Cada sobrevuelo de helicóptero ha sido útil e inspira confianza. Autor: Juan Pablo Carreras Publicado: 21/09/2017 | 06:39 pm
BARACOA, Guantánamo.— El peculiar silbido de las hélices de un helicóptero sobrevolando la despeinada campiña y los techos derribados del insomne caserío sería para muchos, quizá, el sonido más feliz, el más esperanzador de cuantos se escucharan aquella primera mañana después de Matthew, huérfana del acostumbrado canto de los gorriones, del café caliente o de ese siempre dulce «Despiértate, hijo, o llegarás tarde a la escuela».
El vuelo a veces rasante e inclinado de la aeronave verde olivo por sobre predios de San Antonio del Sur, Imías, Maisí o Baracoa, no dejaba de ser algo inhabitual, y hasta obvio, pero aquel singular amanecer transmitía varios significados. Para algunos pudo haber sido ayuda, acompañamiento, solidaridad… para la mayoría sonaba a Unidad, a Revolución.
Y es que cuando todavía las bajas nubes del monstruo en retirada no dejaban ver muy bien el «camino», ya la tripulación del Mi-17 de la Fuerza Aérea Revolucionaria, al mando del piloto Rolando Vera, andaba bien enjaezada. Trasladaba personal de apoyo hacia las zonas que quedaron aisladas, esperaba impacientemente poder auxiliar a alguna persona necesitada, o colaboraba en obtener una mejor apreciación de la magnitud de los daños.
No hay espacio para improvisaciones. La disciplina es rigurosa, y todo está debidamente «escrito» sobre cómo proceder ante cada situación. La comunicación con el mando es permanente, y tanta maestría y coraje derrochados frente a los instrumentos de vuelo no pasan inadvertidos a la mirada atenta, o a los lentes de los periodistas, quienes también vamos a bordo.
«Sentí mucha tristeza al contemplar tanto destrozo, al ver Maisí y Baracoa de ese modo, porque son paisajes que conocemos perfectamente de incursiones anteriores. Pero al mismo tiempo nos entusiasmábamos con las muestras de confianza de la gente mientras nos saludaba. Y cuando allá abajo hicieron ondear una bandera cubana, a nosotros simplemente la piel se nos erizó», confiesa a JR en un breve aterrizaje el teniente coronel Vera.
Para el resto de sus colegas de tripulación, los teniente coroneles Carlos Columbié, Luis Aguilar y Enoy Hernández, las vivencias compartidas durante las últimas horas de servicio a disposición de la población les han engrandecido tanto la experiencia profesional como los recios corazones en medio del pecho.
Cada uno de ellos desempeña con esmero la ocupación que le corresponde a bordo, y aunque distintas, son igual de importantes, ya sea para el aseguramiento de la navegación y las comunicaciones, que para mantener en óptimo estado técnico cada componente del medio aéreo.
Hernández ha vuelto a rememorar aquella «su primera prueba de fuego», cuando por fin demostró sus conocimientos de rescate y salvamento, y, empinado sobre un helicóptero de similar porte, logró salvar de las manos de «la Parca» a dos pescadores aficionados a cuya improvisada balsa la marejada alejó demasiado de la costa, «allá en Santa Cruz del Norte».
«Hasta que llegas al lugar no sabes exactamente cómo se va a actuar. Encontrar a alguien en el mar, por ejemplo, puede ser como hallar una aguja en un pajar, aunque haya buena visibilidad. Nos preparamos con rigor, pero siempre acecharán los imprevistos. Yo solo sé que salvar una vida es la cosa más reconfortante», asevera sonriente el joven oficial.
Junto al resto de las misiones típicas del servicio en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, las tripulaciones de helicóptero cumplen esporádicamente con otras sensibles faenas. Algunas tienen que ver con el traslado de enfermos, lo mismo sobre tierra firme que desde alguna embarcación en alta mar; de órganos humanos para trasplantes, o de algún pesado equipamiento, alimentos o medicinas, que se necesitan con premura en algún intricado paraje de la geografía nacional.
Detrás de esos uniformes impecables hay madres, esposas…. En al menos el caso de uno de ellos, esta última es igualmente de profesión militar, y saben de los riesgos a los que se exponen sus amados en cada imprevista partida. También esperan los hijos pequeños, que les admiran, o ansían algún día poder seguirles los pasos.
No harían falta nuevas horas de vuelo, ni tampoco muchas palabras para advertir tanto desprendimiento. Lo demuestra la postura de alguien a quien le resulta más difícil responder a una simple pregunta periodística que dominar el bastón de mando de un helicóptero, cuando la gentil frase «héroes del cielo», dicha por una colega, le huele a «vanagloria».
«No nos lo creemos para nada así. Cada vuelo lo emprendemos con la seriedad, disciplina y profesionalidad que corresponden. Se trata simplemente de una actividad, como cualquier otra, que aunque ciertamente es compleja y riesgosa, es también demasiado bonita», nos sentencia a su despedida el piloto Vera, así, sencillamente, como le recordaremos.
Carlos Columbié, junto a niños de Maisí.