Los que soñamos por la oreja
En más de una ocasión, amigos con los que suelo compartir extensas audiciones de discos de rock y jazz, se han sorprendido al conocer acerca de mi gusto por la rumba. Cuando me he puesto a pensar de dónde me brota el interés por la manifestación, llego a la conclusión de que no podía ser de otro modo pues ese ambiente sonoro ha sido mi hábitat desde que nací.
San Leopoldo, zona que como diría William Vivanco es un barrio barroco, resulta cuna de rumberos de mucho sabor, pero no solo entre quienes se dedican a la expresión sonora de forma profesional sino, sobre todo, entre quienes lo hacen de manera espontánea.
Estoy convencido de que «los aseres» de los alrededores de mi calle —y que no sé por qué razón la escogen como lugar de encuentro para armar sus sabrosos rumbones, que pueden durar desde bien temprano en la tarde hasta las primeras horas de la madrugada, cuando el improvisado festín se disuelve no por el deseo de los participantes sino por el llamado al orden en correspondencia con el horario de descanso de los moradores de la cuadra— no tienen la más mínima idea de lo buenos que varios de ellos son a la hora de tocar los tambores o de percutir en cuanta cosa tengan a mano y que sirva para llevar el ritmo y repiquetear de lo lindo llegado el momento del destaque individual.
Por lo dicho, a nadie debe sorprender el placer que experimento cuando asisto a una buena rumba, como aquellas memorables que en los ochenta se hacían en el patio del Conjunto Folklórico Nacional, o al recibir uno de los contados fonogramas que de dicha expresión se graban en nuestro país y que en mi fonoteca personal, los atesoro con idéntico amor al que profeso por el resto de mi colección de CD. A tono con semejante vocación, hoy quiero llamar la atención hacia un trabajo discográfico que, a pesar de haber sido grabado hace ya algún tiempo, no ha sido muy comentado en nuestros medios de comunicación, pese a sus numerosos valores.
Hay discos que desde que uno los escucha por primera vez, te atrapan por el encanto del cual hacen gala. Justo eso me sucedió con el disco titulado ¿Dónde andabas tú, Acerekó?, acreditado al proyecto Rumberos de Cuba. Este es un fonograma que capta el auténtico sentido de lo popular y por ello, sabe a pueblo, a gente de calle, al peculiar ambiente que se vive en los tumultuosos solares de sitios como Centro Habana. A la vez, uno siente que el material es continuación de lo hecho por personajes como el viejo «Chachá», Diosdado y sus Muñequitos de Matanzas, los míticos Papines, Tata Güines, así como otros ilustres nombres del reino de los cueros.
Y no podía ser de otro modo, porque en este fonograma están involucrados rumberos de mucha experiencia, que dominan a la perfección los secretos del yambú, el guaguancó y la columbia. Con dirección y producción de Rodolfo Chacón (artífice de la feliz idea), intervienen en el álbum figuras de tanta valía como Miguel Ángel, Mario y Luis —los Aspirina—, Máximo Duquesne, «El Gato», William Made Beato, El Tata, Sofía, que garantizan un altísimo nivel en el toque y el canto. Todos ellos nos brindan una propuesta en la que disfrutamos de voces que de acuerdo con lo mejor de la tradición saben rajarse, a fin de pregonar y contar las historias de la calle, con lo que finalmente recibimos una auténtica fotografía de la vida cubana de ayer y de hoy.
Aunque un álbum como este sea escasamente programado en nuestra radio, a no ser en espacios especializados que limitan el número de oyentes a un determinado sector de gente interesada, estamos ante un disco que evidencia que más allá de modas transitorias, la música popular cubana mantiene toda su vigencia en nuestros días y continúa siendo un nutriente del que se alimentan las presentes generaciones de músicos.
El disco que rinde tributo a grandes rumberos ya desaparecidos físicamente, también permite comprobar que la rumba, ese complejo de géneros afrocubanos nacido en los barracones de esclavos, es una expresión cultural mayor, donde la espontaneidad, los ritmos vigorosos, el virtuosismo y los contagiosos estribillos nos hacen sentir, quizá como ninguna otra cosa, la dimensión real de la tan llevada y traída cubanía.