La tecla del duende
El filósofo español Fernando Savater es de esos pensadores que, sobre una montaña de erudición, sabe traducir a las más llanas palabras hondísimas reflexiones. Manos gentiles envían este pequeño comentario —¿o crónica?— suyo, originalmente titulado Sueño.
La pasada noche decidí ver una película grabada desde hace meses, Las últimas horas, dirigida por Zak Hiditch. Es una reciente variación australiana del tema que desarrolló en 1959 Stanley Kramer en La hora final con un apabullante reparto encabezado por Gregory Peck y Ava Gardner, basada en el best-seller de Nevil Shute. La actual no me pareció mala, solo algo sosa pese a crímenes y orgías algo apáticas. El perfil bajo no es un defecto, pero al contar las catastróficas horas finales del planeta vividas por seres desesperados habría que ponerle más emoción. La verdad es que los relatos del fin del mundo sin una estafa salvífica postrera me resultan tónicos, sobre todo ahora. No me asustan. Recuerdo a Víctor Hugo, que cuando le preguntaron si temía el último día universal repuso: «¿El fin del mundo? Eso ya ha pasado muchas veces». O Borges, a la periodista que ufana le aseguraba que él nunca moriría: «Bueno, señorita, no nos pongamos pesimistas…».
Entonces veo el reportaje sobre esa niña de cinco años aplastada por los escombros de un edificio bombardeado en Alepo, a la que rescatan aún con vida un grupo de agobiados voluntarios. Al principio llora con fuerza, luego se calla y en la camilla improvisada está dormida. Su cuerpecito machacado ha perdido toda facultad de movimiento. Ahora duerme y seguramente sueña. No con el fin del mundo, claro: eso lo ve cuando abre los ojos, a su alrededor, es la única realidad que ha conocido en su corta vida. Sucia de la cal y el polvo del derrumbe, llena de magulladuras, con lesiones internas, sueña con lo inaudito: el renacer del mundo, el alba de la compasión y la alegría. Solo por su pureza quisiera que durase el mundo. Para que siga soñando… (Publicado en El País).
No solo el hoy fragante de tus ojos amo/ sino a la niña oculta que allá dentro/ mira la vastedad del mundo con redondo azoro,/ y amo a la extraña gris que me recuerda/ en un rincón del tiempo que el invierno ampara./ La multitud de ti, la fuga de tus horas,/ amo tus mil imágenes en vuelo/ como un bando de pájaros salvajes./ No solo tu domingo breve de delicias/ sino también un viernes trágico, quién sabe,/ y un sábado de triunfos y de glorias/ que no veré yo nunca, pero alabo./ Niña y muchacha y joven ya mujer, tú todas,/ colman mi corazón, y en paz las amo. (Eliseo Diego)