Los que soñamos por la oreja
Como parte de la dinámica entretejida al influjo de asistir a los espacios de vida nocturna, la música que se disfruta en estos centros participa de lo que pudiese definirse como el juego de la experiencia compartida, y que al transcurrir de los años pasará a formar parte de la nostalgia generacional que emerge a la escucha de una canción. Así, para los habaneros nacidos en el primer quinquenio de la década de los 60, y que ya de jóvenes disfrutábamos de la Nueva Trova y en especial de la segunda generación de dicha corriente ideoestética, escuchar un tema como Para Bárbara, de inmediato nos hará evocar noches del período entre finales de los 70 e inicios de los 80 en el Café Cantante del Teatro Nacional, y quienes entonces éramos trovadictos asistíamos al lugar para disfrutar de propuestas como las que por la fecha hacía el dúo de Santiago Feliú y Donato Poveda.
En la vivencia juvenil de la noche, la música induce prácticas diferenciadas, cosa que a veces se soslaya a tenor con la historia de determinados prejuicios en el contexto cubano hacia el ambiente de la nocturnidad (recuérdese las dificultades que padeció la cultura del cabaret en los tempranos 60, valorado entonces como ejemplo máximo de lo pseudocultural, y que influyeron en el destino de figuras como la Lupe). Puedo asegurar que en buena medida, mi gusto por la música mucho le debe a mis idas y venidas por espacios como el aludido Café Cantante del Teatro Nacional o el Bar Elegante del Hotel Riviera. Yo no sería quien soy, y de seguro al convertirme en periodista no me habría dedicado a escribir sobre la cultura y en específico acerca del hecho musical, si como parte de mi formación y de mi mundo vivencial no hubiesen estado incorporadas mis experiencias juveniles de la vida nocturna habanera.
No se trata solo de que la gente que disfrute de cierto género o estilo musical vaya a aquel lugar donde este se programe, sino que en numerosas ocasiones, por influencia del grupo de pertenencia —de tanta importancia en una etapa de nuestras vidas— nos movemos por circuitos a los cuales no habríamos pensado asistir, pero que llegamos a conocer y a identificarnos con ellos gracias al modo como incide nuestro círculo de amistades en cada uno de nosotros. De igual manera, hay que admitir que los centros de diversión nocturna procurarán programar la música que sea del agrado del público que se desea captar como habituales a dichos locales, pero se supone que en el caso cubano dado el interés teórico (no siempre concretado en acciones prácticas) en pro de diversificar el gusto cultural de nuestra población, no debería resultar tan difícil tratar de orientar la programación de tales centros, para que no se limitasen a lo que únicamente satisficiera las demandas que, de forma obvia, garantizarán una mayor ganancia comercial.
La experiencia de lo que en el presente acontece al caer el sol, a lo largo y ancho de Cuba, demuestra que si bien es cierto que la adscripción a una colectividad definida por un gusto musical compartido puede constituir un vínculo etéreo, también resulta verdad que, desde otra perspectiva, la música tendría un papel más instrumental al utilizarse como emblema de intereses grupales.
Lo anterior nos muestra que la música, y en particular su consumo, también sirve para marcar diferencias grupales desde el prisma social. Cabe concluir que al hablar de la vida nocturna, no puede vérsele como un simple pasatiempo sino como un escenario en donde se construye y representa la identidad colectiva de todo un conglomerado social. De lo expuesto, me parece que debe quedar claro que el gusto musical es una cuestión mediada por factores sociales y que a la vez deviene la creación de vínculos de la misma índole.