Lecturas
Los juegos de nuestra infancia eran, por mayoría, simulacros bélicos: «los buenos y los malos», «los indios y los cowboys», «los bandoleros y los policías», «los piratas y los guardias imperiales»; con escopetas de palo, cimitarras de bienvestido o revólveres de chirampines, a veces cuerpo a cuerpo y otras a distancia, nos liábamos en contiendas tan cruentas como gratuitas. ¡Pum, pum, te maté!, era la frase más común. La muerte irreal del opuesto, como parte de un guion, era motivo de jolgorio, aunque algunas veces la rústica esgrima vegetal solo trajera como consecuencia una falange fracturada.
Los juegos de computación de los niños y adolescentes de hoy también portan, en muchas ocasiones, el opio de la violencia, poco importa que sean de carreras de autos, artes marciales o conquistas de palacios y planetas. Si bien es cierto que los cuerpos no se tocan, las mentes se saturan del espíritu destructor que permite la anulación del contrario. No hay ideas ni causas: los oponentes lo son por naturaleza. De esa manera sencilla se nos instala, por el camino subliminal, una percepción hostil del semejante, enemigo en potencia a destruir por cualquier medio.
Pero la guerra no es un juego, que lo digan si no los sobrevivientes de las muchas que aún hoy se desarrollan. Los muertos no pueden hablar, pero sí sus padres, hermanos, hijos, amigos. Un siglo XX y un primer cuarto del XXI recorridos por guerras de todo tipo constituyen la prueba irrefutable de que algunos hombres aprecian más la violencia que los argumentos con el fin de alcanzar sus propósitos, aunque en los últimos tiempos los argumentos sesgados y manipulados, a modo de noticias falsas, exhiban tanto poder como las armas nucleares. A modo de caballo de Troya, con ideologemas desgastados, desarman a un contrario que se indigesta con lecturas descontextualizadas y sujetas a conceptos de rotundez dudosa.
Tienen la tecnología de su parte los dueños de esas armas. Nos ponen a trabajar a su favor sin que nos demos cuenta de que la historia de la humanidad se concreta en guerras por posesión de las riquezas, y que la filosofía del vale todo ha incorporado a la mentira mediática como poderoso misil en manos de quienes disponen de medios para hacerla más «asimilable». Nunca nos presentan las guerras como una expresión de la lucha de clases a escala macro, sino como cruzadas por restaurar la democracia y los derechos humanos, tras ser diagnosticados con sus propias, y desgastadas, herramientas.
Quienes pretenden perpetuar ese dominio avalado por rencos postulados filantrópicos asocian el socialismo con el concepto de utopía, porque no ha alcanzado, en su corto y tropezoso devenir, sus principales objetivos; o porque fracasó, en la Unión Soviética y Europa del este, tras una práctica que no llegó al siglo. ¿Y acaso existe utopía mayor que el enunciado principal del emblema «libertad, igualdad, fraternidad» con que vino al mundo el capitalismo? ¿Cuál de esos enunciados es hoy una verdad concreta en nuestros países poscoloniales o hasta en algunos de los desarrollados? Utopía, espejismo, falacia, ese mundo sin libertad, mucho menos igualdad y nula fraternidad.
Friedrich Nietzsche, filósofo alemán, cuya doctrina inspiró a los mayores guerreristas del pasado siglo, dijo: «La guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido». Estupidez y rencor es lo que vemos hoy en los vencedores y derrotados de la mayor confrontación de naciones de ese período. Los más legítimos vencedores entregaron torpemente el ideal que sustentó su victoria; quienes fueran sus aliados se vienen apropiando, con apoyo mediático y en reescritura perversa de la historia, de todo el capital moral de la victoria. Los derrotados, con el más pútrido y peligroso de los rencores, gestan un neofascismo de cortante odio capaz de las mismas atrocidades cometidas por sus tutelares antecesores. Su increíble resurrección en países que regresan a la adoración de sus símbolos y consignas, a su abyecto racismo, al lavado de expedientes, constituye un pavoroso resultado de la confusión ideológica a donde nos ha conducido la posverdad.
«Cada guerra es una destrucción del espíritu humano», sentenció el escritor estadounidense Henry Miller; sumémosle lo dicho por Martin Luther King: «Una nación que gasta más dinero en armamento militar que en programas sociales se acerca a la muerte espiritual».
Las únicas guerras legítimas son las de liberación, tanto las que combatieron al colonialismo como a sus secuelas en repúblicas a medias. Todas han sido guerras contra los grandes poderes avasalladores y empobrecedores de las mayorías, sin embargo, vienen cargando con la demonización mediática de los medios globalizados. Incluso cuando la lucha armada ha sido sustituida por la lidia en las urnas, se les ataca y hasta se les amenaza estacionando cañoneras frente a sus costas. Inoculan la subversión. Venezuela es el ejemplo de hoy, pero ya antes lo vimos en el Chile de Allende, la Bolivia de Evo, la Honduras de Zelaya, la Nicaragua del sandinismo o la Guatemala de Árbenz, y solo cito algunos ejemplos puntuales.
La guerra de Israel contra los palestinos es hoy ejemplo más vivo de la soberbia del poderoso. No hay límites en el odio: la política es de tierra arrasada y exterminio poblacional, tal como hicieron con ellos los fascistas del III Reich. Otro gran escritor, el alemán Thomas Mann, afirmó que «La guerra es la salida cobarde a los problemas de la paz». Cobarde es esta, porque se basa en la descomunal ventaja y porque pudo tener un muro de contención con acuerdos pacíficos. Conviene entonces que no olvidemos nunca (que no olviden) la lección de Vietnam. (Tomado de La Jiribilla)