Lecturas
Se dice que en octubre de 1774, cuando el rey Carlos III de España fue informado de que se daba por concluida la construcción de la fortaleza de La Cabaña, a la entrada de la bahía habanera, pidió un catalejo porque, aseveró el monarca, obra tan grande y costosa y tan demorada en el tiempo, tenía por fuerza que verse desde el balcón de su palacio de Madrid. La anécdota puede ser cierta o no, pero da pie a una pregunta: ¿Cuánto costó a España la defensa de La Habana?
Pese a que la información disponible es incompleta y ambigua, sesgada por la corrupción y el estilo burocrático, el historiador Gustavo Placer Cervera intentó una aproximación a ese gasto.
Así, apunta Placer Cervera, las murallas habaneras consumieron, entre 1674 y 1761, entre un millón y medio y dos millones de pesos fuertes, en tanto que la reconstrucción del Castillo del Morro —muy dañado por el ataque inglés de 1762— y la construcción de San Carlos de la Cabaña, el hornabeque de San Diego, próximo a aquella, y de los castillos de Atarés y el Príncipe, obras que se acometieron entre 1763 y 1789, tuvieron un costo superior a los seis millones de pesos fuertes, de los cuales La Cabaña se tragó la mayor parte: tres millones y medio de pesos.
Cuando la Unesco concedió a La Habana el título de Patrimonio de la Humanidad, la distinción incluyó al sistema defensivo de la ciudad. Entonces, por qué no hacer un recorrido por sus fortalezas, ahora que la urbe celebra su cumpleaños 505.
La defensa de la Isla fue, desde los inicios de la colonización, una de las grandes preocupaciones de los gobernadores coloniales. Debían soportar, sobre todo las poblaciones costeras, asaltos y saqueos de corsarios y piratas, y amenazas y ataques de la marina de las potencias en guerra contra España. Pero las medidas para precaverse de esos daños, escribía Emilio Roig, tardaron muchos años en adoptarse, como todo cuanto tocaba resolver al Gobierno de la Metrópoli en relación con sus colonias de Indias, objeto de largas y enconadas polémicas.
De cualquier manera, España no se decidió a fortificar La Habana hasta después de ocurridos los ataques, tomas y saqueos que sufrió la villa en 1537 y 1538.
Fue en 1537 cuando La Habana sufrió el primer y muy desastroso asalto de corsarios franceses. En esa fecha uno de ellos se mantuvo anclado en el puerto durante tres horas. Al retirarse rumbo al Mariel, embarcaciones españolas lo persiguieron y enfrentaron con poco éxito, pues el francés quemó dos de esos barcos y se apoderó de otro, no sin antes asaltar, saquear y quemar la villa. «Es posible que en ese incendio se perdieran, total o parcialmente, los Libros de Actas existentes hasta esa fecha», expresa Emilio Roig.
Al año siguiente, otro corsario francés, que había sido ahuyentado de Santiago, se posesionó en La Habana durante 15 días y saqueó el poblado, haciendo huir a sus moradores y llevándose las campanas de la iglesia.
Fue después de ese segundo ataque que la Corona encomendó a Hernando de Soto, gobernador de la Isla y adelantado de la Florida, la construcción de una fortaleza en La Habana, que quedó terminada en 1540. Es la llamada Fuerza vieja, situada a unos 300 pasos del castillo de la Real Fuerza que conocemos hoy. Obra vulnerable y peor ubicada, de la que llegó a decirse que de fortaleza solo tenía el nombre.
Tras el descubrimiento del canal de Bahamas, se incrementa la importancia de La Habana como lugar de reunión de flotas y navíos. Esa realidad, unida a la actitud belicosa de corsarios franceses, hizo que España pensase en la necesidad de mejorar las defensas habaneras.
Se desató entonces una agria polémica: ¿se remodelaba la Fuerza existente o se construía una Fuerza nueva? Corría ya el año de 1550 y se aceptó la idea de reconstruir la que había, pero cinco años después el corsario francés Jacques de Sores puso en evidencia lo inadecuado de esa defensa: luego de su paso por La Habana, que tomó y saqueó, la Fuerza, si bien dotada de ocho cañones, solo servía como corral para guardar el ganado destinado al sacrificio.
Se imponía la construcción de otra fortaleza. Se acometió la obra y, apenas concluida, comenzaron las críticas. Se le reprochó su pésima ubicación frente a la loma de la Cabaña, que la señoreaba, lo reducido de su patio, la falta de escaleras, la endeblez de sus puertas y la carencia de agua… Se sacó a relucir que ninguno de sus ocho cañones llegaba con sus disparos más allá de la boca del puerto y lo escaso de sus municiones.
Cincuenta hombres conformaban su guarnición, y así sería la disciplina cuando el Gobernador los encerraba por la noche y guardaba la llave debajo de su almohada. Pese a todo, se estimó que, artillándola y pertrechándola de municiones, la Fuerza estaba en condiciones «de defender y ofender», y en 1579 la Corona consideró que estaba ya «en defensa», por lo que debía ser saludada por los buques que entraban a puerto. Era, sin duda, el edificio más seguro de la ciudad y allí instalarían su residencia gobernadores y capitanes generales desde 1690.
En 1587, con la llegada del ingeniero militar Bautista Antonelli, la edificación fue mejorada. Su torre de homenaje, sin embargo, no se erigiría hasta 1630-1634 y se emplazó en ella La Giraldilla, la bella escultura de bronce que representa a La Habana, modelada por el artífice fundidor escultor Gerónimo Martín Pinzón.
Escribe Emilio Roig: «A pesar de diversas tentativas de demoler el castillo de La Fuerza por su inutilidad como fortaleza, según criterios de varios capitanes generales, afortunadamente esos propósitos no prosperaron y el castillo se conservó…
«Como la más antigua fortaleza que ha tenido la ciudad, constituye La Fuerza una de las más preciadas joyas históricas que posee La Habana, y figura en el escudo de armas que le concedió la Corona al otorgarle el título de Ciudad por Real Cédula de 20 de diciembre de 1592, confirmándose aquella distinción, a causa de haber desaparecido el documento oficial de la misma, por Real Cédula de 30 de noviembre de 1665, firmada por la reina gobernadora doña María de Austria, viuda de Felipe IV. Así, blasonan el escudo de La Habana los tres primeros castillos que esta tuvo: La Fuerza, La Punta y el Morro».
La presencia de Antonelli en La Habana representó el inicio de un vasto plan de desarrollo que culminaría años después con la construcción del Morro y La Punta.
Esa última —castillo de San Salvador de La Punta— se instaló, y de ahí su nombre, en el extremo de una de las orillas del canal de entrada de la bahía. Felipe II ordenó su construcción cuando se constató que La Fuerza no estaba situada en el lugar idóneo. La Punta, en cambio, evidenció desde los años iniciales de la villa su importancia estratégica. Comenzó a construirse en 1590, al mismo tiempo que el Morro, al otro lado del canal, con el fin de que ambas fortalezas entrecruzaran el fuego de sus cañones. Por las noches, luego del cañonazo que disponía el cierre de las puertas de las murallas, se cerraba también la boca del puerto con la cadena de madera que se tiraba entre las dos fortalezas.
Tiempo hubo que un bosque espeso e intransitable separaba a La Punta de la villa. Era la manera de no propiciar caminos a corsarios y piratas. Pero en 1555, Jacques de Sores, que había desembarcado en la Caleta, pasó por La Punta o sus inmediaciones sin ser detectado. Cuando el corsario francés abandonó la villa, las autoridades habaneras ordenaron que se situaran vigías, que ellos llamaban «velas», en el lugar, y asimismo en la Caleta y en la elevación donde se erigiría el Morro.
En 1582, previendo un ataque francés, se cavan trincheras en La Punta, pero se advierte enseguida que tales trincheras son insuficientes, y, en carta del monarca español, se dice que «La Punta tiene gran necesidad de hacerse en ella un torreón para la guardia y seguridad de este puerto». Se pide al monarca permiso para hacerlo y poner allí dos cañones de hierro.
El ataque británico de 1762 arruinó las cortinas y baluartes del castillo. Cuando España recuperó La Habana, el Conde de Ricla, gobernador de la Isla, dispuso su reconstrucción y ampliación. A partir de ahí se le hicieron, en diversas épocas, no pocas modificaciones, en especial en 1868, cuando se le adicionaron cuatro explanadas para igual número de piezas de artillería, piezas que se consideraron lo más moderno y eficiente para su tiempo en ese ramo. Una restauración muy precisa fue acometida, bajo la supervisión de Eusebio Leal, por la arquitecta Perla Rosales, actual directora de la Oficina del Historiador de la Ciudad.
Ya en la República, fue La Punta sede del Estado Mayor de la Marina de Guerra, con la misión adicional de defender, en caso necesario, el cercano Palacio Presidencial.
La semana entrante se hablará sobre otras defensas habaneras. Anticipemos que una de ellas, el Morro, ostenta de manera indiscutible la representación de la Isla de Cuba. Y aun los que nunca nos han visitado, al ver su imagen, saben que se trata de la vieja fortaleza que se alza a la entrada de La Habana. (Continuará)