Lecturas
En días pasados tuvo lugar en el Aula Magna de la Universidad de La Habana la ceremonia de constitución de la Universidad Popular José Martí, una institución que, al decir de sus promotores, vuelve como un proyecto que pretende realzar nuestra identidad, llegar al pueblo, compartir saberes y acercar la casa de altos estudios al quehacer cotidiano de la gente. En pocas palabras, es la reedición, en el siglo XXI y en un país asediado, de la Universidad Popular José Martí creada por Julio Antonio Mella en la propia Aula Magna el 3 de noviembre de 1923. En una página posterior, el escribidor abordará en detalle esa aspiración del líder estudiantil de facilitar a cada individuo el acceso a la educación y que se convirtió en un espacio social de vinculación entre obreros organizados, los estudiantes y la vanguardia artística e intelectual de Cuba, y en la que Mella contó con la colaboración del dirigente anarquista Alfredo López y el poeta comunista Rubén Martínez Villena.
Dice al respecto la investigadora alemana Christine Hatzky en su libro Julio Antonio Mella, una biografía, publicado por la Editorial Oriente, en 2008:
«La fundación de una universidad popular, la Universidad Popular José Martí, uno de los acuerdos del congreso estudiantil, se realizó por iniciativa de Mella. Era uno de sus proyectos más queridos, al que llamó la niña querida de mis sueños… Por otro lado, Mella perseguía con esto fortalecer la cooperación entre los obreros y los estudiantes, y crear así, a largo plazo, un frente unido de obreros e intelectuales. En la Universidad Popular, además, los individuos debían ser formados como revolucionarios. Para Mella se trataba de reivindicar la conciencia sobre cuya base debía construirse la nueva sociedad. Debía romperse con el pasado, con los falsos valores de la época colonial, y crearse una cultura nacional moderna. La cultura era la única emancipación verdadera, afirmaba Mella. A su juicio, los educadores, más que profesores comunes, debían ser maestros que, como ejemplos morales, abrieran el futuro».
Tras un proceso de restauración y remozamiento que pareció no tener fin, está a punto de abrir sus puertas al público el Museo de la Música, en la calle Capdevila número 6, la antigua casa de la familia Pérez de la Riva. Un lugar, que aparte de las valiosas colecciones que atesora, destaca por su magnificencia y buen gusto. Cuando sus propietarios originales abandonaron el inmueble fue, durante las décadas de 1940 y 1950, sede del Ministerio de Estado (Relaciones Exteriores) hasta que esa secretaría pasó a su destino actual, en El Vedado. La cancillería tuvo que abandonarla, pues si bien resultaba ideal para recibos, cocteles, recepciones y presentación de credenciales, era impropia para las labores de un ministerio.
El periodista español Tesifonte Gallego alude a esa residencia en su libro Cuba por fuera. Apuntes del natural (1890). Dice que en la casa del acaudalado Demetrio Pérez de la Riva y la señora Amalia Conill, «no se observa nada que revele el endiosamiento del capitalista, por el contrario, domina una naturalidad que encanta».
De ella habla asimismo Julián del Casal en una crónica que dio a conocer en el periódico La Discusión, el 15 de febrero de 1890. Escribe el poeta de Bustos y rimas:
«Una de las casas suntuosas, elegantes y frecuentadas de nuestra capital, es la del señor Demetrio Pérez de la Riva, donde se observan las reglas de la más severa etiqueta y se goza de todos los placeres que la más exaltada fantasía pudiera imaginar. Es uno de los pocos templos de la riqueza que ha resistido los embates de la adversidad…
«El señor D. Demetrio Pérez de la Riva, notable jurisconsulto y distinguido hacendado, es uno de los caballeros irreprochables de nuestra sociedad. Posee una de las fortunas más sólidas, más grandes y más envidiables de la Isla. Une a su fino trato el conocimiento más perfecto de las leyes sociales. Dotado de clara inteligencia engalanada por vastísima cultura, sabe sostener un diálogo con la persona más ilustrada, sin tener que apelar a los mil subterfugios de la vulgaridad. Desde hace algún tiempo
se encuentra unido, por lazos de matrimonio a una de las damas principales de La Habana».
Alude también el poeta de la esposa de Pérez de la Riva. Escribe:
«La señora Amalia Conill… pertenece, como su nombre indica, a una familia opulenta, estimada y distinguida. Recuerda, por su carácter, a la reina María Amelia de Orleans. Cuando se presenta, en algunos salones, vestida suntuosamente y coronada de joyas, nos hace pensar en las olvidadas mujeres del siglo XVII. Posee la virtud de las almas superiores: la bondad. Sabe asociar, en su manera de vestirse, el extremado refinamiento y la más elegante sencillez. Amiga de los placeres mundanos, ofrece, frecuentemente en su magnífica casa, inolvidables recepciones».
El escribidor conoció a un descendiente, hijo o nieto, de Demetrio y Amalia, el erudito Juan Pérez de la Riva que hasta su muerte prestó servicios en la Biblioteca Nacional José Martí. Fue, en su temprana juventud, amigo de Federico García Lorca, a quien, cámara fotográfica en ristre, acompañaba a veces en sus caminatas por La Habana. Se recuerda una comida del poeta del Romancero gitano en la residencia de los Pérez de la Riva, invitado por su amigo Juanito. Lejos de todo protocolo, Lorca se despojó de la chaqueta y con las mangas de la camisa recogidas en los codos, arremetió contra una impresionante provisión de cangrejos.
Ese escritor, periodista y politico español nació en Horcajo de las Torres, Ávila, en 1860. Vino a Cuba en 1889 como secretario particular del capitán general Manuel de Salamanca y Negrete y a la muerte de este, al parecer envenenado cuando se disponía a actuar en el caso de una malversación colosal detectada en el aparato de la colonia, se desempeñó como corresponsal del Heraldo, de Madrid, fundado por José Canalejas, que lo influyó notablemente tanto en lo político como en lo profesional.
La versatilidad de sus ideas y la agudeza de sus criterios lo llevaron a cubrir todas las esferas del desarrollo del país y a recorrer no solo La Habana, sino otras provincias. Y a la perspicacia de sus impresiones incorporó un sentido del humor tan ameno que hace de sus crónicas un viaje placentero por la Cuba de 1890, asegura la crítica. Dicen además los especialistas que las páginas de Cuba por fuera... constituyen un acercamiento agudo a la vida social, económica y cultural del país y de su capital a finales del siglo XIX. Sus notas, escritas con inteligencia y humor, trascienden los simples apuntes de un extrajero que desembarcó en la Isla para disfrutar de las bondades del trópico o las excentricidades de su gente.
Otro título suyo es La insurrección cubana; crónicas de la manigua, publicado en Madrid, en 1897. Un año antes había sido electo diputado, cargo para el que fue relegido por lo menos en cuatro ocasiones. Murió en 1918, en Albacete. Una calle de esa localidad española lleva el nombre de este ilustre periodista.
La antigua tercera estación de policía, en Dragones, esquina a Zulueta, llama la atención por su arquitectura. No parece ser una estación de policía. Nada que ver con los «castillitos» mandados a constuir por el teniente coronel José Eleuterio Pedraza en sus tiempos de jefe del cuerpo policial. Está siendo sometida ahora a un trabajo riguroso de remozamiento.
¿Cuál será el destino de este atractivo edificio? ¿Volverá a ser lo que fue hasta ahora? ¿Se le dará otro uso? ¿Por qué no instalar allí el museo de la Policía?
Hubo un museo de la Policía que desapareció tras el triunfo de la Revolución, como desapareció el museo de la Prensa que tenía su sede en la Asociación de Reporters, de la calle Zulueta. El de la Policía transitó por diferentes dependencias policiales, siendo la última el tenebroso Buró de Investigaciones, de la calle 23, a la entrada del puente Asbert. Y antes estuvo en la sede del Gabinete Nacional de Identificación, cuando esta unidad se ubicaba frente al parquecito dedicado a América Arias, en las inmediaciones del Palacio Presidencial.
Algo agregará el escribidor para terminar. Las piezas de ambos museos tomaron las de Villadiego. Nadie sabe a dónde fueron a parar. Al menos, yo no lo sé por más que he intentado averiguarlo.