Lo que ocurrió aquel dramático viernes, 27 de febrero, todavía no ha podido apagarse del aire y la memoria. Los barrancos de San Lorenzo vieron cómo el primer Presidente de nuestra República en armas dejaba su sangre final en las piedras y las plantas luego de batirse solo contra una columna española.
¡Qué epílogo este, en total humildad, para un hombre que había conocido las casas señoriales, los viajes por Europa y los estudios encumbrados! ¡Qué desenlace para el otrora aristócrata que en esos días había comido «semillas de mamoncillos y dulces de mangos sin azúcar ni miel» junto a otros platos mambises! ¡Qué prueba conclusiva para su vida, coronada con la gloria más alta!
No deberíamos olvidar ahora, 143 años después, que ese ser humano ultimado a boca de jarro iba a cumplir 55 abriles y que su anatomía se había desgastado por mil rigores: no veía bien, su dentadura estaba deteriorada y los dolores le perseguían la existencia.
Y a pesar de eso y de otras dolencias mayores, causadas por la deposición absurda, ser blanco de intrigas y trampas, haber sido dejado sin escolta en la profundidad de los montes... Carlos Manuel de Céspedes soñaba con una Cuba bautizada por la unidad, los valores cívicos y la libertad suprema.
Olvidando las cofradías en su contra, pasaba los días con la conciencia tranquila, enseñando a los pocos niños de la prefectura a escribir «verdad», «decoro», «patria», «esperanza».
Aquel viernes, en el que curiosamente había jugado una partida de ajedrez, Céspedes culminaba la obra iniciada antes de un octubre de volcanes; una obra que supo anteponer los ideales a la fortuna, los sacrificios a la familia amada, la ética a la demagogia.
No todo en él fue luces, como se ha reconocido por estas fechas en su Bayamo natal en la jornada Hombre de mármol, que se celebra cada febrero, como homenaje sencillo al Iniciador. Mas la virtud se le desbordaba por encima de los actos y los títulos. La virtud por haberse convertido en padrazo de humildes y esclavos, por haber cumplido su promesa de que en Cuba no se derramaría sangre por su culpa, por zarandear una nación cuando otros dudaban y echarla a volar a un destino definitivamente diferente.