El comunismo asomó como promisorio desde los días de mi infancia. Recuerdo con nitidez el modo en que, en casa, alguien, soñador, me describía una sociedad en la cual no haría falta el Estado porque estaríamos reunidos en comunidades, en la cual la hermandad sería el signo de todo.
En noches frescas y que me sumergían en total asombro, alguien me aseguraba que en la sociedad lejana en el futuro habría para sus habitantes más tiempo de ocio; las horas de trabajo serían solo las precisas; sin que el hombre estuviese enajenado, pensando en trabajar para ganarse el pan nuestro de cada día.
Lo otro es que la plusvalía —ese margen de ganancia del capitalista de hoy— no estaría presente; cada individuo recibiría no en dependencia de su entrega sino atendiendo a sus necesidades; no existirían las fuerzas represoras, pues la conciencia habría llegado a niveles idóneos de desarrollo. Y tal suerte sería simultánea en todas las latitudes.
Me dije, desde aquellas descripciones según las cuales el hombre sería algún día hermano del hombre, que el comunismo sabía a paraíso en la Tierra. Un soñador me había contado ese sueño de humanidad, y yo quedé prendada de tal propósito hasta el sol de hoy.
Con mi crecimiento y algo de saber fui entendiendo que la imperfección nos define, que el egoísmo, como diría José Martí, es el gran mal de este mundo, y que la guerra, como ha quedado claro desde los tiempos de Platón, parece ser nuestra naturaleza.
Tal realidad, sin embargo, hizo que se nos mostrasen venerables los herejes que a lo largo de la historia han pretendido algo de emancipación y hermandad entre nosotros; y todo eso, a pesar de los extremos, de los excesos conocidos en las páginas que cuentan historias de la humanidad, desde el siglo XVIII, con la toma de la Bastilla, hasta hoy; testimoniales de dramáticos eventos con sus inicios y desenlaces, todos provocados, quién lo duda, por la misma humanidad que hoy nos desconcierta y esperanza.
No por gusto son admirables Jesús de Nazaret, Martín Lutero, Carlos Marx, Lenin, Rosa Luxemburgo. No en balde respetamos a los rebeldes de la historia. En lo que a Cuba respecta, están en el altar de la Patria todos los que han soñado, lucharon y hasta murieron por un mundo más humano: desde nuestros primeros pedagogos —quienes supieron usar pluma y espada—, pasando por sucesivas generaciones de héroes y mártires, hasta los compatriotas que siguen defendiendo la justicia.
El día que me acerqué algo a la figura del joven Julio Antonio Mella, o a los ímpetus poéticos y radicales de Rubén Martínez Villena, me afinqué en la certeza de que la palabra «comunista» —lo que ellos eran— resultaba una condición satanizada por todos los que han llevado en sí el egoísmo más furibundo.
Muchos en el mundo invocan esa palabra como un término vergonzante, como una plaga «roja» que debe ser exterminada. Algunos lo hacen por intereses de clase, y otros, porque siendo parte del ejército de los oprimidos sueñan, obnubilados, con alguna migaja de quienes les tienen la bota encima.
Ya sé, a estas alturas de mi vida, que la depredación y la guerra parecen ser consustanciales a mi especie. Pero algo me dice que el mejor sentido de la existencia es mirar al otro como a un camarada, que el amor también puede distinguirnos, y que la búsqueda de los equilibrios, mientras soñamos y construimos un país, puede ser un camino de realización personal y colectiva.
No puedo pensar de otro modo habiendo tenido inspiraciones y magisterios descubiertos en José Martí, el Che Guevara o Fidel. No puedo sentir vergüenza del comunismo, de mis hermanos que en mi nación acaban de celebrar su 8vo. Congreso, y cuya suerte está echada en pos de la soberanía y de toda la felicidad posible.
Ya sé, por cómo van las cosas en el planeta, que la sociedad soñada, la que me dibujara un día cierto soñador, tiene sabor de horizonte. Pero, ¿de qué sirve esa línea lejana si no es para darles sentido a mis pasos, mis pasos que no serán complacientes ni perfectos pero que estarán movidos por un sueño bueno?
Me alentará, hasta el final, el sueño de un poeta comunista: entraremos a ese espacio que se hará grande, profundo y permanente. Estaremos ya firmes sobre la tierra en la que hemos querido entrar en posesión infinita de cuanto existe. No buscamos el misterio; somos el misterio.
A ciertos espectadores imperturbables, que critican el andar sin entender —pues no han sentido el polvo del camino—, que critican nuestra obra sin haber erigido alguna o suficientes piezas, les confieso que lo aprendido en aquellas noches frescas de la infancia me mantiene, aún, desvelada. Es así, aunque eso me provoque muchos dolores de cabeza: «Y es que el dolor de cabeza —dejó escrito Roque Dalton— de los comunistas/ se supone histórico, es decir/que no cede ante las tabletas analgésicas/ sino solo ante la realización del paraíso en la Tierra./Así es la cosa».