Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Disparos en la noche

Dos protagonistas de la gesta del 26 de Julio rememoran detalles del acontecimiento, en especial, del asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes de la ciudad de Bayazo

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

CIEGO DE ÁVILA.— Más que los fogonazos, era el ruido insistente de la ametralladora. Y eran las balas picando cerca del cuerpo, levantando astillas de madera y columnas de tierra, y era el olor a pólvora, un olor que al llegar a la boca en cuestión de segundos la resecaba y la convertía en algo pesado. Aquello se convertía entonces en algo agónico, en busca de un fresco que no llegaba en medio de la noche.

Y en medio de la oscuridad, donde solo se veía el brillo de los disparos y las trazadoras, una figura delgada y bien alta, con espejuelos, se incorporó sin importarle la muerte y gritó: «¡Una pinza, busquen una pinza para cortar la cerca!».

Ramiro Sánchez Domínguez acomoda las manos sobre la mesa. Mira a los jóvenes que tiene delante y pregunta: «¿Saben quién era?». Hace una pausa en la que se mantiene una sonrisa tenue. «Ese era Ñico López».

A su lado se halla Ernesto González Campos, asaltante al cuartel Moncada por la posta tres. Bajito y de rasgos firmes, escucha a su amigo en silencio y con la vista sobre la mesa. Al oír el nombre de Ñico se recuesta en la silla, apoya una mano sobre el hombro izquierdo de Ramiro y dice: «Hace falta que se conozca también la historia del ataque al cuartel de Bayamo. Se menciona mucho al Moncada, pero ellos... —y apoya el codo sobre el buró para apuntar con el índice a Ramiro sin dejar de mirar a los jóvenes—, ellos también se las vieron negras».

Varadero: objetivo Batista

Ramiro y Ernesto se encuentran en un pequeño teatro de la Universidad de Ciencias Pedagógicas (UCP) Manuel Ascunce Domenech de Ciego de Ávila. Allí tienen el encuentro con los jóvenes dentro de un recorrido que han hecho por la provincia. Pero el conversatorio se ha vuelto especial. Ernesto lo reconoce luego de ver los grupos de danza, las vocalistas y entregar varios carnés de la UJC. «Oigan —confiesa—, ustedes conmueven, ponen sensible a uno». Ramiro, a diferencia de su compañero, es más reservado. De estatura mediana, se le nota una corpulencia cuyo origen él revela en una conversación aparte.

«En esa época yo practicaba lucha grecorromana —cuenta—. Estaba fuerte, “ponía a volar” a cualquiera. Por eso digo que si no fuera por la cerca y las latas, que nos denunciaron al pisarlas en la oscuridad, y las pocas balas que llevábamos, hubiéramos tomado el cuartel de Bayamo».

Ante la invitación de Ernesto, Ramiro relata su incorporación a la organización de «algo grande», como lo dijeron. Pero en sus recuerdos también está el 10 de marzo de 1952, cuando vio la muchedumbre pegada al Palacio Presidencial en espera de las armas que supuestamente el presidente Carlos Prío Socarrás le daría al pueblo para derrotar el golpe de Estado.

Junto con esos episodios, se sucedían otros que lo hacían pensar. Uno de ellos fue ver la protesta de los veteranos de las Guerras de Independencia. Los vio marchar con sus ropas humildes, la mayoría vestidos de blanco y con la guayabera abotonada hasta el cuello y las medallas prendidas al pecho. Pasaron con los carteles en alto y exigiendo el pago de las pensiones atrasadas.

Ramiro conversaba con ellos y conocía de anécdotas de la guerra. Él se preguntaba en medio de la conversación: si estos viejitos fueron los que nos dieron la libertad, si pasaron tanto trabajo por Cuba, ¿por qué el Gobierno no los atiende y paga su pensión? ¿Qué pasa con ese dinero? Así crecía una ira que se volvió en una convicción para dar el sí ante la propuesta de hacer algo, pese a que había estudiado y trabajaba como contador, a diferencia de Ernesto, que se quedó con la ilusión de niño pobre de ser médico.

Habla también de su incorporación a la célula de La Habana Vieja, de los entrenamientos y prácticas de tiro, la compra de armas y, sobre todo, del secreto y la disciplina, que llegaba al punto de separar a quien llegara tarde a un encuentro o a quien preguntaba demasiado. Un grupo no conocía a los integrantes de otros. Ambos moncadistas lo aseguran: el secreto y el rigor eran tan grandes, que después del asalto la dictadura no pudo descubrir a los demás integrantes del Movimiento.

Por eso estaba preparado cuando dieron el aviso. Ya había vendido su puesto de trabajo y con el dinero compró una pistola y uniformes del ejército. Cuando le dijeron que debía llevar dos maletas por tren y decir a la familia que iba para Varadero, enseguida pensó: «Vamos a ajusticiar a Batista». Ernesto asiente: «Yo hice igual. Cuando me dijeron Varadero, enseguida pensé en las regatas y dije: vamos a arrancarle la cabeza a Batista».

¿Ustedes son los guardias rebeldes?

«Salimos en tren —cuenta Ramiro—, vi a Raúl Castro y a otros compañeros. Aunque lo sorprendente es que allí también viajaban otros moncadistas, como Haydée y Melba, y nosotros no lo sabíamos. En Bayamo, el grupo nuestro se quedó en un inmueble cerca del cuartel. Por la noche Fidel pasó. Yo no lo vi porque estaba de guardia en la puerta trasera, pero me contaron que dio instrucciones de que no se podía vejar a ningún prisionero e insistió que esta era una acción voluntaria y quien no quisiera ir, podía decirlo.

«Nuestra misión era tomar el cuartel y bloquear el paso de los refuerzos que desde Holguín deberían moverse a Santiago de Cuba. La preocupación surgió cuando se supo que Elio Rosete, el encargado de entrarnos al cuartel y cuya familia en Bayamo era dueña de los refrescos Kaui, no estaba con nosotros y no se sabía dónde estaba. Fidel dijo: “Hay que tomar el cuartel a como sea”.

«Decidimos atacar por atrás, pero chocamos contra un laterío del que no sabíamos. Allí empezaron los disparos; fue un infierno de 20 o 30 minutos. Nosotros gritábamos “abajo Batista, viva la Constitución, abajo la dictadura”. Las municiones se nos acabaron rápido. Cada uno tenía más o menos dos cajitas de balas. Ante la imposibilidad del éxito, Raúl Martínez Arará, el jefe del grupo, ordenó la retirada.

«El grupo donde quedé deambuló sin rumbo toda la noche. Casi al amanecer, con sed y un herido, nos acercamos a una casa. Entonces no lo sabíamos, pero después descubrimos que estábamos muy cerca del cuartel. Yo me acerqué con cuidado. La recorrí mirando por las rendijas hasta que vi unos cuadros de dirigentes del Partido Auténtico. Me dije: “Bueno, al menos no son batistianos. A lo mejor aquí no nos matan”.

«Cuando tocamos nos salió un hombre; su mujer permaneció atrás mirando. Nos observaron un rato, detallaron los uniformes, los fusiles, el cansancio y el guajiro preguntó: “¿Ustedes no son los guardias que se rebelaron anoche?” “Nosotros no somos guardias, señor —respondimos—. Nosotros somos revolucionarios”. La señora se pegó despacio a la espalda de su esposo y en un gesto de asombro dijo: “Oigan, los gritos de ustedes se oyeron más alto que los tiros”».

Ustedes sí valen: ya sabemos quién es su jefe

El lugar era una finca, El Almirante, y el matrimonio eran los dueños. Durante un tiempo les dieron comida, medicinas y cambiaron las ropas de soldados por la de civiles. Con las visitas llegaban las noticias, y un día el dueño apareció agitado. «¡Ya sabemos quién es su jefe —dijo—. Si él es un hombre de valía, ustedes lo son también!». «Aquello, de momento —recuerda Ramiro— nos dio alegría porque nos sentimos más seguros de que con ellos no pasaría nada, pero nos dio tristeza saber a Fidel preso». Un radiecito los mantuvo informados y por allí y mediante los comentarios de sus protectores conocieron de los asesinatos a sus compañeros.

Cuando el temor disminuyó, decidieron partir. Ramiro se quitó una pulsera de oro y plata, con su nombre grabado en la superficie. Era un regalo de su madre, traído después de un viaje por el extranjero. Se la extendió al guajiro: «Tome, es suya. Un recuerdo de estos días». Y partieron.

Cuenta que se dirigieron a la zona de Manzanillo, y avanzaron por los pantanos y zonas bajas del delta del río Cauto, entre las grandes arroceras. Cada vez que llegaban a un bohío apartado, los campesinos enseguida se daban cuenta de quiénes eran y preparaban la comida, incluso para el camino. Eso fue lo que los mantuvo con vida.

«El pueblo nos salvó», insiste Ramiro. Al llegar a La Habana no se dirigió a su casa. Por distintos mensajes supo que su familia lo daba por muerto y su padre había ido a Santiago de Cuba para recoger su cadáver. El motivo del luto era una carta patriótica escrita a su mamá, y que había dejado en manos de una amistad con el pedido de que se la entregara si pasaba algo.

«Luego me vinculé a la lucha contra Batista —resume Ramiro con rapidez ante los jóvenes—. Fuimos a Bayamo como los demás se dirigieron al Moncada: por un sentido del deber, no por la gloria. A veces, cuando uno anda metido en esos acontecimientos, no entiende el significado grande que tienen. Debe pasar el tiempo y algunas cosas. A mí me ocurrió poco después del triunfo de la Revolución, cuando paseaba por el Malecón, cerca de mi casa, por la zona del Palacio Presidencial. Vestía de uniforme y un muchachito se me acercó. Me dice: “¿Señor, es verdad que usted estuvo en lo del Moncada?” Yo me quedo sorprendido. Le respondo que sí, y entonces pidió: “¿Usted pudiera contarme cómo fue eso?”. De momento no supe qué hacer. Permanecí un rato turbado delante de esa criatura, mientras el 26 de Julio crecía aún más dentro de mí».

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