El mando del Ejército fue destituido por el golpe del 10 de marzo de 1952. En Columbia: el mayor general Ruperto Cabrera, jefe máximo; el general Quirino Uría, inspector general, y Otilio Soca Llanes, ayudante general. Y en La Cabaña, el también general José H. Velázquez Perera, jefe del regimiento 7 Máximo Gómez, allí asentado. De esto último se encargó Francisco Tabernilla Dolz con dos oficiales y varios soldados.
Eduardo Rodríguez Calderón, ya designado jefe de la Marina de Guerra, ocupó su sede, el Castillo de la Punta, en Malecón y Prado, con unos pocos oficiales, sin dificultad alguna.
Dentro de Columbia fueron detenidos más de cien oficiales y suboficiales. Se les llamaba a la Jefatura del Regimiento 6 allí destacado. A cada oficial se le preguntaba, uno por uno: ¿Con quién está usted? De la respuesta dependía quedar libre, un ascenso inmediato, ser detenido, ser trasladado o ser licenciado.
Curiosamente el coronel Eulogio Cantillo Porras, que huyó el mismo día 10 en un DC-3 desde el aeropuerto de Columbia hacia la base aérea de San Antonio de los Baños —convencido por su hermano Carlos, coronel retirado— se plegó al golpe y Batista lo ascendió enseguida a general de brigada.
Fue muy digna, en cambio, la actitud del teniente José Ramón Fernández —hoy asesor del Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros y presidente del Comité Olímpico Cubano— al que no le favoreció mucho responder a esa pregunta, diciendo: «Con la República». Y cuando le advirtieron que se trataba de un golpe militar, ripostó con ironía: «Será un golpe civil, porque aquí lo que veo son civiles». Fue trasladado a Holguín y resultaron petrificadas sus posibilidades de ascenso. Otro tanto ocurrió a numerosos oficiales y suboficiales en todo el país.
Batista había confesado que en 1951-1952 las guarniciones cubanas carecían de importancia para decidir una situación como aquella.
Quien dominaba Columbia controlaba todas las fuerzas armadas. Desde allí a los jefes de regimientos del interior sencillamente se les ordenaba acatar el nuevo mando. ¡Aceptaban o se les destituía! No estaba en los presupuestos del honor militar del país entonces alzarse en rebeldía contra el resto de las fuerzas armadas, aunque fuera el establecimiento forzado de una tiranía.
Solo dos de ellos se opusieron verbalmente: los coroneles Eduardo Martín Elena, en Matanzas, y Francisco Álvarez Margolles, en Santiago de Cuba.
Ya al mediodía del 10 de marzo Álvarez Margolles había perdido el control del Moncada y era rehén de un grupo de oficiales que se plegaron al cuartelazo batistiano. Únicamente un alto jefe de la Policía tuvo el coraje de renunciar a su cargo en todo el país: el comandante José Miguel Villa Romero, máxima autoridad de esa arma en Santiago de Cuba.
El Moncada quedó en manos del capitán Alberto del Río Chaviano, jefe del regimiento; como segundo jefe, el teniente Fermín Cowley Gallegos, y la jefatura del Batallón de Infantería a cargo del capitán Andrés Pérez Chaumont.
Fuente: El Grito del Moncada, Mario Mencía, p.p. 63, 64, 65 y 68. Tomo I, Editora Política, La Habana, 1986.