«No es mi nombre, miserable pavesa
en el mundo, lo que quiero salvar:
sino mi patria. No haré lo que me
sirva, sino lo que la sirva».
José Martí
La cultura es la amable creación que, a partir de muchas fuentes, se forjó en el tiempo. No es un mandato libresco ni tampoco el conocimiento detallado de mil anécdotas, sino —además— el estado de ánimo en el cual percibimos las muchas señales de nuestra identidad.
La raíz, el punto de partida de los sentimientos que podríamos llamar cubanos, por sobre etnia y ubicuidad, son de carácter cultural. Quienes han asumido ese legado en su plenitud poseen un signo, aquel que prefiguró Martí para encomiar a los que «en una hora de transfiguración sublime, se echaron selva adentro, con la estrella en la frente».1 Así, quien ha servido a la patria con abnegación y desinterés, es sagrado.
¿Puede acaso un proceso, cualquiera que este sea, prescindir de la cultura, que es como el mar sobre el cual se desliza la conciencia de toda la nación? No se trata de un ruego inútil de los padres, ni una fantasía o artificio de nuestra imaginación: la nación fue una aspiración y por ella luchamos. Pero mientras ese término es territorial, singular, el de patria resulta un concepto más elevado, más profundo, más abarcador… y que, por su esencia, es moral. Como tal, comprende a los cubanos que están aquí o en cualquier lugar del mundo, que sienten esa filiación y los deberes que serlo conlleva.
Pero para saber qué significa ser cubano, hay que interpretar los acontecimientos precedentes. No podemos dar coces contra el aguijón ni modificar el pasado, solo explicarlo. Lo único que podemos cambiar, hasta cierto punto, es el futuro. En este sentido, resulta paradigmático un ensayo relativamente reciente: Por el camino de la mar… Los cubanos.2 Con originalidad y fácil prosa, su autor esboza un perfil del cómo somos, que conduce, inevitablemente, a por qué lo somos.
Al analizar nuestra historia, observamos un desarrollo siempre creciente hacia un objetivo en el tiempo. Unas veces con conciencia, otras, no, fueron desarrollándose —con notable celeridad y coherencia— los conceptos de país, nación y patria.
Tendríamos que sentirnos, y nos sentimos, profundamente orgullosos de esta herencia. En la medida en que lo hacemos, se nos respeta y estima; en caso de desoírla u olvidarla, nos hacemos pobres, con una pobreza superior a la carencia de todo bien material: la pobreza del espíritu.
Juicioso sería recordar el necesario equilibrio entre lo material y lo espiritual. Martí defendería la poesía, que, a su juicio, «es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues esta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquella les da el deseo y la fuerza de la vida».3 Sin ese sostén del alma, solo sería posible acumular riquezas que por sí solas envilecen.
De tal suerte, entendida de lo material a lo intangible, la cultura, tantas veces proclamada como general e integral, sitúa al ser humano como sujeto; hace resplandecer su dignidad como criatura y le otorga la certeza de que hay valores superiores en el espíritu.
¡Pobres de veras los padres que no siembren en las almas de sus descendientes la inquietud por la lectura, la urgencia del saber y la superación intelectual, que es aspiración suprema de los que colocan en los hijos la esperanza de un mañana mejor!
Ahora, quizá como nunca antes, resultan tan evidentes aspectos delicados de nuestra integridad moral. Y cuando me refiero a delicadeza, utilizo la palabra en su doble acepción: de complejidad, por un lado, y también aquella que nos sugiere algo precioso y estimado.
Por eso la preocupación fundamental tiene que ser educativa, para persuadir y conquistar el alma de los nuestros con una explicación novedosa, completamente distinta; con discursos de alabanza, con palabras de loa y viendo luz sin explicar sombras, no podremos nunca convencer de verdad —y, como gustaba decir el Doctor Raúl Roa, concordes, que quiere decir «con el corazón»— a todos.
No solo se trata de estar con la conciencia, puesto que el cerebro se vincula con la razón, el cálculo, la idea…; hay que estar con el corazón, ese receptáculo glorioso donde se depositan los sentimientos del hombre y, en primer lugar, los del amor.
Habrá entonces que recurrir al magnífico opúsculo de Cintio Vitier Ese sol del mundo moral4, dado que el tema es atemporal: no ha sufrido mella ni desgaste en la larga cruzada de estos años. Ese texto ha de ser como una especie de revelación para los buenos cubanos que ansían hallar una explicación ética a este tiempo tan intensamente vivido; una interpretación acertada a fenómenos de los cuales somos testigos y actores.
Habrá que volver una y otra vez a Martí, justipreciar ese sentido de la rectitud, el valor y trascendencia de su manifiesto ético y político, corolario de la necesidad de preservar un honor social, colectivo, patrio… Siempre el punto de partida para él fue la patria, como ámbito espiritual, no solamente geográfico; como espacio moral y ético; como motivación eterna, dado que en la sencillez descansa el fundamento de todo mérito y cobra sentido la terminante afirmación del padre Varela: «No hay patria sin virtud, ni virtud con impiedad».5
Hoy el país está dando un ejemplo impar de lo que pueden la voluntad y el tesón cubanos, no para que se salve un grupo, una camarilla o una partida, sino para que se salve un pueblo entero, que es lo que interesa.
Yo creo más en las cosas que pasan que en las palabras que se dicen; creo más en el hacer que en el decir. Me preocupa mucho que todo el mundo sepa dónde estamos, que nadie tenga duda alguna acerca de hacia dónde vamos. Pero lo primordial para mí es que todo, absolutamente todo, se mueve y cambia, que la sociedad se transforma, como los hombres de que estamos urgidos, para bien y no para mal. Y esa fe profunda nos convoca, cuando la batalla más ardua ha de ser la apelación constante a los valores de la ética cubana.
Todo hombre de buena fe y toda persona sensata, lúcida y decente, lucha en este momento. Es menester que los viejos y los nuevos nos unamos por una causa trascendental. ¡Cristalice la unión y dispongámonos, fraternalmente, a enfrentar con amor y grandeza los agravios de la injusticia —que abruman por doquier a la humanidad—, siempre al servicio de Cuba! ¡Que surja la luz, la claridad, la transparencia!, si bien, como asevera la ejemplar enseñanza que leímos una vez en El pequeño príncipe6: «lo esencial es invisible a los ojos».
Aunque es un deber que a todos concierne, al meditar estas palabras, dedicadas especialmente a nuestros jóvenes, pensaba que ellos son los depositarios de tal promesa, cual desafío formidable.
Ni en las armas ni en la apología estará —en última instancia— la defensa de la nación cubana, sino que serán nuestras ideas, como espejo y fruto del desarrollo económico y social, las que resistirán ese debate. Hay mucho por hacer, pero en el interior de esta Isla habita, invisible para algunos, pero real y palpable para mí, el corazón de una generación nueva que hará suyos los sueños y quimeras de la que ya se extingue. Ellos lucharán por restaurar a Cuba, por levantarla, porque sea por siempre la más bella. Triunfará, sin lugar a dudas, este deseo romántico; se podrá decir que es la única fuerza salvadora.
Formulo votos, como hombre estudioso de la historia y frente a una hipotética bola de cristal que me permite atisbar el porvenir a través de los hechos del pasado, e impetro a la fortuna para que, sobreponiéndonos a calamidades e infortunios, traspongamos con decoro, honestidad y honor el umbral del futuro.
Notas al pie:
1 En carta abierta a Enrique Collazo, publicada en El Porvenir, con fecha 20 de enero de 1892.
2 Guillermo Rodríguez Rivera. Editorial Boloña, La Habana 2005.
3 José Martí: Obras completas, t. 13, Centro de Estudios Martianos, colección digital, 2007, p. 135.
4 Ediciones Unión, La Habana 1995.
5 Félix Varela: Cartas a Elpidio (sobre la Impiedad, la Superstición y el Fanatismo, en sus relaciones con la sociedad). Imprenta de D. León Amarita, Madrid, 1836, p. 220.
6 También conocida como El principito, es la obra más famosa del francés Antoine de Saint-Exupéry.