De derecha a izquierda: José Antonio Echeverría, Juan Nuiry y René Anillo. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 06:51 pm
Desde 1923 el plan desvelaba a Rubén Martínez Villena. En 1930 hubo varios intentos. El 4 de agosto de 1955 son ocupadas las armas y la misma estrategia, concebida esta vez por el revolucionario Menelao Mora, no se realiza.
Pero dos años después, el 13 de marzo de 1957, cuenta su hijo que antes de salir de casa Menelao le entregó su reloj por si ya no regresaba más. Era él uno de los 50 hombres dispuestos a atacar el Palacio Presidencial y ajusticiar al dictador, Fulgencio Batista, quien desde 1952 había golpeado el futuro del país.
Es 12 de marzo y, sobre las cinco de la tarde, los muchachos reciben la orden; pero Carlos Gutiérrez Menoyo, quien está al frente de la acción, dice que no.
«Si nos coge la noche nos vamos a matar unos a los otros, porque seguro cortan la luz. Vamos a dejarlo para mañana», recuerda otro de los futuros participantes, Ángel Eros Sánchez que le dijo Carlos Gutiérrez.
Ya es 13. A las 11 de la mañana se precisa con absoluta certeza que Batista está allí; y llega la orden. Dos automóviles, un camión donde se puede leer Fast Delivery, unas 25 Thompson, M2, M3, carabinas M1 y un puñado de muchachos sin miedo llega ante la puerta del Palacio.
Las primeras ráfagas, desde la mano de Carlos Gutiérrez, devoran a los soldados que impiden el paso. Faure Chomón Mediavilla, José Luis Gómez Wangüemert, Luis Goicochea, Pepe Castellanos y Luis Almeida tiran también.
Al inicio del combate, los disparos enemigos son para una guagua que pasa, pues «ellos pensaron que el ómnibus estaba metido en eso. Y matan al chofer y a un pasajero», recuerda Amado Silveriño, quien conducía el camión.
Para la mayoría de los jóvenes es su bautizo de fuego. Cuenta Juan José Alfonso Zúñiga que disparó un depósito completo; «tiré ráfagas cortas para todos los rincones. En el patio del Palacio había una ametralladora calibre 30 que yo neutralicé con una granada. Hubo gente que murió y apenas salió del camión», comenta.
Las balas gritan en el suelo y parecen sembrarse allí. Hay quien dispara a los pisos superiores. El polvillo de las paredes despedazadas molesta los ojos. El miedo y la muerte pasan juntos. A Juan Pedro Carbó una ráfaga le tumba los espejuelos. Los muchachos siguen disparando.
«Se entabló un fuerte combate en la planta baja, pero los defensores de Palacio fueron cediendo, huyendo hacia los pisos superiores», dice Faure Chomón. Algunos ya están en la segunda planta; hacia el ala izquierda apuran sus pasos Carlos, Wangüemert, Almeida, Castellanos y Goicochea.
Los asaltantes llevan camisas de mangas cortas que los diferencian de los moradores de Palacio, siempre de cuello y corbata acorde a las ínfulas del tirano. En los rincones tiemblan los sirvientes. Una cocinera rubia pide que no disparen; otros, como mordidos por el temor, informan que Batista almorzó hace poco, pero no saben dónde está.
«Subimos. Empiezan a tirar desde la azotea y los pisos superiores. También respondo. No sé, estuvimos como media hora allí tirando. Después se corre la voz de que la gente de apoyo no ha venido», rememora Juan G. Valdés (Berto).
Dagoberto Castro Pillado, uno de los que conocía detalles de la acción, dice que el asalto a Palacio era para diez minutos. «Por el balcón Carlos iba a tirar el cadáver de Batista. Si él lo hubiera cogido en el despacho lo hubiera ajusticiado, pero fracasó la operación, pues Ignacio González nunca movilizó al grupo de apoyo», asegura.
«¿Dónde está Batista?», truena la voz de Carlos. Dos sirvientes con los labios amordazados por el miedo indican con las manos la dirección del despacho. Llegan hasta allá, destrozan a tiros la cerradura, pero solo dos tazas de café aún calientes hablan de la salida presurosa del dictador.
Carlos, Almeida, Goicochea, Castellanos y Wangüemert regresan al Salón de los Espejos. Intentan subir al tercer piso pero no lo logran. Necesitan el apoyo que nunca llegó. Abajo unos se desangran, otros disparan las últimas balas, algunos han improvisado la retirada que jamás se concibió, muchos dejan su vida en el Palacio. Fue este el último combate de Carlos. Menelao nunca regresó a su casa.
Radio Reloj reportando
En el sótano de una casa en la calle 19, entre C y D, está el líder de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) José Antonio Echeverría. Un apartamento en la calle 6, entre 19 y 21, en el Vedado, esconde a jóvenes clandestinos. Todos esperan la misma orden.
«La empresa consistía en tomar la emisora Radio Reloj coincidiendo con el asalto a la madriguera del tirano y arengar al pueblo para que concurriera a la Universidad, hacia donde nos trasladaríamos luego de cumplir esta parte del plan», contaba el estudiante de Ciencias Sociales y Derecho Público Juan Nuiry Sánchez, quien horas más tarde custodiaría la puerta de entrada a la emisora desde su Chevrolet gris claro de 1952.
Antes de las tres de la tarde llega el aviso. A plena luz del día, hasta un auto parqueado afuera llevan todo el material bélico guardado en el apartamento de la calle 6. Toman pistolas y granadas, y el joven Fructuoso Rodríguez está eufórico con una pistola Máuser que no cesa de mostrar. En total cuentan con una calibre 30, unas 50 armas largas y otras cortas.
Llegan entonces ante el sótano de la calle 19, donde aguardan dos carros más. «José Antonio, con su traje azul marino, pasó frente a nuestro auto y, como saludo, hizo un guiño, gesto muy característico en él, seguido de una amplia sonrisa. Era la última vez que lo vería vivo», comentaba Nuiry.
De acuerdo con la acción a Palacio, pasadas las tres de la tarde salen los tres carros. En el primero van Humberto Castelló, José Assef, Enrique Rodríguez Loeches, Pedro Martínez y Aestor Bombino. En el segundo José Antonio Echeverría, Fructuoso Rodríguez, Joe Westbrook, Otto Hernández y Carlos Figueredo. En el tercero Juan Nuiry Sánchez, Julio García Oliveras, Mario Reguera, Antonio Guevara y Héctor Rosales.
Avanzan desde la calle 19, doblan a la derecha en B hasta 17 y continúan por esa vía hasta M. Son exactamente las 3:21 p.m. y José Antonio irrumpe en la cabina de Radio Reloj, entrega los partes a los locutores y Cuba comienza a escuchar la noticia: ¡Atacado el Palacio Presidencial!
Cuenta Floreal Chomón Mediavilla, uno de los locutores que allí estaban, que en los últimos días había copiado boletines de noticias viejas retiradas de Reloj para que Wangüemert, estudiante de Periodismo, examinara el estilo de redacción y las hiciera similares. «Por eso el boletín que entrega José Antonio a Héctor de Soto ya observa el carácter y el tiempo de la emisora, es decir, texto de ocho líneas que hace el medio minuto».
Tensión, anuncios comerciales... y ya está al aire la voz del líder de la FEU: ¡Pueblo de Cuba, en estos momentos acaba de ser ajusticiado revolucionariamente el dictador Fulgencio Batista en su propia madriguera del Palacio Presidencial. El pueblo de Cuba ha ido a ajustarle cuentas!
Y convoca hasta que sus palabras salen del aire, pero el tic tac característico de la emisora continúa. Afuera «los minutos se hacían largos y no veíamos bajar a nadie del edificio, hasta que de pronto se vio descender a nuestros compañeros pistola en mano. José Antonio fue el último en subir al vehículo, que estaba casi en marcha», decía Nuiry.
Unos tiros salen desde la antigua funeraria Caballero. El Hotel Habana Hilton, hoy Habana Libre, está en construcción. Camiones, grúas y materiales depositados en M, entre 23 y 25, dificultan el tránsito y se dispersan los carros, que llegan a la Colina por lugares distintos.
El primero continúa por M hasta San Lázaro, allí dobla a la derecha y llega frente a la Escalinata. El segundo sigue por M y dobla por Jovellar hacia la Universidad, y el tercero avanza por M hasta 25, toma a la izquierda en J y llega a la Colina; siendo el único que entra a la Universidad y parquea frente a la Biblioteca Central.
Recordaría después Carlos Figueredo Rosales, «El Chino», que cuando llegaron a L estaba casi estancado el tráfico. Doblan entonces por la Colina y se encuentran con una patrulla al costado de la Universidad. «Tiro un timonazo, freno y chocamos de frente. Ellos tiran una ráfaga que atraviesa el parabrisas.
«Fructuoso exclama una mala palabra y ordena tirarse a tierra. Cuando caigo al piso veo a José Antonio corriendo hacia el patrullero, apuntando al tipo que está atrás. Y vemos cómo lo ametrallan», cuenta El Chino.
Hoy, 60 años después de que el líder estudiantil de 24 años muriera a solo unos pasos de su querida Alma Máter, las nuevas generaciones regresan sobre los hechos de aquel miércoles 13 de marzo de 1957.
Hasta la tarja que marca el lugar donde cayó, el Palacio Presidencial y Radio Reloj, llegan los muchachos para conocer de la valentía de aquellos que, con su misma edad, marcaron una hora exacta en la historia de Cuba.
Bibliografía consultada:
Nuiry Sánchez Juan, 2007. Tradición y Combate. Una década en la memoria. Editorial Félix Varela.
Zito Valdés Miriam, 2016. Palacio Presidencial. Una acción sin retirada. Editorial Ciencias Sociales