Súbete a ese sillón, que hoy soy yo el que te va a limpiar los zapatos a ti, le dijo el Comandante dela Revolución Juan Almeida a Rubén Rodríguez. LAS TUNAS.— Mientras su pensamiento deambula vaya usted a saber por cuántos lugares y asuntos diferentes, el viejo Ray convierte en arte el antiguo oficio de limpiar zapatos. Lleva tantos años haciendo lo mismo que ya lustra casi por instinto. «Suba y póngase cómodo», le pide al que llega. Y entonces comienza la liturgia del brillo.
Primero es el agua para eliminar la suciedad. Después la tinta, sin que manche las medias ni los bajos. El betún tiene su maña. En eso el dedo pulgar derecho de Ray merece un Guinness. Viaja entre el calzado y la vasija con la celeridad de un rayo. Y va embadurnando el tacón, la puntera, el talón, el empeine... Donde se posa, irradia la luz.
Luego debuta don cepillo. Así, chas chas chas, coordinado con rítmicos movimientos de brazos. El lustre final se le confía al paño. Si es de gamuza, mejor. Ray sabe cómo hacerlo estallar en el aire para que el cliente admire su pericia y pague satisfecho por el trabajo. ¡Ahhh, muy bien, los zapatos refulgen como espejos!
El origen de los limpiabotas se despista en la noche de los tiempos. Sin embargo, no creo que se remonte a 15 000 años, cuando los hombres prehistóricos comenzaron a cubrirse los pies con pieles de animales para protegerlos al andar por la nieve. Si de precisión se trata, me quedo con la que hace la célebre imagen del francés Louis Daguerre tomada en 1838 desde la ventana de su estudio en París. Se conoce como Boulevard du Temple, y en ella aparece la primera persona fotografiada de la historia: ¡un limpiabotas!
Con independencia de las dudas en torno a cuándo comenzó la era de los lustradores, quienes conocen del tema afirman que estos ubicuos y cosmopolitas artífices del brillo gozaron de su minuto dorado a fines del siglo XIX e inicios del XX, momento del debut comercial de la fórmula moderna del betún, ese producto imprescindible en la gaveta de todo limpiabotas. Añaden que las guerras mundiales potenciaron su demanda para la limpieza del calzado militar.
Muchas personas que en su adultez ganaron notoriedad contribuyeron cuando niños al sustento de sus familias como limpiadores de calzado. En el ámbito de la política, no se avergüenzan de haberlo sido Luiz Inácio Lula da Silva, actual presidente de Brasil, ni el ex mandatario peruano Alejandro Toledo. Limpiabotas fue también Malcom X, aquel norteamericano luchador por los derechos civiles de los negros, quien practicó el oficio en varios clubes nocturnos de Nueva York.
Otros que convivieron sin sonrojarse con el cepillo, la tinta, el paño y el betún fueron, en diferentes fechas, el pelotero dominicano Sammy Sosa, el cantautor venezolano Alí Primera, el cómico azteca Mario Moreno (Cantinflas), el vocalista boricua Daniel Santos, el futbolista brasileño Edson Arantes do Nascimento (Pelé), el actor estadounidense Anthony Quinn y el púgil cubano Eligio Sardiñas (Kid Chocolate). Mucho brillo tuvieron que sacarles a botines ajenos antes de brillar luego ellos mismos en sus respectivas profesiones.
Las artes no les han resultado esquivas a los lustradores de zapatos. Así, un drama fílmico de 1946 del gran Vittorio de Sica lleva ese nombre: El limpiabotas. Y una película mexicana, El bolero de Raquel, asume también ese argumento. Además, sobre el tema hay una canción de Frank Sinatra y Bing Crosby; una novela de la autoría de Doug Stumpf, y hasta un dibujo animado de televisión en el que un simpático perro oculta su identidad tras el aspecto de un bruñidor de calzado.
Todo no es oro«A mí nadie puede hacerme cuentos de lo que éramos los limpiabotas antes de 1959 —dice, mientras cepilla un mocasín caoba, Rubén Rodríguez Guerrero, quien con sus seis décadas en el oficio, presume de ser el lustrador más antiguo de Las Tunas—. Y no solo por el escaso dinero que ganábamos, sino por los maltratos y las humillaciones que teníamos que aguantarle a la gente que nos menospreciaba».
Rubén comenzó a limpiar zapatos a los ocho años de edad. De esa época recuerda con rencor a los guardias de Batista. Andaban de ronda por el parque Maceo y cuando lo divisaban con su cajón y su banquito le gritaban: «¡Oye tú, ven y limpia!». El niño acudía y les pulía las botas. Pero los esbirros se negaban luego a pagarle los diez centavos. «Anda, dale por ahí, andrajoso», lo ofendían. Si reclamaba de nuevo, las bestias con uniforme le daban una patada al cajón. Aquella gente llevaba los zapatos limpios, pero los sentimientos muy sucios.
«En el tiempo del capitalismo ser limpiabotas era la última carta de la baraja —asegura—. No servía ni siquiera para malvivir. Fíjese que lustrar un par de zapatos llegó a valer solo tres centavos. Yo dejaba los pies por las calles en busca de clientes. Me iba con mi cajón por el paradero del ferrocarril, el reparto La Victoria, el centro de la ciudad... Menos alpargatas, limpiaba de todo. Siempre trataba de estar lejos de los guardias, porque si te sorprendían merodeando por esos sitios te decían: “¡Piérdete de aquí!”. ¿Y qué iba hacer uno? ¡Perderse! Aquel enorme desprecio no se me ha olvidado jamás».
Lo que Rubén nunca soñó fue que cuando la Revolución tomó el mando, él comenzaría a limpiar zapatos en un cómodo local junto a varios de sus antiguos compañeros de oficio e infortunio, con un sueldo digno, enaltecido como ser humano y respetado por la gente. Ahí permaneció hasta que en febrero de 2006 la antigua casona fue convertida en un lujoso salón de limpiabotas —El Brillo—, en el céntrico bulevar tunero. Ahora allí lustran con aire acondicionado y mucho confort en diez sillones que para qué contar. Su hijo Rubén trabaja con él...
Historia increíbleSe llama igual que su padre: Rubén Rodríguez. Cumplió 44 años de edad y lleva 15 limpiando zapatos. Antes fue metalúrgico, pero renunció «para estar al lado del viejo». En el salón se especializó en lustrar calzado blanco, algo que no todos sus colegas saben hacer. Tiene una clientela grande, que justiprecia la calidad de su servicio. ¿Anécdotas? «Creo que cuando se la cuente no me la va a creer». Y entonces relata:
«Fue recién inaugurado el salón —recuerda—. Era de mañana y todavía no teníamos mucha gente para limpiar. Salí afuera un momento a hacer una gestión. No demoré mucho, quizá unos diez minutos. Y cuando estuve de regreso, lo vi. Estaba sentado muy campante y todo vestido de blanco en el primer sillón, cerca de la puerta. Yo me paré al lado del mío. Y me dije: “No, no puede ser él”. Pero sí, ¡era el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque! Andaba recorriendo el bulevar con Jorge Cuevas, el primer secretario del Partido en Las Tunas».
Rubén cuenta que después de conversar un rato con los presentes, quienes le hicieron preguntas acerca de su reconocida faceta de compositor musical, Almeida se viró para él y casi le ordenó: «Súbete a ese sillón, que hoy soy yo el que te va a limpiar los zapatos a ti. Voy a recordarme de los tiempos en que fui limpiabotas en el Parque de la Fraternidad». Y con la misma puso manos a la obra.
«Los que estaban allí no lo podían creer —rememora—. Algunos llegaron a pensar que era una broma y que no se ensuciaría las manos con el betún. Pero se equivocaron. ¡Se las embarró! Yo le aseguro a usted, le apuesto lo que desee, que ningún dirigente del mundo es capaz de hacer algo parecido. Y con la historia que tiene Almeida, menos que menos. Dio la casualidad que por allá afuera andaba un fotógrafo. Alguien lo llamó e hizo la foto para que no digan que fantaseo».
Limpiabotas intelectualJamás le pasó por la cabeza limpiar zapatos. «Los míos sí, pero los de los demás, ¡nunca!», aclara. Y es que Roberto Acosta Peña, además de cortar caña y labrar el surco en el capitalismo, se hizo contador profesional. Luego de 1959 le tomó el gusto al estudio y obtuvo el pergamino de Contador planificador. Finalmente, en 1980, se graduó como licenciado en Economía General, después de transitar por unos cuantos almanaques entre nóminas, calculadoras, informes y formularios.
«Cuando llegué a los 60 años de edad, me jubilé —afirma este tunero legítimo—. Pero enseguida me aburrí de no hacer nada y decidí hacerme limpiabotas. Fue una resolución sabia, porque este oficio me ha dado muchas satisfacciones y alegrías. Principalmente conocer a personas importantes, como deportistas, músicos, profesores, dirigentes... son clientes fijos de mi sillón. Vienen porque les agrada mi conversación y porque saben que soy gente responsable, seria y revolucionaria».
Roberto se considera un profesional en su oficio. Y no compromete la calidad por nada del mundo. «Porque al que le haces un mal trabajo, no regresa», testifica. De ahí que se preocupe tanto porque sus productos sean siempre de primera. Cada vez que puede, realiza una inversión y compra algo en la shopping. Como el Reluk, un líquido que se mezcla con alcohol y da una tinta excelente para dar brillo.
«Mi clientela es selecta —reitera, orgulloso—. En mi sillón no toma asiento la furrumalla. Tampoco acepto a borrachos. A esos les doy camino enseguida. Mientras limpio, me gusta hablar de política y de cultura. Y analizar los temas con gente que sabe. Por eso mis usuarios dicen por ahí que yo soy un intelectual del brillo. Ah, y también hago décimas. Todos los días improviso varias. ¿Quiere una? Ahí va:
Me dicen el rey del brillo / amigos amablemente / porque soy, precisamente / en la limpieza un caudillo. / Porque manejo el cepillo / con mucha facilidad / los del campo y la ciudad / cuando hasta mí han llegado / en el brillo del calzado / tienen su felicidad.
Con su sillón de metal montado sobre ruedas y su singular manera de afrontar la vida, el alba y el ocaso lo enaltecen cada jornada. Cuando Roberto agasaja con betún y tinta al calzado, le extrae fulgores a la dignidad de un oficio ultrajado durante una época definitivamente vencida.
La horaAlguien me aseguró hace poco que el oficio de limpiabotas anda con el certificado de defunción a cuestas. «Está irremediablemente condenado a desaparecer —dijo—. Los viejos que hoy lo ejercen se lo llevarán a la tumba, porque la juventud no quiere saber de cajones ni de cepillos. Además, en el mundo ya casi todos los zapatos se fabrican con material sintético, y la gente se pone sandalias y calzado deportivo. Ninguno necesita betún ni tinta. ¿Entonces para qué?».
A pesar de sus argumentos, no compartí la ortodoxia de su hipótesis. La vida se nutre también de subjetividades. Y cuando no esté Ray con su trapito empapado para neutralizar el polvo de la bota; o cuando falte Rubén con su destreza para untar betún con el pulgar derecho; o cuando la historia del otro Rubén con el Comandante Juan Almeida Bosque sea apenas un rasero para medir la grandeza de la sencillez —o viceversa—, el recuerdo de los limpiabotas perdurará.
Y mientras, ellos continúan ahí, al alcance de la mano. O mejor dicho: del pie. Colmándonos de brillo la existencia.