Desde pequeño escuché su nombre al final de esas fugaces notas minuteras, pero no imaginé jamás la estampa quijotesca del autor. El Juan Emilio Friguls que mi mente construía era un señor maduro y grueso, no el delgado «caballero español» —quizá a él le hubiera gustado más «catalán»—, de saco y corbata, que habría de encontrar muchos años después en los andares de la profesión.
La sola presencia de Friguls me hacía frotarme las manos: habría anécdotas durante un buen rato. De su propia voz conocí el relato de cómo sus padres, que hacían viajes periódicos a España, se embarcaron con él —la proa señalando definitivamente a la Isla— cuando era ya inminente la Guerra Civil. O de cómo, pasados los años y graduado meritoriamente de la entonces Escuela de Periodismo Márquez Sterling, los directivos del Diario de la Marina le propusieron empleo. Nuestro hombre, aconsejado por su familia, se atrevió incluso a proponer ciertas condiciones, ¡y los empleadores aceptaron!
En Friguls había erudición, pero sobre todo, zapatos gastados en el camino. ¿Casas de la alta burguesía habanera? Él las había frecuentado, y conocía al dedillo historias escondidas tras sus mármoles. «¿De quién era esta mansión, Juan Emilio?», le preguntó un colega sobre la actual sede del MINREX, en el Vedado. Y entre otros datos, algunos trágicos, nos largó la pincelada de que algunos diplomáticos españoles solían aconsejar a los advenedizos de la «madre patria», que se hospedaran en los pisos altos del ala derecha del Hotel Presidente, desde donde podían tener una vista privilegiada de las orgiásticas reuniones que celebraba la entonces acaudalada dueña del palacete.
De muchos personajes con los que alguna vez conversó, guardaba memorias. Del presidente Grau San Martín (1944-1948), su tacañería digna de fábula —«¡el hombre no te brindaba ni agua, muchacho!»—; y de Martha Fernández de Batista, la esposa de quien después se convertiría en dictador, su desdeñosa negativa a devolverle el saludo en público, a pesar del apoyo que el joven reportero le prestó cuando ella perdió a un ser querido.
Del Che evocó su seriedad inquisitiva cuando le autorizó los fondos para un viaje de trabajo al exterior. Siempre, por supuesto, regresó, y no es una perogrullada. Porque Friguls, que recibió una agresión en Madrid de parte de quienes lo creían desertor —y a los pocos minutos se llevaron un fiasco— fue, como tituló Luis Báez, de «los que se quedaron». Y se quedan.
Esta mañana, cuando me enteré, me dolieron las otras historias y fotos que él me había prometido. A pesar de ello, contra toda lógica, guardo una esperanza que vence a la tristeza. Y Friguls me comprende, de modo que ¡hasta luego, amigo!