Lecturas
Si se le pregunta a cualquier habanero dónde sitúa el corazón de La Habana responderá sin vacilar que en La Rampa, lo más céntrico y concurrido de la capital, el sitio ideal para el paseo, la cita amorosa, el encuentro de trabajo, la distracción… Así ha sucedido a lo largo de los últimos 70 años, en que La Rampa se convirtió, junto al Malecón, en el lugar más cosmopolita de la urbe.
Ir a La Rampa, reunirse en ella, es costumbre de los cubanos, como también lo es tomarla como punto de referencia para emprender después camino hacia otros sitios.
Hay muchas maneras de recorrer La Habana; una puede seguir el derrotero que marca en ella la historia, otra es hacerlo a libre albedrío, con paradas en aquellos lugares que merezcan un alto en el camino. Combinar ambas opciones, con La Rampa como punto de partida, será lo que haremos ahora, cuando la ciudad está próxima a celebrar su cumpleaños 505.
Se insiste tanto en los valores de La Habana colonial, que se corre el riesgo de suponer que el resto de la ciudad no los tiene. De La Habana moderna lo mejor es el Vedado, logro mayor del urbanismo cubano, barriada que adquirió auge inusitado con la instauración de la República, en 1902. Allí se emplazó la Universidad de La Habana, y señores de abolengo y nuevos ricos hicieron construir sus residencias.
Se impuso entonces una modalidad ecléctica en la arquitectura, que alcanzó algunos de sus mejores exponentes en la edificación que hoy sirve de sede a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, el palacete que alberga el Museo de Artes Decorativas y el Auditórium Amadeo Roldán. De estilo genuinamente florentino es la Casa de la Amistad, y neobarroco la instalación que acoge al café-restaurante 1830.
Aunque existían en la capital edificios altos —que apenas sobrepasaban los diez pisos— es en el Vedado donde prolifera el afán de los rascacielos, casi nunca mayores de 20 pisos. El Hotel Nacional (1930), sin embargo, tiene solo ocho niveles, pero, con su estilo plateresco español fue la primera instalación hotelera de verdadero lujo de que dispuso la ciudad. Poco después se construía el edificio de apartamentos López Serrano, de estilo art decó, que fue el más alto de La Habana hasta la década de los 50.
Es por esa época que el Vedado vuelve a renacer. La Rampa, más que una calle, comienza a convertirse en un estado de ánimo. Se inauguran, a lo largo de ella o en su cercanía, restaurantes, clubes nocturnos y sitios de esparcimiento, y abren sus puertas grandes hoteles cercanos, como Capri (1955), Riviera (1957) y Habana Hilton (1958) y edificios como el del Retiro Odontológico y el del Seguro Médico marcan puntos de referencia en el Movimiento de la Arquitectura Moderna, al igual que el edificio Focsa.
Partiendo de la Avenida 23, la avenida Paseo —llamada en otro tiempo De los Alcaldes— conduce directamente a la Plaza de la Revolución, centro de la vida política de la nación desde 1959.
En la calle G, llamada también Avenida de los Presidentes, impacta el monumento al mayor general José Miguel Gómez, segundo mandatario de la nación (1909-1913) construido por cuestación popular en 1936, y el Castillo del Príncipe, uno de los baluartes defensivos de la ciudad colonial, que, en la República, fue presidio y cárcel.
Ya en la Plaza —enmarcada por los edificios de la Biblioteca Nacional y el Teatro Nacional, la sede de varios ministerios y el Palacio de la Revolución—, la imagen de José Martí, de 18 metros de alto, se recorta contra un obelisco de 142. Una escalera de 577 peldaños y un ascensor conducen al mirador del monumento, desde el cual, con La Habana a los pies, se regala una perspectiva que corta el aliento.
El Paseo del Prado marca la frontera entre la ciudad moderna y la antigua. No se concibe a La Habana sin esa calzada; tampoco sin su Parque Central, que se asoma sobre el Paseo. Allí se ubica, asimismo, ese palacio de palacios que es el Capitolio.
La calle Obispo siempre ha sido eminentemente comercial. Pasa por un costado de la Plaza de Armas, la más antigua y centro político militar de la Isla durante la colonia. La circundan el Castillo de la Fuerza, la segunda fortaleza que los españoles construyeron en América y, con su patio andaluz y su portada mayestática, el Palacio del Segundo Cabo (1772). En otro lado de la Plaza, el Palacio de los Capitanes Generales (Museo de la Ciudad) se yergue como el exponente más genuino de la arquitectura barroca habanera.
Pese al esplendor de la Plaza de Armas, la de la Catedral es el conjunto más armonioso de La Habana de ayer, en tanto que la de San Francisco exhibe la bellísima Fuente de los Leones, y la Plaza Vieja ofrece en sus edificaciones un compendio de estilo que va del barroco al art nouveau.
La casa de la calle Leonor Pérez, 314, es modesta. Nada de lujos hay en ella, pero tiene para los cubanos una significación especial. Allí nació José Martí. Imposible resulta salir de La Habana Vieja sin visitar esta humilde morada.
El túnel de la bahía, inaugurado en 1958, cambió la vida de la ciudad. Hizo realidad el anhelo de enlazar de una manera rápida y cómoda La Habana con lo que entonces se llamaba la Ciudad del Este. Propósito que los habaneros acariciaban desde comienzos del siglo XX.
La ciudad se había expandido hacia el sur y hacia el oeste, mientras que el este continuaba constriñéndose a sus playas, que atraían cada vez más la atención de vacacionistas y gente deseosa de invertir en ellas. No era fácil, sin embargo, acceder a la zona. El túnel de la bahía garantizó una vía expedita y revalorizó los terrenos situados más allá de las fortalezas del Morro y la Cabaña.
Con el túnel, la capital crecería 18 kilómetros hacia el este, los mismos que durante los 40 años precedentes creció hacia el oeste, con lo que se desplazaría el centro de La Habana. Por otra parte, las playas continuaban su expansión indetenible. Guanabo era ya una ciudad-balneario, y Santa María del Mar había crecido enormemente y muy bien planificada en menos de diez años. Se parceló y construyó en Boca Ciega, Tarará y Bacuranao, y la Vía Blanca propició el surgimiento de repartos residenciales como Colinas de Villa Real, Alamar, Bahía… mientras que Cojímar, poblado de pescadores, ganaba en interés turístico.
El Malecón resulta la vía más rápida para alcanzar el oeste habanero. Cualquiera de los dos túneles que cruzan el río Almendares —uno de los cuales suplantó al famoso puente de Pote, que se abría en dos partes a fin de dar paso a las embarcaciones— enlaza el Vedado con Miramar, el barrio diplomático y empresarial por excelencia, con una Quinta Avenida fastuosa. Más allá, por la carretera Panamericana, la Marina Hemingway abre una puerta a la aventura.
El habanero se olvida a menudo del Almendares, sin embargo, ese río es uno de los símbolos de La Habana, parte entrañable de su identidad. «Porque es mi río, mi país, mi sangre», como lo define Dulce María Loynaz en un poema memorable. El Parque Metropolitano, del que este río es columna vertebral, conecta la capital con los parques naturales, el pulmón verde que esta ciudad necesita y del que forman parte el Parque Lenin, el Jardín Botánico, los terrenos de Expocuba, Río Cristal y el Zoológico Nacional.
Desde el sur, por la Avenida de Rancho Boyeros, puede retornarse al Vedado. En ese paso se encuentra la Ciudad Deportiva y, frente a ella, la Fuente Luminosa. Se cruza la Plaza de la Revolución y se desemboca otra vez, de golpe, en la Avenida 23. Si se sigue por G hacia el mar, se apreciarán los monumentos a Salvador Allende, Benito Juárez, Omar Torrijos, Eloy Alfaro, Simón Bolívar. Frente a la Cancillería cubana, el hotel Presidente pone una nota distintiva en el paisaje vedadense. Más allá, la Casa de las Américas se reafirma como una de las grandes instituciones culturales americanas.
Se impone una vuelta a La Rampa. ¿Qué tal un helado de chocolate o vainilla? Bueno, ahí está Coppelia, más que una heladería, una institución nacional, pese a su deterioro.