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Guajiros, orgullo nuestro

Nuestros campesinos y campesinas han acumulado, como sociedad y como nación, compromisos que deberíamos ir saldando en el día a día, aun cuando es innegable que desde la primera Ley de Reforma Agraria la Revolución se hizo tangible en nuestros campos

Autor:

Liudmila Peña Herrera

A mi bisabuelo Juancito no había quien le arrancara ni un mamoncillo o una ciruela de una mata sin su permiso. Imagínense un cangre de yuca, dos o tres tomaticos, algún plátano o un buen boniato, que él hubiese cultivado con tanto celo… Te los regalaba o te ordenaba que lo fueras a recoger, pero todo bajo su venia, como debía ser.

Para mi bisabuelo la tierra lo era todo. Despertar primero que las gallinas no constituía un sacrificio, como tampoco trabajar bajo el resistero agobiante, aunque las gotas de sudor corrieran por su rostro octogenario. Jamás le escuché proferir una queja. Y él, que no era tan manso, debía tener no pocas insatisfacciones como todo campesino que sueña con producir más y mejor. Porque la vida en la campiña no es, necesariamente, todo lo romántica que pudiera parecerle a quien solo va de visita a desconectar de la vorágine citadina.

Ahora que lo pienso detenidamente, a unos cuantos años de su partida y con un poco más de madurez, creo que mi bisabuelo estaría de acuerdo conmigo en que con nuestros campesinos y campesinas hemos acumulado, como sociedad y como nación, compromisos que deberíamos ir saldando en el día a día, aun cuando es innegable que desde la primera Ley de Reforma Agraria la Revolución se hizo tangible en nuestros campos.

Ese ha sido tradicionalmente un sector humilde, no solo por sus orígenes, sino también por la asunción de sus deberes y la expresión de sus reclamos. Sin embargo, durante años, para no pocos en las urbes decir «guajiro» ha significado bajo nivel de instrucción, sinónimo de rudeza y de poca educación; «guajiro», el que habla cantando y le gustan las tonadas; «guajiro», al que le tocó nacer en el campo.

Esas representaciones sociales, cuales barricadas, le han hecho mucho daño a la autovaloración de la gente joven que vive en zonas rurales, parte de la cual se ha propuesto «quitarse los ariques o las yaguas de los pies» insertándose en las dinámicas de las urbes. Esta es una de las deudas culturales que cargamos como sociedad y que debemos transformar para devolverles el justo valor a quienes han trabajado toda su vida para sustentarse, y de ese esfuerzo han salido los productos para alimentarnos.

En el campo está la base de los valores familiares y de nuestras tradiciones. Suyos son la impenitente nobleza y el ofrecimiento de ayuda sin dobleces; como también la inteligencia pragmática curtida en el surco, las ansias de aprenderlo todo y la capacidad de previsión para enfrentar temporales.

Cualquiera no está dispuesto hoy a hundir sus manos en la tierra, y a quienes lo hacen hay que decirles lo importantes que son, y demostrárselo con hechos concretos. Foto: Abel Rojas Barallobre

Al campesinado se le ha pedido resultados, productividad, comida sobre la mesa… por las propias urgencias nacionales, pero aún no se les retribuye y se les incentiva lo suficiente. Las 63 medidas aprobadas recientemente para estimular la producción de alimentos vienen a ser un oasis en el que beban las proyecciones que, para el futuro inmediato, se tracen los miembros de ese sector vital para Cuba.

Y qué bueno que así sea. Que el Estado no solo pida, sino que también provea en función de sus necesidades, es una forma de movilizarlos a la acción. Pero no basta: hay que transformar mucho más para ponderar —y empoderar— a quienes tienen sobre sus hombros la misión de producir más para importar menos.

A los desafíos asociados a la sequía, la carencia de insumos, paquetes tecnológicos, maquinarias… sumémosles también las necesidades básicas que tienen y que, precisamente por ser hombres y mujeres del campo, alejados de los grandes centros comerciales, les resultan más difíciles de resolver. Recordemos que cada cual es el resultado de su tiempo, y estos no son los mismos en los que nació, creció y trabajó mi bisabuelo.

Con nuestros campesinos y campesinas hemos acumulado, como sociedad y como nación, compromisos que deberíamos ir saldando en el día a día, aun cuando es innegable que desde la primera Ley de Reforma Agraria la Revolución se hizo tangible en nuestros campos. Foto: Maykel Espinosa Rodríguez

¿Qué se podría hacer entonces para evitar que esta fuerza laboral continúe emigrando a las ciudades? ¿Resultará muy complejo organizar frecuentes ferias especiales con productos de aseo y alimentos, por ejemplo, para que los mejores productores de una cooperativa no tengan que salir a buscarlos tan lejos? ¿Sería mucho soñar que se les diera una «pasadita de mano» a los círculos sociales de las comunidades y que se organizaran actividades recreativas (después de la pandemia, por supuesto) para que quien labra el surco «tire su cable a tierra» y también se divierta?

Estoy convencida de que hay muchas maneras factibles que verdaderamente estimulen (y no solo con un cuadro o diploma) a quien más leche y carne entregue a la industria, se sacrifique más, cumpla y sobrecumpla. Cualquiera no está dispuesto hoy a hundir sus manos en la tierra, y a quienes lo hacen hay que decirles lo importantes que son, y demostrárselo con hechos concretos; no un día, sino en cada jornada del calendario.

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