Apenas recordaba la vida vespertina de una secundaria básica cuando aquella tarde nos presentamos ante un auditorio de más de 50 adolescentes para charlar sobre el bloqueo norteamericano contra Cuba.
Las caras eran «poemas», no voy a negarlo. Algunas de asombro, extrañeza, curiosidad; y otras no podían esconder el cansancio tras una larga faena escolar. La mía tampoco lograba disimularlo.
Pero la incertidumbre y el nerviosismo me hacían olvidar hasta el más mínimo resquicio de agotamiento. El tiempo de preparación no había sido mucho, dividido entre las clases de la Facultad, las prácticas de trabajo y las labores que como joven universitaria conforman el día a día.
Mas la tarea no resultaba difícil. El bloqueo es un fenómeno que, lamentablemente, nos aqueja a diario, y es capaz de fraguar sobre la experiencia, el más objetivo conocimiento.
Así comenzamos. Entre anécdotas y también algunas muletillas —por el nerviosismo— expusimos reflexiones como el por qué nuestro país requiere de un fondo económico triplicado para obtener recursos que sustenten el transporte, la reparación de viviendas, calles, hospitales, escuelas, o la compra de medicamentos necesarios en el tratamiento de enfermedades como el sida, o equipamientos imprescindibles para realizar diálisis a enfermos con trastornos renales.
El diálogo no se hizo esperar. Manos alzadas, inquietas por preguntar. Gestos de quien no entiende el motivo de una maldad, corazones sinceros asombrados de la crueldad ajena:
«¿Por qué ese gobierno es tan malo?, ¿por qué quieren ahogarnos y lastimar a los niños y los abuelos?, ¿por qué no podemos comprar esos medicamentos como todos los países y curar a más personas?», se cuestionaban los pioneros.
Más de 40 años de genocida bloqueo contra Cuba no pueden encontrar explicación mayor que la injusticia, la crueldad y esos deseos incontenibles de aplastar a nuestra Revolución por parte del gobierno norteamericano.
«Pero su pueblo sí nos apoya», afirmó un pequeño desde la experiencia de sus 14 años, «porque yo sé que allá hay muchas personas que quieren a Cuba, y estudiantes que viajan para conocernos, y abuelas como la mía, que no puede verme porque no la dejan venir».
Tampoco era válido achacar todas las culpas a ese criminal llamado bloqueo. Está claro que los problemas no van solo sobre su espalda, como nos aclaró el ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Pérez Roque una semana antes, al reunirse con los 500 estudiantes universitarios que apoyaríamos la Jornada Popular de Reflexión Cuba contra el bloqueo y la anexión.
Reunidos en dúos, formamos parte de las Brigadas Antiimperialistas Universitarias. Después de seis años la tropa era reactivada. Esta vez no se trataría solo de explicar a nuestro pueblo las mezquindades contenidas en las leyes Helms-Burton o Torricelli. Ahora era preciso discutir junto a cada vecino, estudiante o trabajador las realidades del bloqueo o el cínico Plan Bush.
En cada facultad de la Universidad de La Habana a la que iremos diariamente decidimos la próxima escuela, el futuro encuentro.
Cuatro y treinta. La jornada se repetirá esta tarde. Acaban de anunciarnos. Los jóvenes se acercan:
—Maestra, nosotros también preparamos nuestro panel contra el bloqueo —afirmó una pionera de la secundaria básica Fructuoso Rodríguez.
Nuevas preguntas. La reflexión se reanuda: deseos y esperanzas de pioneros que no quieren más maldad.