Lecturas
El grupo de jóvenes intercambia impresiones en el local de la Asociación de Estudiantes de Derecho de la Universidad de La Habana. Allí están Carlos Prío, Raúl Roa, Rafael Trejo, Mongo Miyar, Justo Carrillo, Félix Ernesto Alpízar…
Trejo, en broma, dice: «Aquí hace falta una víctima. Debe ser alguien significativo, como Prío o Roa». Prío, eléctrico, responde: «A mí no me gusta ese papel. ¡Pon el muerto tú!». Todos ríen; la juventud les hace ver la muerte como una posibilidad muy lejana y mientras aguardan por la respuesta de Trejo alguien avisa de la llegada de la Policía y el grupo se dispersa. Solo quedan en el salón Roa y Prío que, con cara de yo no fui, se enfrascan en una partida de pimpón.
Esa noche Prío y Trejo se encuentran en la residencia del senador Cortina, al costado de la Universidad. Desde la azotea ven cómo los uniformados se apostan en los alrededores de la casa de altos estudios y la soldadesca ocupa la Quinta de los Molinos.
Alguien, por teléfono, comunica que la guarnición del Estado Mayor del Ejército, en el Castillo de la Fuerza, fue asegurada, y que 12 ametralladoras de trípode esperan en la Secretaría (ministerio) de Agricultura para ser emplazadas en lugares estratégicos de la ciudad. Otra llamada reporta que, por orden de su jefe, el teniente coronel Carrerá, la Policía, armada hasta los dientes y sedienta de sangre, está acuartelada y presta al atropello. En el campamento de Columbia, dos escuadrones de la Guardia Rural esperan la orden de entrar en acción.
A la mañana siguiente, de tantos uniformes policiacos, la loma de la Universidad aparece manchada de azul. La Policía de a caballo, sable en mano, recorre las calles próximas con ademán provocativo. Al frente de las fuerzas montadas, pálido de miedo y temblando, está el brigadier Antonio Ainciart, inspector general de la Policía.
Pese al despliegue represivo, estudiantes y algunos profesores conjurados se dan cita frente a la escalinata. Temprano llega Pablo de la Torriente Brau y también José Lezama Lima. Piensan, como se había acordado, acceder al Patio de los Laureles. La Policía lo impide, y Prío, Roa y Trejo anuncian que el nuevo punto de concentración es en la Calzada de Infanta, en el parquecito de Eloy Alfaro. La manifestación no llegará, como se suponía, a la casa de Enrique José Varona, en calle 8, casi esquina a Línea, en El Vedado, sino que desde el parque tomará por San Lázaro para, ante el Palacio Presidencial, condenar al Gobierno oprobioso y sangriento de Gerardo Machado.
Los policías bajan de los caballos e insisten en registrar a los estudiantes. Los jóvenes se niegan. Les parece humillante que los cacheen. Los ánimos se inflaman. La excitación es tremenda. Desde el techo de un auto, el estudiante José Sergio Velázquez lanza una arenga contra el régimen. Alpízar, con una corneta desvencijada, deja escuchar el «a degüello» mambí. Armando Feíto tremola una bandera cubana. Los jóvenes se organizan y la manifestación se pone en marcha.
«¡Abajo la dictadura sangrienta de Machado! ¡Abajo el imperialismo!», gritan mientras avanzan hacia el parquecito de Eloy Alfaro. Ha comenzado la jornada revolucionaria del 30 de septiembre de 1930, aquella tángana histórica que 95 años atrás conmovió al país entero y encendió la agitación y la protesta a lo largo de la Isla.
Aquel 30 de septiembre había encontrado al país ante la inminencia de un desbordamiento de masas contra Machado. Es la circunstancia que aguardan los estudiantes, y la vanguardia de los universitarios se plantea la necesidad de reanudar de inmediato la lucha.
Se radicalizan los de Derecho y la efervescencia se extiende al resto de las escuelas. Cobra cuerpo el criterio de que el grupo dirigente del movimiento antimachadista lo compongan representantes de todas las escuelas universitarias. Encrespa la repulsa estudiantil la propuesta del Gobierno de posponer la apertura del curso escolar hasta después de las elecciones parciales de noviembre, propósito que cuenta con el apoyo del débil Rector.
Se acuerda que el 30 de septiembre, en el Patio de los Laureles, los estudiantes reunidos en asamblea protesten contra el carácter político de la resolución rectoral, denuncien la situación de hambre, opresión y terror reinante y exijan la renuncia de Machado. Deciden que, una vez finalizada la asamblea, sus participantes acudan en masa a la casa de Varona. Expresan su solidaridad con los estudiantes universitarios expulsados de la Universidad en 1927, y llaman a los profesores antimachadistas a oponerse en el claustro al ucase del Rector. Varona acepta recibir la visita y profesores como Grau San Martín y Juan Marinello, Méndez Peñate, Portell Vilá y Fernández Camus, entre otros, se ponen al lado de los estudiantes.
El 28 se perfilan los detalles del acto, oportunidad que aprovecha Roa para reiterar la necesidad de contar con una organización dirigente. «Sin ella, asevera, vamos al fracaso», propuesta favorablemente acogida y aceptada. Más difícil resulta ponerle nombre. Tras una dilatada discusión se acuerda que la nueva organización se llame Directorio Estudiantil Universitario (DEU).
La Policía, con sus toletes, acuchilla en dos la manifestación. Los estudiantes responden la agresión a mano limpia. Pepelin Leyva propina unos puñetazos que Roa califica de «selváticos», y Pablo de la Torriente, para golpear más duro, lleva una piedra apretada en cada mano. El puño de Rodolfo de Armas es demoledor; fue campeón de boxeo amateur y le apodan Trompá: «Policía que toca —dice Roa —, policía que cae».
Desde la azotea del edificio Ravelo, Trejo lanza una granizada de piedras contra los represores. Hay gritos y golpes. Se repiten los disparos. Ainciart, revolver en mano, dirige la dragonada. Tony Varona siente como un mordisco en la oreja: está herido. Un poco más allá, cae Pablo con la cabeza ensangrentada. Marinello quiere auxiliarlo y Ainciart lo detiene.
Impetuoso e indignado, Trejo se enreda en un cuerpo a cuerpo con el policía Félix Díaz Robaina. Corre en su ayuda el estudiante Díaz Baldaquín. Suena un tiro y luego otro y Trejo se desploma. Tiene la desdicha y la gloria de ser la víctima que él mismo quiso que tuviese aquella tángana.
Una parte de los manifestantes alcanza la Calzada de San Lázaro y busca Belascoaín a todo correr. La otra dobla por Jovellar hasta Espada y ambas se juntan en San Lázaro. Quieren dar un mitin en el parque Maceo, pero allí los recibe la Policía, con Carrerá al frente, con una lluvia de balas. En la calle Gervasio los jóvenes se ven atrapados entre dos fuegos. Aun así, no hay muertos ni heridos, y Roa y Prío, que marchan a la cabeza de los manifestantes, comentan que los represores tiran con fulminantes. Como respuesta, cae herida en el hombro una viejita y resulta herido de gravedad el comunista Isidro Figueroa.
Arriban Trejo y Pablo al Hospital de Emergencias. Dos médicos comentan: «Este [Pablo] se salva; el otro [Trejo] se muere sin remedio».
Tras los primeros auxilios, los llevan a la sala de urgencias y los colocan en camas contiguas. Siente Pablo unas náuseas angustiosas y vomita toda la sangre que había tragado. Trejo lo mira, tranquilo, desde su cama, y le sonríe como para darle ánimos, pensando acaso que su compañero está mucho peor que él. Pierde Pablo la conciencia y le administran calmantes que lo hacen dormir profundamente. A la mañana siguiente, el silencio del hospital le revela la verdad. Solo pregunta ¿A qué hora murió? Trejo se despedía de Pablo con una sonrisa abrumadora. Su última sonrisa.
Más de 6 000 personas desfilaron por la cámara mortuoria de Trejo, instalada en la casa familiar de la Calzada de Diez de Octubre, casi esquina a Luz. Al día siguiente, Machado suspendía las garantías constitucionales y clausuraba la Universidad.
Pablo de la Torriente Brau e Isidro Figueroa pudieron salvar la vida. Díaz Robaina, el asesino de Trejo, salió del país con la protección del Gobierno machadista y fue amnistiado luego. El brigadier Antonio Ainciart se suicidó en agosto de 1933, pocos días después de la caída de Machado, cuando, vestido de mujer, trataba de evadir a sus perseguidores.
No pudo Machado impedir el recrudecimiento de la oposición. No tendría ya un solo minuto de paz hasta el derrumbe de la tiranía.