LAS TUNAS.— Siempre he simpatizado con la historia que le atribuye el nombre de Puerto Padre a un diálogo entre un marinero y un cura a bordo de una de las carabelas de Cristóbal Colón. «¡Qué puerto, padre!», aseguran que le dijo el marino al cura, extasiados ambos por la belleza desplegada ante sus ojos. No puedo dar fe de la autenticidad de esta parábola, pero cuentan que Puerto Padre se llama así desde entonces.
Realmente, se trata de una ciudad encantadora. «A pesar de ser pequeña, figura entre las más limpias y bellas de Cuba, con una fisonomía y un desarrollo cultural únicos, que reproducen en breve formato a las grandes urbes de anchas avenidas, paseos y malecón», dice de la localidad y de sus atributos una guía turística.
Imagino a los portopadrenses hinchados de orgullo por tan elogiosa y merecida apología. Ellos suelen agradecer por toneladas cuanta palabra ensalce los atractivos de su terruño, y blasonan, entre otras cosas, de que la ubicación geográfica de la villa aparece reflejada con la denominación de Portus Patris desde el distante siglo XVI, en la cartografía del llamado Nuevo Mundo.
El epíteto de Villa Azul, que también identifica al carismático pueblo, debutó después, motivado quizás por la azulada tonalidad de su mar y de su cielo. El primero en emplearlo públicamente fue el periodista Manuel García Ayala, quien le dio vida en un poema suyo allá por los años 20 del siglo pasado. El apelativo ganó, raudo, el beneplácito de la gente. Tanto, que los comerciantes más avispados lo adoptaron como eslogan.
Ernesto Carralero, historiador de Puerto Padre. En las décadas iniciales de la misma centuria, otro periodista-poeta se encargó de añadirle a la frase lirismo y sugerencia: el canario Manuel Martínez de las Casas, director del semanario El Localista, quien en versos de su autoría se refirió a la localidad como a la Villa Azul de los Molinos, en virtud del gran número de esos aparatos de viento que funcionaban a la sazón en la comarca. Así lo recoge en su interesante libro Crónicas de Puerto Padre el investigador Ernesto Carralero Bosh.
Y es aquí donde pretendo hacer un alto. Cierto: Puerto Padre continúa haciéndole honor al sobrenombre de Villa Azul, pues la coloración persiste no solo en su mar y en su cielo, sino también en buena parte de su fisonomía. Pero, ¿qué hay con lo de Villa de los Molinos? ¿Se corresponde en la práctica el epíteto con el panorama contemporáneo de la ciudad? ¿Cuántos de esos «gigantes» contra los que arremetió el Quijote exhiben todavía por allí sus aspas? Hay que ver, hay que ver...
SU MAJESTAD LA HISTORIALa página digital española Interciencia da por establecido que la primera mención conocida a un molino de viento consta en los escritos del historiador árabe Al-Tabari, y datan del año 850 de nuestra era. Los textos certifican la existencia de esos ingenios en la provincia persa de Seistan alrededor de dos centurias atrás. Europa los acogió mucho después, en el período de las cruzadas, entre los años 1096 y 1191, y los primeros países en ponerlos a prueba en su territorio fueron Holanda (1240) y Alemania (1222). En América debutaron en Brasil (1576) y luego en Estados Unidos (1621). Sudáfrica, por su parte, resultó la pionera en instalarlos en el continente africano cuando ya agonizaba el siglo XVII.
Pero según consigna el doctor en Ciencias Técnicas Conrado Moreno Figueredo en el sitio web de CUBASOLAR, el molino de viento que conocemos en la actualidad se desarrolló en los últimos 50 años del siglo XIX en territorio de Estados Unidos. «La historia de la Cuba de la época y la fuerte influencia de la economía norteamericana en la Isla desde finales de ese siglo y principios del XX, hacen presumir que por entonces debió instalarse en nuestro país el primer aparato de ese tipo», agrega el también destacado especialista en energía eólica.
«A Puerto Padre los molinos de viento llegaron también de la mano del capitalismo —dice Ernesto Carralero, el historiador de la Villa—. Eso ocurrió a partir del 30 de enero del año 1902, cuando comenzó a producir azúcar el central Chaparra, bajo la regencia de una sociedad norteamericana, la Chaparra Sugar Company. Antes de esa fecha, eran los pozos criollos los que proveían de agua a los lugareños. Después se impusieron los pozos artesianos, con sus flamantes molinos de viento».
Carralero precisa que quienes aplaudieron con más frenesí la llegada de los molinos a la villa fueron los vecinos con mayores posibilidades económicas para comprarlos. En la relación figuraban, entre otros, los dueños de tiendas y algunos empleados de la fábrica de azúcar, distante solo unos pocos kilómetros. La ciudad llegó a contar con centenares de aparatos dentro del propio perímetro urbano, en casas que conservaban el sello fundacional español, con amplios patios andaluces, techos de tejas francesas, ventanas con rejas y puntales de 14 pies (poco más de 4,2 metros) de altura.
«La etapa conocida por La Danza de los Millones propició entre los portopadrenses un aumento significativo de los molinos —acota Carralero—. Fueron tiempos de bonanza económica, pues se había desatado la Primera Guerra Mundial y la industria azucarera criolla aprovechó en su beneficio el alza de los precios en el mercado internacional. Por aquella época era presidente de la República Mario García Menocal, quien fue el primer administrador del central Chaparra. Puerto Padre ganó en urbanización, pues se construyeron nuevas calles, lujosas residencias, pequeñas industrias y... ¡se instalaron más molinos!».
Con el tiempo sobrevino la decadencia de estos mecanismos, por razones tanto coyunturales como tecnológicas. Lo admite el citado sitio web de CUBASOLAR, cuando dice: «Esta situación favorable se mantuvo hasta los años 20. La gran depresión económica de la década siguiente, los motores de combustión interna y la electrificación posterior a 1945 afectaron fuertemente a la industria de los molinos de viento. Y ya en los años 50 y 60 solo unos pocos fabricantes de esos aparatos permanecían activos».
ASPAS DE LA IMAGINACIÓNA pesar de que las turbinas les robaron el protagonismo, en Puerto Padre algunos molinos consiguieron permanecer en pie, aunque sin recibir mantenimiento periódico ni ganarle una sonrisa a la indiferencia de sus dueños. Luego el tiempo se encargó de pasarles la cuenta hasta convertirlos en amasijos de metal, en virtuales despojos de una época que se extravió en el olvido como el viento en sus aspas.
«La desaparición de los molinos portopadrenses fue consecuencia del desarrollo de la tecnología de la época —apunta Carralero. Dejaron de constituir elementos de nuestro paisaje cuando dejaron de ser necesarios. Hubo un tiempo en que tratamos de conservar algunos, y hasta la Asamblea Municipal del Poder Popular aprobó una resolución para protegerlos, teniendo en cuenta su reconocida connotación en la paisajística y el folclor del territorio. Pero su letra y su espíritu se quedaron en las buenas intenciones, porque la iniciativa apenas tuvo resultados concretos. Conclusión: los molinos sobrevivientes dieron con sus «huesos» en tierra. Duele admitirlo, pero es un hecho consumado».
Sin embargo, la denominación de Villa de los Molinos que alude a Puerto Padre no ha perdido vigor. Aunque solo constituya un soplo de nostalgia entre los muchos que todavía la utilizan. Y miren qué curioso: el epíteto funciona diferente cuando uno llama a Holguín Ciudad de los Parques o a Matanzas Ciudad de los Puentes, porque en ambos casos los parques y los puentes están allí para justificarlo. Algunos de mis lectores dirán: «¿Pero qué propones, periodista? ¿Sembrar de molinos otra vez la geografía de Puerto Padre? Vamos, hombre, que no es para tanto...». Y les respondo: No, propongo rescatar los molinos de una manera... ¡simbólica!
Algo se ha hecho, lo reconozco. La sede de la filial de la UNEAC portopadrense, por ejemplo, instaló un molino en su patio. No lo necesita desde el punto de vista práctico, pero lo ha puesto a convivir con la institución como uno más de sus miembros. Antes, en 1989, los escultores Elvis Báez Morales y Pedro Felipe Escobar erigieron en la avenida Libertad un monumento al que llamaron El Quijote de los Molinos, que es en sí mismo síntesis de la tradición y la hispanidad locales. También existe el Festival de Música Villa de los Molinos, evento anual de mucho prestigio, y hasta el brocal de un famoso pocito de agua dulce que se encuentra dentro del mar tiene forma de aspas.
Pero se puede hacer mucho más para que lo de Villa de los Molinos no sea solo alegoría recurrente en poemas, pentagramas, lienzos y pedestales. Y aquí va una propuesta: ¿Por qué la filial de la UNEAC de Puerto Padre no adopta al molino como su distinción para entregar a personalidades relevantes? Y una segunda: ¿Por qué no diseñar y comercializar pequeños molinos, a guisa de souvenir para quienes visiten la tierra natal de Emiliano Salvador? Y una tercera: ¿Por qué no colocar molinos decorativos en las principales vías y sitios panorámicos de la ciudad?
Agregaría otras, como la organización de competencias deportivas con el nombre de Villa de los Molinos, copas de tenis de campo y torneos de ajedrez, por ejemplo, donde acumulamos mucha tradición. También se podrían situar molinos en patios de casas coloniales emblemáticas.
Para que Puerto Padre armonice su entorno con el seudónimo de Villa de los Molinos, solo se necesita echar a andar las aspas de la imaginación y romper lanzas contra los convencionalismos. Otros Quijotes y Sanchos existen en la villa para emprender la cabalgata.