Julio Antonio fue de los primeros en buscarlo para hallar, de Dos Ríos a sus días, el camino de Cuba. Con ese chorro de luz en sus manos, el líder de juventudes no solo alumbró el nacimiento de la Federación Estudiantil Universitaria, la formación del Partido Comunista y una época de vibrante movimiento sindical; también se convirtió él mismo en un guía luminiscente, de manera que cuando, al fin, Machado creyó matarlo, ya Mella era, en la órbita de Martí, uno de los faros inapagables del carro de la Revolución.
Después, los deslumbramientos y alumbramientos serían cosa no de patriotas aventajados sino de hornadas enteras. Cuando «…parecía que el Apóstol iba a morir…», una Generación se bautizó a sí misma con el tiempo de su llegada, (del) Centenario, y reconociendo razones y fusil propios su adalid indiscutible dio a un Martí re/nacido el crédito principal en el asalto al Moncada: el disparo de la idea.
El Maestro se acostumbró a que le llamemos, así que reiniciar la máquina del tiempo, sacarse tres balas del cuerpo, ensillar a Baconao y cabalgar rumbo a nosotros es, desde su muerte, el acto más común de su vida. Todavía, con letra apurada y decidida, escolta nuestra firma en la gesta inacabable de este pueblo.
¿No ha cumplido su tarea? Además de erigirse en límpido paradigma que llena con hechos certificados los libros de Historia, el Apóstol ha ganado espacios fértiles en la literatura y hasta en la mística popular. Es la inyección de beso, coraje, arte, ciencia y matorral que inmuniza este Archipiélago frente a los malos ojos y las «hojas malas», escritas para dividirnos.
Martí sigue vivo, también, porque una vez ganada la gran rebelión —que pareció hacer como Gómez: pedirle hacerse
a un lado y, aparentemente, permitirle apenas un combate— levantada por él tras las huellas cespedinas, aún nos une la tarea de terminar de tejer su visión republicana.
Vencidas las diferencias insalvables que tantos naufragios llevaron en el pasado a la causa colectiva, los cubanos de ahora buscamos con pleno derecho —de un mismo lado, generales y tribunos— una República «en Almas» que, en medio del combate, asegure dignidad plena.
En el paisaje de hoy, la independencia se define desde la alerta frente al mismo vecino codicioso, en franca crisis de identidad imperialista. Los lazos con los hermanos al sur del río Bravo anudan la salvación regional y para mantener retrato propio, con rostro digno, en el mapamundi es imprescindible bucear —y no solo nadar a la orilla de las citas escogidas— en el océano Martí.
Ello vale para afuera y para adentro. Ese pensar como país en que pensamos hoy es continuidad de su esencial consejo en el ensayo Nuestra América, en el que convoca a conocer «…los elementos verdaderos del país». ¿Los conocemos? ¿Nos conocemos? El empeño nos anima.
Más que mencionar el término en demasía, lo que toca es interiorizar cómo honrar, desde cada puesto de cubano, esa república con justicia social que soñaba Martí desde sus infantiles sueños de Abdala.
¿Que los días pegan fuerte?; es cierto. Cuba pudiera convocar, en todas sus ramas, un concurso de héroes, «temporada COVID-19», pero aquí hasta los niños saben que, incluso antes de los sanitarios, esta nación clavó otros pilares, morales, que nos aseguran como pueblo insumergible.
No ceso de imaginar a Martí cerca, con nasobuco —negro, por supuesto—, haciendo conciencia con ciencia y amor, pero veo también que ni en semejante trance deja de pelear.
Los anexionistas actuales no encuentran en su camino rival más formidable, de ahí el gastado intento de «colorearle el traje» y disfrazar sus rasgos verdaderos. Siendo apenas un adolescente deportado en Madrid, ya sabía y nos dijo que Estados Unidos se había «metalificado» para lograr su progreso —«¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!», exclamó—, una de las razones por las que nunca reconoció, en el país norteño, ningún modelo a seguir.
Entonces, frente a tanto mercenarillo… metalificado, siguen plenas de luz sus coordenadas para ubicar las acechanzas de un imperio en plena esclerosis múltiple. Ahora que tenemos a la vista otra escena norteamericana, vale apuntarlo: cualquier interlocución con el nuevo presidente estadounidense debe ser solo eso, martiana. Ya con ella, triunfaremos.