Durante todo el año niños y jóvenes visitan el Parque Museo Ñico López, y conocen sobre diversas facetas de la lucha insurreccional. Autor: Armando Ernesto Contreras Tamayo/AIN Publicado: 21/09/2017 | 05:23 pm
BAYAMO, Granma.— Ahora hay una quietud indescriptible. Todos los objetos —desde los largos bancos del parque hasta los muros del antiguo cuartel— parecen estar sembrados de silencio.
Sin embargo, es un simple espejismo. En ese espacioso lugar cada palmo de tapia o de tierra habla. Y dice de gestas o disparos, como aquellos que estremecieron la ciudad en la madrugada del 26 de julio de 1953.
Ese sitio, que hoy es el parque-museo Ñico López, fue uno de los escogidos para que un comando de jóvenes de la Generación del Centenario ayudara al nuevo despertar de la nación en tiempos difíciles.
Por eso ya está en la historia.
Sorpresa malograda
¿Qué factor falló en el asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes? ¿Debemos ver esta acción «separada» del Moncada? ¿Por qué se escogió este enclave militar aparentemente sin tanto significado? ¿Cómo pudieron escapar los asaltantes?
Estas interrogantes, aunque ya han sido respondidas antes, no pueden soslayarse a la hora del recuento y del análisis.
Lo primero: nunca debe decirse que fue «otro asalto», como a veces afirmamos, porque la acción de Bayamo era parte inseparable y complementaria de los combates en Santiago de Cuba, que comprendían —recordemos— no solo el cuartel Moncada.
Lo segundo: los acontecimientos ligados al 26 de julio de 1953 en la Ciudad Monumento no se han repasado con tanta profundidad como los de la urbe indómita, aunque en los tiempos han aparecido algunos textos investigativos sobre este tema, los cuales añaden detalles a lo que escribieron en su momento el fallecido periodista bayamés Rubén Castillo Ramos y el historiador José Leyva Mestre.
Quizá lo anterior justifique que hasta hoy no se hayan podido precisar algunos tópicos, como el tamaño del vertedero de latas con que chocaron los asaltantes en la oscuridad o el tiempo exacto que duró la acción.
Lo cierto es que para el ataque falló el factor sorpresa porque el único de los 30 000 bayameses de entonces que sabía el plan, Elio Rosete, un conocido de los guardias del enclave militar, faltó a su palabra y no guio a los revolucionarios al lugar de los acontecimientos.
Si Rosete hubiese conducido a una parte de los insurgentes hasta el cuartel, con el ardid de que eran soldados necesitados de descansar un rato para seguir hasta Santiago, seguramente el «Céspedes» habría caído sin disparar un tiro, como estaba previsto. Y después no hubiera sido difícil volar los puentes de acceso a la ciudad.
La acción
«El ataque… tenía por objetivo tomar el cuartel, sublevar la ciudad y establecer aquí, a orillas del Cauto, la primera defensa contra los refuerzos de tropas enemigas», diría Fidel 29 años después, al explicar la importancia del recinto militar y de la ciudad como nudo de comunicaciones de la región oriental.
El albergue escogido para los integrantes del comando atacante fue el hospedaje Gran Casino, propiedad de Juan Martínez, situado a dos cuadras del Carlos Manuel de Céspedes, y que estaba en venta desde hacía dos años. Como se sabe, Renato Guitart lo había alquilado para establecer un «negocio de pollos».
Por cierto, el cuartel escogido era, en 1953, la sede del escuadrón 13 de la Guardia Rural. Constaba de tres piezas: el cuartel propiamente dicho (calabozo, dormitorio, capitanía), el club de oficiales —lo único que existe en el presente— y la caballeriza. Estaba protegido por altos y gruesos muros y cercas de alambre.
En la noche del 25 de julio de 1953, Fidel visitó el Gran Casino y en diálogo con los jefes, dio instrucciones precisas; también mandó a sincronizar los relojes para que las acciones fueran simultáneas en Santiago y en la Ciudad Antorcha.
Un error de los atacantes fue darle permiso a Rosete para que se «despidiera» de su familia antes del momento de la verdad.
Al desaparecer este, Pedro Celestino Aguilera (jefe de un grupo) y Raúl Martínez Arará, principal líder de la acción, discutirían sobre la variante que se debía seguir. Es de suponer que tales discrepancias influyeran en la organización del asalto.
También es presumible que los 25 insurgentes se dirigieran hasta su objetivo con la sospecha de haber sido delatados y temerosos de que los estuvieran esperando. Aun así avanzaron por el fondo de la fortaleza, unos minutos después de las cinco de la mañana.
El citado tropiezo con el basurero de latas vacías hizo relinchar a los caballos, ladrar a los perros y sirvió de aviso a los diez guardias que dormían en el cuartel. Uno de los primeros en alarmarse fue el cabo Indalecio Estrada, quien recibió un potente «¡Ríndete!» de parte de los revolucionarios y también los disparos de modestas escopetas de caza.
Estrada, con su ametralladora, lanzó andanadas de balas sobre el comando, parte del cual no había rebasado la cerca de alambre cercana a la caballeriza. Sobre los atacantes también comenzó a llover el fuego del resto de los guardias, de manera que era inevitable la retirada después de 15, 20 o 25 minutos de disparos.
Entre los revolucionarios solo hubo un herido a la hora del repliegue: Gerardo Pérez Puelles; por la otra parte sufrió heridas en un brazo un soldado.
Feroz cacería
Momentos después de la desorganizada retirada de los asaltantes el cuartel se llenó de militares. La ciudad entera comentaba que había un choque entre uniformados, pero pronto se supo que un grupo de muchachos valerosos eran los causantes del revuelo.
Comenzó entonces una intensa persecución de los jóvenes, quienes fueron auxiliados por numerosas familias bayamesas.
En esa coyuntura se produjo el único enfrentamiento armado luego del ataque: Antonio Ñico López, al frente de un pequeño grupo, parapetado en una estatua de Tomás Estrada Palma, fulminó con su escopeta al sargento Gerónimo Suárez Camejo.
El teniente Pando, jefe de la guarnición, instruyó entonces capturar a todos los sospechosos. Poco después se recibió la orden de matar a diez revolucionarios por cada baja del régimen.
Se premiaría con ascensos militares y otras prebendas a aquellos que más se destacaran en la feroz cacería humana.
A pesar de la enorme cadena de solidaridad que tuvieron los jóvenes, diez de ellos fueron asesinados: Mario Martínez, en el cuartel; José Testa Zaragoza, en el camino del aeropuerto de Vega (hoy Aeropuerto Viejo); Pablo Agüero, Rafael Freyre, Lázaro Hernández y Luciano González, en Ceja de Limones, camino a Babiney; Hugo Camejo y Pedro Véliz en la carretera a Sofía, hoy granja agropecuaria Ranulfo Leyva. Ángel Guerra y Rolando San Román fueron encontrados, inexplicablemente, entre los muertos del Moncada. Una oncena víctima pudo haber sido Andrés García Díaz, a quien los soldados dieron por muerto junto a Camejo y Véliz, pero este salvó la vida milagrosamente y así tiempo después, empezó a ser llamado por sus compañeros «el muerto vivo».
Cinco décadas después del acontecimiento el fotorreportero Rolando Avello Vidal —ya fallecido— contó a este redactor que por azares de la vida tuvo él que retratar los cuerpos sin vida de seis de los jóvenes. Y recordó que en el grupo lanzado en Ceja de Limones uno de los cadáveres «tenía un hilillo de hormigas que le atravesaba la boca y terminaba en un lado de la cara».
Acotó que «otro de los cuerpos sin vida mostraba un puño semicerrado, con restos de tierra en su interior. Los lugares de los “hallazgos” estaban previa y disimuladamente señalizados; no había casquillos de bala ni armas. Los cuatro traían ropas de paisano; los orificios de los proyectiles eran enormes».
Su testimonio demostraba la sed de sangre y la crueldad de los uniformados; pero también el valor de aquella generación, dispuesta a asumir los mayores riesgos y a defender sus ideas hasta con su sangre.
Fuentes bibliográficas:
Periódico La Demajagua (1982, 1998, 2001 y 2003)
Periódico Juventud Rebelde (2001 y 2003)
Entrevista al destacado investigador y autor de varios libros Aldo Daniel Naranjo.
Entrevistas a Yosnai Cabrera y Nivia Ramírez, especialista y directora, respectivamente, del complejo museográfico Los Asaltantes-Parque Museo Ñico López