Lecturas
En la página del pasado 2 de julio, dedicada a Pedro Abraham Castells Varela, supervisor del Reclusorio Nacional para Hombres; el llamado Presidio Modelo, de Isla de Pinos, este escribidor confesaba desconocer el final de ese siniestro personaje.
Lo detuvieron a la caída de la dictadura machadista, en agosto de 1933, y fue sometido a un proceso judicial que por su complejidad concluyó en noviembre de 1936 con su absolución y la de los demás implicados, por falta de testigos que corroboraran las acusaciones. Pablo de la Torriente Brau, quien guardó prisión en esa penitenciaría y siguió de cerca el accionar y la personalidad de Castells, le atribuía 500 asesinatos.
De cualquier manera, el fiscal pidió para él 268 penas de muerte en un juicio que comenzó en la Sala Cuarta de la Audiencia de La Habana y debía terminar en Isla de Pinos, pues se imponía la comparecencia de no pocos reclusos y testigos internados en ese establecimiento penal, un total de 95 procesados, entre ellos cinco «mayores» que integraban la comisión disciplinaria del Reclusorio.
No se probaron los crímenes del Presidio Modelo y el excomandante Pedro A. Castells quedó en libertad. Lo que sucedió con él a partir de entonces me lo cuenta el investigador Jorge Domingo en un correo electrónico. Encontró empleo como jefe de limpieza de calles habaneras, y falleció, víctima de una crisis de uremia, el 5 de octubre de 1944 en la clínica de la Asociación Cubana de Beneficencia, sita en la Calzada del Cerro, No.1316, la vieja residencia que los condes de Fernandina perdieron por deudas y que pasó a manos del apoderado de la familia. Ahora es, desde hace mucho tiempo, una casa de vecindad.
En la página que dediqué al general Arsenio Martínez Campos (El pacificador, 9 de junio) me hubiera gustado extenderme en los pormenores de su renuncia al
cargo de Gobernador General de la Isla. No pude hacerlo; el espacio no me dio chance. Lo hago ahora, y tomo como referencia la crónica de Federico Villoch que, como periodista, «cubrió» aquella renuncia. Rememora Villoch el incidente en sus viejas postales descoloridas.
No precisa el postalista la fecha exacta. Recuerda, sí, que fue después de la batalla de Coliseo, una tarde a las tres, en el Palacio de los Capitanes Generales, en la Plaza de Armas. Martínez Campos convocó a un buen número de altas personalidades de la colonia: políticos, magnates, empleados y militares, «destacándose sobre todos, por su exaltación patriótica, los intransigentes veladores de la nacionalidad, no pocos de los cuales abastecían al Ejército de alimentos en malas condiciones; ropas de telas pasadas, zapatos de cartón y medicinas de tercera mano, cuando no ya completamente inservibles».
La reunión tendría lugar en el gran salón de actos del Palacio, cuyas paredes estaban cubiertas con los retratos de los capitanes generales que desempeñaron el mando de la Isla. «Diríase que ellos también formaban parte de la reunión y que esperaban, asombrados e impacientes como los demás, la decisión de su, hasta aquel día, último colega y compañero», escribe el postalista.
Porque a esa altura se comentaba y discutía la inesperada resolución de la más alta autoridad colonial. Unos aceptaban su sustitución por un militar más enérgico y decidido, mientras que otros lamentaban la renuncia de aquel ilustre general que en más de una ocasión había salvado a España, y que estaba dispuesto a seguir haciéndolo hasta el último día de su vida. En fin, se percibía en aquel salón una atmósfera cargada de distintas y encontradas corrientes.
Entró Martínez Campos y la concurrencia, en señal de respeto, se puso de pie. Vestía el uniforme de campaña y llevaba como única insignia el fajín rojo con bordas de oro, distintivo de su alta graduación. Lucía fatigado.
«Señores: confieso que me he equivocado, y como no pretendo de ningún modo insistir en el error, creo que es mi deber en tan solemnes momentos presentar la renuncia irrevocable de mi mando, y retirarme para no crearle conflictos al Gobierno de Su Majestad, dejándolo en completa libertad para que nombre mi sustituto… Creo que una buena política haría más que el mejor plan de guerra; y eso le aconsejaré, con la sinceridad que he puesto siempre en todas mis acciones, a la Serenísima y buena Señora que rige los destinos de nuestra grande y gloriosa España».
Un murmullo de sorda y cobarde protesta se entronizó en el salón. El General levantó la cabeza y, con fiereza, clavó los ojos en el sector de la sala donde sabía habían surgido los reproches, gente que para lograr sus intereses particulares reclamaban guerra sin cuartel, mano de hierro y sangre y fuego a toda.
«Sé que algunos estiman mi gestión militar asaz benévola y conciliatoria, pero yo no puedo ni quiero ni creo que se debe proceder de otra forma para darle a este desgraciado pleito una solución práctica y estable».
Alguien gritó: «Acaso sea llegada la hora de ahogar la Isla en sangre…».
«¡Jamás! Yo no puedo adoptar ese procedimiento con un adversario noble que cura mis heridos y devuelve mis prisioneros. Ningún otro que venga
lo hará mejor que yo. Sea para él, sin embargo, la gloria o el anatema. Yo renuncio y me marcho. Y creo que al renunciar les cedo el camino a todos para que encuentren la mejor solución al problema…». Y con el gesto imperativo y concluyente de quien está acostumbrado a mandar, dijo: «Señores, hemos terminado».
Ahora viene lo interesante. ¿Por qué, si no quiere cometer atropellos, propone como sustituto al sanguinario Valeriano Weyler? El historiador René González Barrios esboza dos posibilidades. Escribe: «¿Proponía a Weyler convencido de que con otros métodos pudiera sofocar la insurrección? ¿Lo hacía por despecho y desprecio a los elementos conservadores que tan ruda campaña lanzaron contra él, acusándolo de debilidad en el combate a la Revolución?».
En la página que el pasado 16 de julio dediqué a José Antonio Echeverría con motivo de su cumpleaños 91, aludí a una foto patética. Está José Antonio tendido en el suelo y su hermano Alfredo lo cubre con su cuerpo, mientras se acerca un policía, tolete en mano, presto quizá a golpear de nuevo. Es el 2 de diciembre de 1955 y ambos han sufrido la peor paliza de las muchas que les propinaron.
El padre de los Echeverría, a quien apodaban Niní, temeroso de los peligros que corría José Antonio, exigió a Alfredo que permaneciese en Cárdenas, alejado de la Universidad. Lamentablemente, la vida jugó a Alfredo una mala pasada. El 25 de abril de 1956 fallecía en un accidente automovilístico en la carretera que va desde la playa de Varadero a Cárdenas, luego de participar en una regata. Tenia 19 años de edad.
Fue un golpe muy duro para José Antonio. Alfredo no era para él solo su hermano, era también «el compañero en todas las luchas por los ideales… amigo inseparable, valeroso y desinteresado».
José Antonio es en esos días buscado por la Policía, pero no puede dejar de hacerse presente en el velorio de Alfredo. Llega de madrugada a la casa familiar, donde velan el cadáver, y conversa en el patio de la vivienda con uno de sus tíos. Luego llega al féretro de su hermano, se abraza al tío, toma un poco de aire y, dirigiéndose a Alfredo, dice: «Mi hermano, no te preocu-
pes que pronto nos vamos a ver».
Marchó hasta el cementerio como parte de una multitud triste y compacta. Uno de los entierros más concurridos que tuvieron lugar en Cárdenas. Decide entonces pasar unos días en la casa familiar, junto a sus padres y hermanos.