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Carbón a la brasa

Este es el producto líder, la locomotora que mueve a la empresa forestal tunera hoy. La provincia comenzó a producir ese rubro para la exportación en 2007, y actualmente es la que más carbón envía al exterior

Autor:

Juan Morales Agüero

LAS TUNAS.— El empleo de carbón vegetal como combustible atizó por primera vez un brasero cuando el hombre primitivo descubrió las bondades del fuego. ¿Acaso no fueron entonces tosco carbón los tizones incinerados en sus hogueras?

La Edad de Hierro (700 a.d.C.–68 d.C.) no hubiera existido sin su concurso. Cualquier otro portador de la época —madera y ramaje, por ejemplo—, habría sido incapaz de generar tanto calor como para fundir los minerales. Además, su carbono, confabulado con el metal ferroso, prohijó al duro y tenaz acero, con el que se forjaron armas y herramientas.

Tuvo —¡cómo no!—, otros minutos de gloria ajenos al crisol y la cazuela. Trozos suyos, a guisa de creyones, se usaron para delinear contornos de pinturas rupestres. Hipócrates lo recomendaba para filtrar agua potable. Y está probado su valor en la depuración del whisky. Apenas una crítica: su aporte en la fabricación de la belicosa pólvora negra.

El oficio de carbonero es más contemporáneo. A quienes lo ejercen no les son esquivos los mosquitos, las vigilias y las contusiones. En Cuba se ha humanizado mucho y se paga mejor. Pero su cotidianidad aún se codea con el sacrificio. Como En la ciénaga, el cuento de Onelio Jorge Cardoso:

«Un horno es un trabajo de muchos días de cortar, tirar y parar, y después que se enciende necesita un hombre ahí, día y noche, vigilándole su disimulo de buen fuego, porque de pronto abre una boca y adiós todo el trabajo pasado y el dinerito futuro», asegura el narrador en el relato.

Carboneros por tradición

A pocos kilómetros de Manatí, junto al camino que lleva al vecino puerto y moteada de grises de tanto convivir con el hollín, está la comunidad de Los Pinos. Allí, una brigada de 16 trabajadores —la mayoría parientes entre sí—, le sacan al monte la madera que luego convertirán en carbón.

«Yo casi nací entre los hornos —admite Oscar Pérez Rojas, de 37 años de edad—. Carboneros fueron mis abuelos y mis padres. Y ahora mi hermano y yo. No he hecho otra cosa en la vida. Para hablarle con franqueza, no me ha ido mal. Aunque siempre hay cosas que se pudieran mejorar».

Según Oscar, el mayor problema hoy es la lejanía de la zona donde cortan leña, «a 12 kilómetros y vamos a pie, porque no hay transporte. Allá picamos, hacemos los bultos y los sacamos para el claro. Luego, a esperar que la Forestal consiga un tractor para buscarnos junto a los palos.

«Levantar un horno tiene su técnica —asegura—. Aquí los hacemos de diferentes tamaños. Algunos hasta de 500 sacos. Usamos frijolillo, uvilla, guao, marabú… El mejor carbón se hace con la llana y el júcaro. La madera verde sirve. Pero si está seca es muchísimo mejor, porque quema más rápido».

Según los especialistas en la materia, dentro del horno, en condiciones de absoluta ausencia de aire, la madera alcanza registros superiores a los 500 grados centígrados. En ese colosal infierno elimina casi totalmente su humedad y, al convertirse en carbón, incrementa su poder calorífero.

«Acomodar la leña lleva mañas —acota Yacel González, de 30 años. Se entierra un palo y se le va recostando madera, primero chiquita y luego grande, para darle cuerpo y que no se caiga. Luego se tapa con hierba y tierra. Lo encendemos por arriba, con brasas. Sabemos que terminó cuando le sale candela por abajo. ¿Enemigo? El más hijo´e… de todos es el mosquito. Es mentira eso de que uno se acostumbra».

José Antonio Pérez, hermano de Oscar, anda con un hacha en bandolera. «Todo el mundo no sabe usarla —alega con talante de experto—. Yo tumbo un frijolillo de diez hachazos y tal vez usted necesite un día. Y si está mojado, déjelo, porque el hacha puede resbalar en el tronco y llevarle un pie».

Hablamos sobre la calidad del carbón y alguien me trae un trozo recién sacado. «Si suena metálico, es de primera», explica. Recordé otro cuento de Onelio, llamado así, Los carboneros. Uno de sus protagonistas dice: «Este año que cuento hicimos un gran carbón. Cogía uno un trozo por un extremo y pegaba por el otro y sonaba como una campana de plata. Luego, el lustre. Brillaba como betún frotado».

«La recreación aquí es poca —se lamenta Oscar—. Sí, tenemos televisión, pero no hay otras opciones. Entonces, por la noche, a uno lo que le da es por ponerse a hacer hijos y a darse el traguito. Al amanecer, otra vez al horno. Eso a pesar de que el carbón nos lo pagan bien: casi diez pesos el saco y dos centavos en divisas por cada kilogramo entregado.

Habla un especialista

«El carbón es el producto líder, la locomotora que mueve a la empresa forestal tunera hoy —afirma el ingeniero Isidro Herrera, especialista comercial de la entidad—. Como la nuestra es una comarca deforestada, centramos la atención en el marabú, abundante por acá y excelente para hacer carbón. Así fue como incursionamos en ese mercado.

«Comenzamos a producir ese rubro para la exportación en 2007, cuando embalamos en seis contenedores nuestras primeras 109 toneladas. En 2011 subimos a 2 027, y, al cerrar el mes de mayo del actual, ya contabilizamos más de mil. El incremento ha sido constante y sostenido. Hoy somos la provincia cubana que más carbón envía al exterior».

La empresa tunera, a través de Cubaexport, tiene contrato con la firma italiana WLT, encargada de colocar en Europa su carbón. Sus destinos más comunes son la propia Italia, Grecia, España, Francia, Alemania y Portugal. Lo importan para elaborar platos de alta cocina que precisan de este combustible. Además, para parrilladas, camping y hasta para calefacción, por los altos precios de los carburantes.

«Esto lleva un proceso en las ocho brigadas productoras —acota el ingeniero—. Cuando sacan el carbón, les enviamos especialistas para que lo evalúen. Si la inspección resulta positiva —buena carbonización, baja humedad, limpio de paja y tierra…—, ellos lo pesan, lo compran y luego lo trasladan en sacos comunes para nuestra nave central de beneficio».

En esta unidad se clasifican tres tipos de carbón. El canelino se paga hasta 250 euros la tonelada, reconocido, incluso, por el gerente de la firma italiana, quien ha visitado Las Tunas varias veces; el roturado es el carbón partido en trozos de más de cinco centímetros de largo; y el de baja granulometría es el de piezas de menos de cinco centímetros. Los tres se envasan en sacos de polietileno y se acopian en contenedores sellados por Cubacontrol. Se embarcan por La Habana o por Santiago, según el cliente.

«Producimos también carbón para el consumo nacional —advierte Isidro—. Todo el que demanda la gastronomía, el que va a pasar a las hornillas domésticas y el que se utiliza en días festivos, sale de nuestros hornos. Ah, y la ganancia se queda aquí. Con eso compramos nuestros insumos.

«Tratamos de darles atención a nuestros carboneros —afirma el especialista—. La lejanía de los montes es inevitable, pues las áreas se rotan para que regeneren los árboles talados. Ya no hay que cortar tanto con hachas, pues contamos con más de 30 motosierras. Eso humaniza el trabajo en el monte. Con el transporte hay aprietos. No alcanzan las carretas ni el petróleo. Tampoco los sacos, pues Materia Prima no puede proveernos siempre de los necesarios. Pero ganan alrededor de mil pesos al mes y 40 CUC los productores. ¿Quién soñó eso antes?».

En la unidad de clasificación

En esta dependencia los jóvenes son mayoría. «Es una buena opción de trabajo y uno ve el fruto de lo que hace», dice Teodoro Martínez, mientras acciona su zaranda. «¿Cuántos sacos clasifico cada día? Bueno, depende. Si el carbón trae mucho churre, lleno 30. Si viene limpio, hasta 40. Y todo con calidad, porque si no aquel muchacho no lo acepta».

En la dirección señalada, atento a cada detalle de lo que ocurre en la nave, está Adalberto Cabello. Tiene 23 años y duodécimo grado de escolaridad. Se capacitó como supervisor aquí mismo, en la empresa. Es la persona que le otorga el visto bueno a cada lote antes de expedirle pasaporte.

«Debo controlar varias tareas, entre ellas la entrada del producto, su pesaje, la entrega para su beneficio y la salida para la exportación —enumera—. Entre la recepción y el despacho no debe de exceder la semana. He aprendido mucho. Antes no sabía ni cómo se hacía el carbón. Lo mejor es que los de más experiencia me respetan y me escuchan».

Junto al muchacho recorro cada área. El polvillo del hollín satura el ambiente. «Pero se quita con agua y jabón en la casa», dice alguien. La gente zarandea el producto para despojarlo de sus impurezas. Entre todos, procesan entre cinco y seis toneladas diarias. Millares de sacos —organizados y bien estibados— aguardan por ese cardinal menester.

Siempre habrá carboneros

Las personas que emplean el carbón vegetal como combustible doméstico no sospechan ni por asomo cuánto sacrificio y laboriosidad ocultan sus tiznados semblantes dentro de cada trozo de madera chamuscada. Los carboneros sí lo saben.

Ellos, beneficiados por un proceso social que los dignifica, no se librarán de los jejenes y los rasguños. Ambos son al oficio como el hollín al horno. Pero nunca volverán a ser clones de su pasado. Ahora su carbón les pertenece. Porque, como se dice en otro cuento de Onelio —y que me perdone tanta cita—, es «sudorosamente suyo».

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