien, voy a hacer la consulta… Pero bueno, anótame ahí, que yo estoy dispuesto… Sí, sí, no hay problemas, yo sé que es voluntario… Correcto, el lunes doy la respuesta definitiva». El lunes empezó a llenar los papeles; pero esta vez llamaron por el celular. «¿José? —era Mayrelis Benedico Rodríguez, la directora municipal de Salud—. Tienes que estar listo mañana a primera hora: te vas a La Habana, para lo del ébola».
No era la primera vez que la familia de José Luis López González debía decirle adiós. En 2008 lo hicieron cuando partió para Guatemala, donde permaneció dos años. Pero esta oportunidad era diferente, no solo por la gravedad de la misión y la premura en los preparativos, sino porque en plena noche y con las maletas todavía abiertas empezó a caer un aguacero interminable.
«A esa hora faltaba lo más importante: despedirme de mi madre —recuerda el médico—. Me monté en el carro de una amistad y fui a su casa. Ella miraba el noticiero y al verme preguntó: “¿Qué pasa, mijo?”. Le conté y se echó a llorar. “No te vayas, no te vayas”, repetía. Ese fue el último recuerdo que tuve de mi mamá antes de salir para África. Como la escena de una película: ella parada en la puerta de su casa, diciéndome adiós en medio de la lluvia y la noche. Yo la observaba a través del cristal, que a ratos se empañaba, y la veía cómo se ponía chiquita mientras el carro se alejaba. No sé si ella veía mi saludo; pero lo que sí recuerdo es que nunca dejó de decirme adiós».
Solo 24 horas
Ese momento difícil se repitió en marzo de 2020, cuando terminó su misión como jefe del personal médico cubano en Santa Lucía (a donde viajó en noviembre de 2015) y regresó a Cuba. Llegó a su casa un miércoles por la noche y al día siguiente, a las 7:00 a.m., lo llamaron desde la Unidad Central de Cooperación Médica. ¿El motivo? Debía partir de manera urgente hacia esa isla caribeña, esta vez al frente de la Brigada Henry Reeve. Apenas 24 horas en el hogar y dos virus de alto peligro en su historial.
—Entre una epidemia de ébola y la COVID-19, ¿cuál es la más peligrosa?
—Si el ébola hubiera alcanzado la magnitud de pandemia que tiene la COVID-19, hoy estaríamos en un momento mucho más difícil.
—¿Por qué?
—El ébola es muy transmisible. El SARS-Cov-2 se adquiere principalmente por las vías respiratorias; pero el otro virus te alcanza, incluso, por las gotas de sudor o las lágrimas. Hasta puede infectar por una ligera lesión en la piel. Se propaga con mucha rapidez y su cuadro es más agresivo. El ébola no deja mucho espacio a la recuperación si no se actúa con rapidez. Incluso las medidas y los trajes de protección son de un mayor nivel que los usados con el coronavirus. De todas formas, las dos son enfermedades que no se pueden subestimar.
Quince muertos, un funeral
Cuando el ébola, lo enviaron a Sierra Leona —recuerda José Luis—. Al inicio, por las historias que escuchaban de los propios sobrevivientes, supieron de barrios prácticamente despoblados. Lo mismo pasaba con las familias: de cinco o seis miembros, solo uno o dos lograban sobrevivir.
«Si vas a la consulta a los dos o tres días de contraer la enfermedad, las posibilidades de recuperación son muy altas. Pero no siempre la población acudía con prontitud, y la salvación con el ébola se encuentra en la rapidez del diagnóstico y el inicio del tratamiento.
«Otra dificultad que enfrentamos fue la poca cobertura médica. No había especialistas ni centros asistenciales, y entre las primeras víctimas estuvieron muchos del personal de Salud que vivían en las comunidades y se infectaron.
«Esa situación se complicó con las creencias religiosas: su costumbre es limpiar a los muertos para luego besarlos y echarse encima el agua con la que limpian el cadáver. Una vez se dio el caso de una persona fallecida por ébola que desenterraron de modo clandestino para hacer la ceremonia. De 20 personas que participaron en el funeral, 18 enfermaron y 15 fallecieron. Solo tres sobrevivieron».
La avalancha
Al final, con sus diferencias, todas las epidemias se parecen, asegura José Luis: «Llega un momento en el cual piensas que nunca van a acabar. Entre marzo y noviembre de 2020, en Santa Lucía apenas había enfermos de COVID-19 porque el país cerró fronteras. Los contagios aparecían entre los pescadores que iban a Martinica a comerciar. Pero en noviembre se abrieron al turismo y fue el desborde. Después se controló; pero bajó la percepción de riesgo: las personas dejaron de usar el nasobuco, empezaron a tomar en las calles y vino un rebrote muy duro.
«En esos momentos, ya sea frente al ébola o a la COVID-19, uno se siente impotente, porque la avalancha de enfermos no termina. Con el ébola el cuadro es muy crudo, pero con el coronavirus no deja de ser terrible.
«Con el ébola vimos a pacientes que murieron al llegar al hospital y otros en los brazos del personal médico. Cuando los ponían en la cama parecían seres dormidos con los ojos abiertos. Así debías darles agua y comida y bañarlos. Ellos ya no tenían fuerzas para hablar y no hacía falta que dijeran nada: con los ojos lo decían todo.
«El otro fenómeno era verlos cómo se tiraban al suelo para morir. Casi siempre quien entraba en shock se dejaba caer de la cama. Lo subías, volvías a ponerle los sueros y volvían a tirarse. Y así era todos los días, sin parar».
—En esos casos, doctor, ¿cómo superar la impotencia?
—En África nos convertirnos en un paño de lágrimas. Algunos compañeros lloraban al salir del área de confirmados. En Santa Lucía ya estábamos un poco más curtidos, pero igual: no es fácil ver a un niño morirse llamando a su mamá. ¿Eso quién lo aguanta? En Sierra Leona no quedaba más remedio que irse para uno de los dos ranchones que se hicieron en el hospital de Kerrytown para descansar. Allí te recostabas a un poste a refrescar, y entonces llegaba un compañero, se sentaba a tu lado, empezaba a descargar y tú a darle ánimos, aunque por dentro andabas igual o peor.
«Otras veces era al revés: el de las descargas eras tú, hasta que nivelabas, callabas un rato y luego decías: Bueno, vamos a meterle…».
—Entre los miembros de la brigada médica contra el ébola había compañeros con otras misiones en África. ¿Qué opinaban de lo visto en Sierra Leona?
—Los que estuvieron en Angola cuando la guerra decían que preferían los tiros a esta situación. Ellos explicaban que en la guerra andas con un fusil y si disparan, al menos sabías de dónde lo hacían y te defendías. Con el ébola y con el coronavirus pasa algo diferente: no sabes en qué lugar se encuentra… Son microscópicos, pueden estar en cualquier lado. No los ves.
«En la guerra una bala te roza, pero sabes que está ahí y por dónde debes actuar. Con el virus, por donde sea que te coja estás complicado».
Mientras aseguraba el traje de protección a un especialista antes de entrar a la Zona Roja en Sierra Leona. Foto: Cortesía del entrevistado
—Por lo que usted cuenta, el ébola siempre es más duro que el coronavirus…
—No, no se puede subestimar. Que nunca nadie haga eso. Un colapso con la COVID-19 es desbordante. En Santa Lucía se saturaron todas las capacidades. Con el ébola estábamos organizados en equipos de trabajo y eso daba la posibilidad de descansar, pero el coronavirus es algo agotador.
«El ébola es más radical: mata muy rápido, y con el SARS-Cov-2, en cambio, está ese margen que aparece entre los síntomas y la gravedad. Ese espacio obliga a movilizar muchos recursos, y el epidemiólogo siempre debe andar detrás de las brechas que se le pueden dejar al virus. Debes supervisarlo todo, tomar muestras a los enfermos y sospechosos, comprobar si se desinfectaron los lugares, vigilar siempre… Eso genera mucho trabajo y tensiones. «Súmele a eso las situaciones que aparecen cuando el personal de Salud enferma y los sanos deben cubrir el vacío. La carga se vuelve mayor, y el estrés y el cansancio se vuelven algo insoportable.
«Cuando volví de Santa Lucía, en medio del rebrote de este verano en Ciego de Ávila, me enviaron para el hospital de Morón. Dos epidemias en dos lugares distintos, una encima de la otra. Salía de mi casa a las 5:30 o 6:00 a.m. a más tardar, y regresaba por la madrugada. Me quitaba todo en la puerta, hasta los zapatos, y salía en calzoncillos por el pasillo lateral directo al baño. Así fue todos los días sin parar, y con miedo de infectar a mi familia. Ese temor no lo sufrí en el África, y es terrible… Con la COVID-19 yo sentido más cansancio que con el ébola», asegura.
Nombres
En esas misiones se viven momentos muy complicados, y son de los que menos se habla, confiesa el doctor: «Ahora que estoy en la casa y el coronavirus nos ha dado un respiro, observo a la familia y me pregunto: ¿y si no hubiera regresado? Es duro ver a alguien morirse ahogado, en medio de temblores del cuerpo porque le falta el aire. Eso es lo que hace el coronavirus y, al igual que el ébola, deja a personas desamparadas, que pierden a sus seres queridos.
«En África había niños de varias clases: los que sobrevivían o resistían la enfermedad y los que estaban en la cuarentena mientras sus familiares fallecían. Ellos eran nuestros huérfanos. En el hotel recogíamos parte de nuestros desayunos o almuerzos, hacíamos un paquete y se lo llevábamos.
«Al más malito era a quien se le daba la mayor cantidad de golosinas. Hay nombres que yo no puedo olvidar. Lahay Bangura era uno de esos huérfanos. Tenía cinco años, la madre murió y quedó solo. Estuvo un mes en cuarentena, a la espera de que empezaran las fiebres. En ese tiempo las únicas caricias que recibió salieron del personal de salud. Los hermanos Daniel y Cecilia Turay, de Freetown, fueron de los primeros sobrevivientes del ébola en el hospital de Kerrytown. Él tuvo una evolución mejor que la hermana, y permaneció al lado de ella durante los 21 días de convalecencia. Después, como ya estaban inmunizados, se quedaron con nosotros y ayudaron con otros niños.
José Luis con los hermanos Turay, sobrevivientes del ébola. Denis con pulóver blanco; Cecilia con vestido de colores. Foto: Cortesía del entrevistado
«Otro nombre que no olvido es el del doctor Emiliano Sosa, pediatra de Santiago de Cuba. Se convirtió en el papá de esos muchachitos. Por pura espontaneidad, sin que nadie le dijera nada, sin una indicación, sin un teque, él recogía los alimentos y se los llevaba a los pequeños. Creo que a veces hasta dejó de desayunar para llevar lo suyo. Ellos lo reconocían a la legua. Cuando entrábamos a la sala vestidos con los trajes parecíamos iguales, pero los niños lo reconocían. “¡Sosa, Sosa!”, gritaban. Ni sé cómo se aprendieron su nombre. Y ese era el mejor momento, pienso yo… ¿Sabe por qué? Porque sus ojos ya eran los de antes de enfermar. No tenían dolor, transmitían alegría… y creo que los de nosotros también».