«El mercenario alardoso aquel me dijo: “¡Se te acabó Fidel!”, pero no sabía que Fidel estaba empezando», recuerda Ezequiel González Díaz.Foto: Heriberto González Brito «Sí, caí prisionero de los mercenarios en Playa Larga, en abril de 1961, y oí a los invasores que alardeaban de que tomarían pronto La Habana y Fidel se acabaría. A esos mismos después los vi huyendo despavoridos rumbo a Playa Girón, cuando las fuerzas revolucionarias llegaron en zafarrancho de combate, defendiendo la Patria».
Nos habla Ezequiel González Díaz, de 68 años, maestro de profesión, hoy director de Trabajo y Seguridad Social del municipio de Güines, militante del Partido desde 1967, residente en ese municipio de La Habana, con un hijo y dos nietos, una hembra y un varón.
«Yo era entonces alfabetizador de las Brigadas Conrado Benítez, de los primeros que llegamos a la Ciénaga de Zapata en febrero de aquel año. Tenía allí 22 alumnos, la mitad adultos y la mitad niños. Impartía clases de día y de noche, en Playa La Máquina, a un kilómetro y medio aproximadamente de Playa Larga.
«Me ubicaron en la casa de una familia muy pobre, en la de una anciana patriota y noble conocida por “Chicha”. En ese lugar, por un radio portátil, nos enteramos del criminal y traicionero bombardeo del 15 de abril.
«Ella pensó en su hijo y me pidió que tratara de saber si se encontraba bien. Él estudiaba en una escuela de capacitación que la administración de la Ciénaga tenía en Siboney, en Miramar. Se preparaba allí en una técnica para “disecar pantanos”. Me dijo: “Si das con alguien allí, pregunta por él y que sepa que yo estoy bien aquí y firme con Fidel”.
«Yo había cumplido 17 años. Salí a pie, vestido de brigadista, para Playa Larga. Desde la microonda pude pasarle un telegrama al hijo de Chicha con el mensaje que ella quería. Regresé y le dije que él estaba bien, para que se tranquilizara, y se calmó. Ese mediodía del 16 de abril almorzamos precisamente en Playa Larga, Orlando Ruiz, su hermano José y yo, los tres brigadistas».
El 21 de febrero de 1961, Ezequiel partió de Güines rumbo a la Ciénaga de Zapata, al frente de 65 integrantes de dos brigadas Conrado Benítez, la 26-A y la 26-B.
Su grupo abarcaba el territorio comprendido entre El Helechal, en San Blas, hasta Maniadero, en la parte propiamente de la Ciénaga de Zapata.
«Se nos dijo que el territorio de la Ciénaga era uno de los que más dificultades presentaba en nuestro país. Nos encomendaron esa tarea.
«Chicha murió hace solo dos o tres años. Lo sé porque he tenido contacto frecuente con esa familia. Yo voy a la Ciénaga casi todos los años.
«Alguien escribió en un testimonio que guardo: “Nunca en Playa La Máquina hubo muchas casas. Cuando pasas de Playa Larga, rumbo a Girón, casi después de un curva, te la encuentras, atractiva y pequeñita con sus quioscos para el verano, con sus lagunatos del lado de acá de la carretera y con su casita, la de la vieja Chicha, menuda, dinámica, antaño carbonera, leñadora, pescadora con chinchorro, lavandera, colmenera, con su infancia grande y bonita (aquí ‘bonita’ quiere decir ‘a la intemperie’) y madre de nueve hijos, porque se le murió uno”.
En abril de 1961, en Santo Tomás, Ciénaga de Zapata, Ezequiel navegaba en este bote junto a otros brigadistas. Luego de la victoria de Girón siguió alfabetizando allí, hasta noviembre de ese año. «Y también decía: “Ya no tiene que pasar lo de antes, ni sus hijos tampoco. Y en la Campaña de Alfabetización aprendió no solo a leer y escribir, aprendió a ver la vida como es, como debe ser, aprendió a comparar”.
De La Máquina, Ezequiel pasó para Santo Tomás, y siguió dando clases a otras personas. En una foto en un bote están Ércida, Elba y Angelita, la mascota de su brigada y otros.
Rodeados por los mercenarios«Entre los alfabetizadores comentamos que necesitábamos armas para defendernos en caso de agresión. José Suco, jefe de la microonda, nos dijo que nos quedáramos allí. Hablamos con el capitán Ramón Cordero, uno de los jefes militares de la Ciénaga, y le pedimos armas para los brigadistas. Nos miró muy serio, pensó unos segundos y nos dijo: “Está bien, únanse a la guarnición de la microonda, díganle que yo los mando y ármense allí”.
«Al sentir el ataque mercenario, que en ese momento no sabíamos qué era en realidad, parecía como si estuvieran bombardeando toda la ciudad de Cienfuegos. Llamamos al central Australia. Dijimos lo que estaba ocurriendo y desde allá nos pidieron: “Dejen la planta abierta y no pierdan el contacto”.
«Estando justamente en la microonda, sentimos el ruido muy cercano de una embarcación o algo así. El aparato de comunicaciones estaba en una caseta de mampostería, con techo de fibrocemento, dentro del agua, en el mar, hasta donde se iba por un pequeño pedraplén. Nos asomamos y vimos una lancha rápida que iba rumbo a Caletón. La orden que nosotros teníamos era que ningún barco o similar podía moverse en la zona.
«Éramos cinco milicianos y nosotros, los tres brigadistas. “¡Alto!”, gritamos bien duro, y de la lancha nos conminaron enseguida: “¡Ríndanse!”. Entonces, como si lo hubiéramos ensayado, al unísono respondimos: “¡Patria o Muerte, coño!”. Les disparamos unas cuantas ráfagas y se perdieron. ¡Era la primera vez en la vida que tirábamos con un arma de verdad!
«Esos milicianos eran del Batallón 339, de Cienfuegos. Nos habían dado metralletas y un rápido mínimo técnico que, en realidad, no era gran cosa para nuestra escasa experiencia, pero hasta ese momento no vimos ningún desembarco.
«Nos replegamos hacia el centro de la cafetería que estaba en construcción. A los brigadistas nos ordenaron apartarnos hacia un lugar mucho más seguro, para que el enemigo no pudiera capturarnos, porque se creyó que tendría lugar un inminente desembarco de las tropas de Estados Unidos, y era absurdo enfrentarnos con ellos antes de que llegaran nuestras fuerzas, ya avisadas.
«El momento era muy tenso, y se veía en el rostro de todos, pero, de haber miedo, se dominaría. Quedamos entre dos fuegos, los milicianos, el Ejército Rebelde, nuestras fuerzas que pronto vendrían, y los invasores que desembarcaban. Por eso nos situamos en los cubículos de las duchas a medio hacer de la cafetería. Enseguida vimos cómo estábamos rodeados de los que creíamos eran americanos. Eran muchos y armados hasta los dientes. Caímos prisioneros, y al oír que hablaban español, nos dimos cuenta de que eran cubanos traidores a la Patria. Vi a los tres hermanos Babum y a un tal Nápoles, un militar que desertó.
«Yo había escondido mi metralleta en una taquilla del baño, me quité una bota y puse dentro de ella parte de las balas. Nos llevaron encañonados y diciéndonos barbaridades hacia las obras del restorán en construcción de Playa Larga.
«Uno de ellos, al parecer el jefe, encontró mi bota con las balas y preguntó por el que andaba con una sola. Me vio y me dijo: “Negro, ¿por qué estás contra nosotros?”. Le contesté que estábamos contra cualquier enemigo que nos invadiera. Entonces se viró para los suyos y expresó: “¡Ya lo ven, este es negro y comunista!”. Y dirigiéndose a mí, agregó: “¡Se te acabó Fidel, mi’jito! Hemos tomado ya gran parte del país y los americanos van a venir. En breve saldremos rumbo a la capital, para tomarla”. ¡En verdad no pudieron ni pasar de Pálpite!
«Nos dijeron que éramos prisioneros de guerra y nos separaron: obreros para un lado, y brigadistas para el otro. Aseguraron que la Revolución se rendiría, pero no contaron con lo otro, con lo que les caería encima poquito después, que fue ¡candela pura!».
¡Patica pa’ qué te quiero!«En la mañana del 18 de abril —continúa Ezequiel— la ofensiva de las fuerzas nuestras fue enorme, porque empezó a llegar el refuerzo de otros batallones de milicias y el de la Policía Nacional Revolucionaria, con el Comandante Efigenio Ameijeiras y Samuel Rodiles Planas, los dos al frente. Eso provocó la fuga estrepitosa de los mercenarios y aquel ridículo pretexto de “yo vine como cocinero”. Vi esa estampida de los invasores cuando nuestras tropas avanzaban disparando con todos los “hierros” contra ellos.
«Pero antes de mandarse a correr, los mercenarios nos aclararon con aires de victoria: “A ustedes más tarde los vamos a llevar para Jagüey Grande, y nosotros vamos para Playa Girón, para lanzar la ofensiva final de liberación. No se pueden mover ahora de aquí, porque serán cazados como tomeguines por nuestros francotiradores que los están vigilando”.
«Salieron a millón y nos dejaron, en realidad libres, porque lo de los francotiradores, como lo de la toma de la capital, era puro alarde de niños bitongos. Nos unimos al batallón de la Policía y a la Compañía Ligera de Combate del Batallón 116. Estuvimos con ellos casi todo el tiempo. Ese fue nuestro verdadero bautismo de fuego, aunque nos protegían y nos ponían detrás, no en su vanguardia.
«Después vimos a Fidel. No estaba en La Habana, sino en el peligro. Se veía confiado y maduro con sus 35 años.
«Supo que éramos brigadistas y nos preguntó cómo estábamos. Lo vimos disparar al barco Houston. Le pedimos permiso para, cuando todo se acabara, ir a ver a nuestras madres. Indicó que nos dieran un pase. Fidel estaba seguro de que venceríamos. Yo se lo vi en la cara y en los ojos, en su sonrisa, en todo lo que allí conversó y hasta en sus pasos largos de un lugar para otro cuando impartía las órdenes. ¡Pero que venceríamos no solo allí, sino siempre, en cualquier lugar! Eso fue lo que ocurrió, por ejemplo, en Cuito Cuanavale».