El hallazgo de la osamenta de un cimarrón en una gruta del cañón del Río Santa Cruz, en San Cristóbal, fue otro descubrimiento de especial significación para el doctor Sergio. Así vio el lugar el pintor Rensol González Méndez. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:26 pm
ARTEMISA.— Muchas veces se aventuró en montes, cuevas, cementerios y conventos, desentrañando la historia que la naturaleza custodia con recelo, algo que no sospechan sus alumnos de Medicina, Derecho y Estudios Socioculturales. De ello dan fe cuadros colgados en la sala-comedor de su casa: memorias gráficas de expediciones espeleológicas y hasta de un recorrido por los dólmenes de la Sierra de Alarar, en España; las ruinas del cafetal Santa Catalina, en Soroa, plasmadas en una plumilla del pintor Léster Campa, y un calendario maya.
Cuando comenzó a estudiar Medicina, el doctor Sergio Márquez Jaca descubrió primero la necesidad de vincularla a la espeleología y, después, a la antropología. Empezó a buscar libros, folletos… y un día se presentó en la Universidad de La Habana ante la persona mejor preparada en esa materia, el doctor Manuel Rivero de la Calle. Ser alumno ayudante de Medicina Legal y una especie de aprendiz adjunto al doctor Rivero le permitió asistir a conferencias y consolidar el aprendizaje.
Lo cierto es que aquel principiante terminó por hacer prospecciones arqueológicas en alrededor de 14 sitios e investigaciones histórico-antropológicas —premiadas en eventos provinciales y nacionales de Patrimonio—, que lo hicieron merecedor en 2007 de la distinción Capitana Isabel Rubio, por su contribución al rescate de la historia local, y en septiembre de este año del Premio Luis Montané, que otorga la Unión Nacional de Historiadores de Cuba (UNHIC), en reconocimiento a su labor arqueológica dedicada a la historia.
Este hombre, especialista de Segundo Grado en Medicina General Integral, me recibió en su vivienda, en el municipio artemiseño de Candelaria, e insistió en que llegara puntual al encuentro porque, aunque estaba de vacaciones, durante la tarde tenía previsto visitar a un paciente.
Al llegar, Sergitín, su hijo de siete años, me invitó a compartir la programación de la tele mientras la abuela explicaba que «Sergio no tarda, fue a comprobar la recuperación de un vecino. Así es siempre, sale a atender a cualquiera que lo necesite».
«Cuando adolescente, las novelas de aventuras de Julio Verne despertaron en mí un espíritu de exploración, de búsqueda…», rememora Sergio mientras iniciamos la conversación.
«Por otro lado, las historias de mi padre sobre sus viajes al cabo de San Antonio como buscador de tesoros y las películas de Indiana Jones me condujeron por los caminos de la espeleología. Creo que en ello hubo algo genético. Tal ímpetu de soñar con esos mundos… es como quien se descubre pintor o cantante.
«A principios de 1980 nos reunimos un grupo de interesados en el campo de la espeleología. Y en viajes de fines de semana y durante los períodos de receso docente, iniciamos esa aventura con intenciones definidas.
«Dividíamos el año en dos períodos: el de gabinete y el de exploración. Durante los meses de lluvia no nos adentrábamos en cuevas por temor a las inundaciones, pero aprovechábamos para realizar las investigaciones documentales. Así aprendí técnicas de excavación arqueológica, a hacer mediciones en una caverna, a trabajar con un mapa…
«Esto devino en pasión y, de manera autodidacta, fue inevitable incursionar en la arqueología y la antropología. Mis estudios fueron sistematizándose; asistí a cursos de posgrado en la Universidad de La Habana, y desde 1985 integro la Sociedad Espeleológica de Cuba».
—¿Cuál fue su primer estudio antropológico? ¿Qué significó?
—El primero fue en 1985, cuando hallamos los restos de la esclava del cafetal San Ramón de Aguas Claras, en Soroa. Lo considero como el trabajo consagratorio, porque resultó correcto, y luego el doctor Rivero así lo corroboró. Entonces comprendí que podía hacer antropología.
El hallazgo de la osamenta de un cimarrón en una gruta del cañón del Río Santa Cruz, en San Cristóbal, fue otro descubrimiento de especial significación para el doctor Sergio. En el argot antropológico los restos óseos reciben nombres. «A estos los bauticé como Felito, porque así se llamó un negro aguador conocido. Me involucré profundamente en su estudio, por lo que hizo aquel cimarrón: escapó de maltratos, de un barracón, se hizo libre y murió libre», evocó.
Precisamente para fotografiarse con los restos de Felito —instantánea que muestra en las paredes de su casa— lució cuello y corbata, una de las tres ocasiones en que lo hizo, además de para su casamiento y como padrino de la boda de un boliviano, estudiante de Medicina.
«Creí que el vestir de ese modo para acompañarlo era como dignificar la rebelión de los esclavos, como rendirle merecido tributo, porque Felito pudo haber sido Antonio Maceo, Quintín Banderas…».
—¿Qué momentos de las experiencias en campaña le resultan inolvidables?
—La solidaridad, las grandes amistades que fortalecí y los momentos de peligro. Participé en dos grandes rescates de espeleólogos, unos atrapados en el cañón del río Santa Cruz y otros en una gruta conocida como Los Perdidos. Tuve que bucear para llegar donde los heridos y en ambas situaciones aplicar mis conocimientos médicos. Un susto importante fue también en una cueva inundada de Viñales. Ahí corrimos contra el reloj y, con el agua casi a los hombros, conseguimos salir.
«Y bueno, desde el punto de vista territorial, aunque solo por motivos más bien teóricos en algunos lugares, la posibilidad de recorrer Cuba, de conocerla mejor para quererla más».
Se considera una persona realizada, especialmente por haber forjado una familia; entonces habla con orgullo de su hija, graduada de Estomatología, y sobre Sergitín, a quien le fascinan los dinosaurios; ¿quién sabe?, quizá cuando crezca lleve una mochila con brocha, picoleta, brújula, linterna, casco y —como su padre— se ausente unos días de casa para retomar sus aventuras con la historia y continuar revelando el pasado.